El presente estudio se centra en una de las novelas más significativas del siglo 181, Eusebio, escrita por Pedro Montengón (1745-1824), y publicada entre 1786 (primera y segunda partes) y 1788 (tercera y cuarta partes)2, analizándola desde la perspectiva del desarraigo. Esta lectura viene inspirada por la condición de náufrago del protagonista Eusebio, aún niño, y su formación junto a sus padres de sustitución, Henrique y Susana Myden, y Jorge Hardyl, su maestro, en Pensilvania.
Con la Odisea de Homero y la Eneida de Virgilio como lejanos ejemplos, es preciso recordar que el viaje, marcado por el naufragio como peripecia principal, era ya un motivo recurrente en la narrativa de imaginación del siglo de oro, «un motivo habitual de la épica culta, de la novela bizantina y de caballerías, e incluso de la novela picaresca», como apunta José Manuel Herrero Massari3, quien añade a continuación que se trataba ante todo en este caso de despertar, a través de la evocación del naufragio, una emoción en el lector. Cabe añadir que, en los siglos 16 y 17, se difundieron las llamadas «historias de naufragios», como forma de literatura marginal, que atraía al público con su punto de morbo. En el siglo 18, en una clara perspectiva histórica, se publicaron numerosas «relaciones de naufragios» en los papeles periódicos, como en la Gaceta o en el Diario de Madrid4. El dramatismo de las escenas se plasmó a finales del siglo 18 en una serie de representaciones pictóricas, como La desgracia imprevista y la felicidad inesperada de Luis Paret y Alcázar, o El naufragio de Goya. Además de ser un accidente imprevisto del viaje marítimo, el naufragio vino a ser el punto de partida de una reflexión política, moral, social, filosófica, y, desde esta perspectiva, se puso de moda en la literatura del siglo 18: el naufragio constituye así la peripecia que inicia las aventuras de Robinson Crusoe (1719), y las de Gulliver (1716), novelas que mezclan aventuras y reflexiones de índole intelectual. A la hora de analizar el simbolismo del naufragio, también es necesario tener en cuenta el claro valor pedagógico que cobra el viaje en el pensamiento ilustrado, ya que viene a completar la formación intelectual y moral del hombre de bien.
Pedro Montengón integra pues varias fuentes e influencias para lograr una novela, Eusebio, que pueda cumplir con los principios de la estética neoclásica del enseñar deleitando5. Traba elementos sacados de los tratados de educación de Locke y Rousseau, peripecias que recuerdan la literatura de viajes, pero también, y quizás esto sea un aspecto menos observado, puntos que se asemejan a lo que encontramos en los tratados dedicados a los niños expósitos, numerosos a finales del siglo 18 y principios del 196. El objetivo es ofrecer al público una obra que permita difundir los ideales ilustrados de forma amena y divertida, enfatizando la importancia de la educación en el devenir del hombre, a la vez que se ofrece un modelo de hombre de bien ilustrado.
Este rápido panorama permite poner de manifiesto la triple dimensión del naufragio, como realidad histórica en los viajes transatlánticos del siglo 18, como peripecia que trastorna la suerte del viajero, desde la perspectiva del viaje, metáfora de la vida y, en fin, como elemento que desemboca en una reflexión intelectualizada y/o filosófica. En este estudio, nos interesará ver cómo Pedro Montengón reactiva un motivo narrativo bastante trillado para demostrar la pertinencia del modelo educativo ilustrado y del ideal de vida que aspira a implementar. Por tanto, se analizará la manera en que el naufragio en la costa norteamericana, además de ritmar cada etapa de la vida del protagonista, permite abrir el campo de los posibles, modificando el porvenir del niño español Eusebio, en un proceso de desarraigo y arraigo facilitado por una educación ilustrada, que le permitirá llevar una vida de perfecto «hombre de bien», pasando de niño español, «niño expósito» o «abandonado» a raíz del naufragio, a «español cuáquero» como nueva identidad ilustrada.
Eusebio, una vida bajo el signo del naufragio
La novela empieza con la alusión a «un horrible huracán que cubrió de espanto y estragos las costas del Maryland y de la Carolina» y la presentación de uno de los protagonistas, Henrique Myden, definido como un «honrado cuáquero de Filadelfia» (87). La topografía, exótica desde la perspectiva de la época, y la descripción de un amanecer idílico después de la terrible tormenta ambientan de inmediato un paraíso terrenal. Pero esta armonía viene quebrada por la irrupción de un «objeto que fluctuaba sobre las olas, pareciéndole fragmento de un navío». A continuación, Pedro Montengón va introduciendo a los diferentes protagonistas: Susana, esposa de Myden, el náufrago que pide auxilio y «un niño como de edad de seis años». Resulta significativa la manera en la que viene presentada la llegada del niño:
la impaciente Susana insta para que se lo entreguen y recibiéndolo en sus brazos sin reparo de los embebidos paños que la mojaban, desahoga en él su ternura y apretábalo a su seno para recobrarle el aliento que le faltaba, pues tránsito de frío, daba apenas señal de vida; y volviéndose a su marido le dice: El cielo, que negó a nuestro afecto el deseado fruto, nos le presenta en este nuevo Moisés, para que le reconozcamos por hijo (88).
Aunque Eusebio es un niño de seis años, y no un recién nacido, su llegada puede ser vista como el resultado de un parto simbólico, el naufragio: el mar (medio acuático como matriz) se abrió, echando al niño (un «nuevo Moisés») a los brazos de Susana, que lo recibe como hijo suyo, dándose la casualidad de que los Myden no tuvieron hijos. Eusebio, niño náufrago, es de hecho como un niño expósito, abandonado a la puerta de la casa de los Myden. En principio, no se sabe nada del niño; sin embargo, su «bondad»7 ya le llama la atención a Myden, anunciando en ese niño desconocido una condición superior. En su relato del naufragio, Gil Altano, el marinero español que rescató a Eusebio, además de retomar todos los tópicos que acompañan la descripción del naufragio8, alude al niño como «inocente carga», lo que asienta esa idea de niño expósito9, a quien Dios ofrece una nueva oportunidad. Esto le da al naufragio un carácter providencial, en el que se insiste a lo largo de la novela10. Así, en el momento de morir, cuando Hardyl le revela a Eusebio que es su tío materno, presenta el naufragio, no como una catástrofe, sino como una manifestación de «la divina providencia [que] te me presentó allá en la América, por tan extraño camino, salvándote de las olas», aludiendo luego a la «poderosa mano del Criador que parece que te llevó al nuevo mundo para que pusiese el colmo a la felicidad, a que aspiré en este suelo» (757). Le dio a Hardyl la posibilidad de educar a su «hijo», sustituyéndose a los propios padres de Eusebio. Tras la muerte del que fue su maestro y figura paterna, Eusebio se siente como «un niño expuesto en un mundo nuevo» (774), como en el principio de la novela, pues otra vez ha perdido a su «padre». Es importante señalar este repetido paralelismo entre Eusebio y los niños expósitos, pues, a pesar de las apariencias, la ausencia de los padres legítimos es una suerte: esos niños son como hojas en blanco, y en ellos se podrá implementar una educación acertada e ilustrada, como veremos luego.
Entre estos dos acontecimientos, transcurre la vida de Eusebio, ritmada por la presencia recurrente del naufragio. Si el naufragio inicial dio nuevo rumbo a la vida del niño, la presencia o la amenaza del naufragio en sus sucesivos viajes se convierte en unos verdaderos hitos de su trayectoria vital. Cuando Eusebio viaja a Europa por primera vez, se desencadena una tormenta, en un movimiento simétrico a su llegada, de niño, a América. Sin embargo, ya no se trata de una tempestad nefasta, que acarrea el naufragio, la muerte o la pérdida, sino que Hardyl la utiliza para darle al joven una lección acerca de la belleza de la naturaleza y la industria de los hombres. Ya tranquilizado, después de la tormenta, el imprudente Eusebio se cae al agua, cuando ya casi están llegando a Inglaterra. Logra salvarse, gracias a las lecciones de Hardyl, quien le enseñó a nadar, precisamente allí en la playa a donde llegó cuando el naufragio, y con la ayuda de Gil Altano, quien se echa al mar, recordando en eso la escena inaugural. Pero en ese momento, Eusebio ya no es un niño pasivo, sino que es un joven adulto que pone en práctica las lecciones de su maestro. En cierta medida, esa caída antes de llegar a Inglaterra anuncia las andanzas de Eusebio por Europa, como una serie de desventuras que podrán ser contrarrestadas por las lecciones dadas por Hardyl, incluso después de la muerte de este, pudiendo contar con la presencia amistosa y servicial de Altano. Literalmente, Eusebio es el que se salva del «naufragio» de la vida, gracias a sus propias cualidades, con el objetivo de volver a su amada Leocadia (nuevo Ulises volviendo a su Penélope), como se lo escribe Eusebio: «Mas vuestro Eusebio precipitado en el mar, sacó ardientes fuerzas de su amor para luchar a brazo partido con las olas y triunfar de ellas para llegar a Douvres con la vida» (383)11.
Asimismo, se puede recordar el temor al naufragio que experimenta Eusebio, cuando viaja a España con Leocadia para intentar solucionar el pleito de la herencia. La fragata en la que están sufre vientos contrarios «que parecían quererles impedir la llegada a España» (922), hasta tal punto que nuevamente Eusebio «llegó a temer el naufragio» (923). Pedro Montengón establece pues una relación directa entre esa «suerte contraria» (las tormentas) y los peligros que esperan a Eusebio y Leocadia en España, y resulta significativo que Eusebio califique de «naufragio» la pérdida de sus bienes12. Las desventuras finales en España corren paralelas a las iniciales, sufridas en Londres, con la diferencia de que la desgracia española le permite afirmar su capacidad a vencer solo, como hombre de bien, las dificultades. Eusebio y Leocadia, encarcelados y luego liberados, sin ningún recurso, se ven obligados a trabajar para salir adelante, poniendo nuevamente en práctica los saberes adquiridos junto a Hardyl, y demostrando así la superioridad de la educación dada por éste. Logran superar todas las pruebas gracias a su virtud, a su amor mutuo, lo que evidencia que cada uno es dueño de su destino, a pesar de las desgracias, con tal que esté bien preparado y se haya alejado de los prejuicios: entonces el «naufragio» ya no puede afectarles. Se cierra por tanto el círculo de sus andanzas y se termina la novela, retomando Pedro Montengón el tema del naufragio a nivel metafórico:
Dejaron finalmente Eusebio y Leocadia aquella ciudad que había sido como escollo funesto en que pareció naufragar su felicidad, sin que pudiese ver la contraria fortuna su virtud anegada en las olas del oprobio y de las penas y trabajos padecidos; pues antes bien le sirvió la misma de tabla para salir salvos a la orilla, semejantes a aquellos que, tragados del mar con sus riquezas, los arroja el mismo a una playa donde encuentran un tesoro mayor que el que perdieron, y suelo fértil y delicioso donde con su frondosidad y abundancia los alivia y recrea (991).
El niño náufrago se ha convertido en un hombre de bien, gracias al desarraigo inducido por el naufragio, que le permitió recibir una buena educación, así como dar nuevo impulso y nuevo rumbo a su destino.
Desarraigo y arraigo: romper con un modelo educativo nocivo
Acabamos de ver que el desarraigo inicial, aunque dramático, le permitió a Eusebio renacer en una tierra de promisión, ofreciéndole así nuevas perspectivas, una nueva vida, cuyas etapas vinieron ritmadas por el recurso al naufragio. Ahora, habría que considerar el doble proceso de desarraigo y de arraigo, desde el punto de vista de las ideas ilustradas13, difundidas por Pedro Montengón, y que encontramos de manera muy parecida en otras obras de la época.
En el principio de la novela, como vimos antes, no se sabe mucho de Eusebio, a quien Altano designa como «ese caballerito» (94). Comunica algunos datos acerca de la familia del niño, que falleció durante el naufragio: unos españoles acomodados14 que viajaban rumbo a la Florida. Eusebio deja de ser un inocente o expósito para convertirse entonces en un huérfano que encuentra a una nueva familia. La buena condición de los padres de Eusebio es la que explica aquella «bondad» natural de la que ya hablamos y justifica el interés que tendrán los Myden, unos honrados comerciantes en darle al niño la educación que se merece por su calidad. El niño muestra tener buenas disposiciones: se habla de su «dulce genio», de su «pueril seriedad», de la «facilidad de su memoria en aprender inglés» (96), lo que no deja de recordar la descripción que Cadalso hacía del «caballerete», aquel joven noble con excelentes prendas malogradas por una mala educación, con el que se encuentra Gazel, de camino a Cádiz15. Pedro Montengón se vale de este tópico del noble mal educado, tan frecuente en la literatura dieciochesca: Eusebio es rico, posiblemente noble, tiene haciendas en España de las que puede sacar rentas. Esto incita a los Myden a prohijarlo, haciéndole heredero de sus propios bienes, y a darle una educación esmerada, como corresponde a un joven de su condición. Son ellos quienes le dan una primera educación, hasta que, a los 14 años, busquen a otro maestro para completar su formación. En esto, se recupera el esquema educativo habitual de los jóvenes acomodados, pero a partir de entonces, Pedro Montengón desarrolla un programa educativo, diferente al que hubiera podido recibir Eusebio en España. Las buenas disposiciones naturales de Eusebio ya habían empezado a torcerse en su niñez, como lo sugiere este comentario, en el momento en que Hardyl exige del joven que lleve cestos por la calle:
Nacido Eusebio en noble cuna y criado entre regalos, aunque de edad de seis años en que cogió el naufragio, se habían apoderado de su corazón los sentimientos de ambición y vanidad; y en casa de Henrique Myden en edad de conocer su estado y su fortuna, se resentía del acto de humillación a que se le quería obligar (101).
Desde el principio de su relación maestro/alumno, Hardyl pretende borrar todos aquellos resabios que pudieran quedarle a Eusebio de su pasado de niño hijo de padres ricos, fortalecidos por los mimos de sus nuevos padres, y en esto se nota un tópico ilustrado: el papel negativo que pueden desempeñar los padres en los primeros años de la vida de los jóvenes16.
Eusebio tiene 14 años cuando entra a aprender el oficio de cestero junto a Hardyl. Aunque se pueda ver en esto una influencia de Jean-Jacques Rousseau17, también recuerda una de las exigencias de los ilustrados para los desamparados. Joaquín Xavier Uriz, por ejemplo, sugería que precisamente a los 14 años, los jóvenes «pasaran a casas de menestrales para que aprend[ieran] oficios mecánicos»18. El objetivo, para los desamparados, era que los jóvenes pudieran ser útiles a la sociedad, por su trabajo, para no convertirse en ociosos. En el caso de Eusebio, el trabajo cumple con una doble misión: hacer que Eusebio pueda valerse por sí mismo, aunque perdiera sus bienes, y ejercitarle en la virtud, eliminando la vanidad que concede el ser rico. Toda la acción de Hardyl consiste en enseñarle a Eusebio a dominar sus pasiones, sus impulsos, a mantenerse firme y sereno frente a la adversidad, para que pueda ser un hombre de bien, útil para sí mismo y para la sociedad.
Precisamente para aludir a esa voluntad de borrar lo existente, Pedro Montengón utiliza el verbo «desarraigar», como puede verse en el siguiente diálogo entre el joven y su maestro Hardyl:
Si llegases a desarraigar de tu corazón ese deseo [de volver a casa de tus padres], vivirías quieto y contento conmigo como si fueras hijo mío y esta casa tuya. ¿Y qué debo hacer, dijo Eusebio, para desarraigarlo y estar contento? (122-123)
Más allá del aprendizaje de un oficio, la educación impartida a Eusebio tiende a «desarraigar» los vicios para «arraigar» la virtud, como puede verse en este retrato de Eusebio:
Eusebio era vano, astuto, ambicioso, pusilánime, soberbio, envidioso, tenía todos los defectos que contrae el hombre desde la cuna. ¿Ha desarraigado Hardyl tales vicios? No; esto es imposible en la naturaleza del hombre, pues si fuera posible no necesitaríamos entonces de virtud; pero bien sí hales disminuido las fuerzas, las ha sujetado y rendido. Podrán aun así reprimidas las pasiones cobrar nuevas fuerzas de los alicientes del mundo, del mal ejemplo, de la costumbre y del terrible incentivo del amor que todavía no ha hecho sentir a Eusebio su suave tiranía; pero Eusebio es todavía discípulo de Hardyl. Bajo de su enseñanza ha cobrado amor a la virtud y horror al vicio. Arraigó el tronco en su alma la compasión y la humanidad, y si todavía quedan en ella resabios de vanidad, de ambición, de soberbia y de codicia, tiene grabados en su voluntad los medios para combatirlos, y motivos para ejercitar la moderación. Tentará de acometer su pecho la envidia, pero desdeñará de haberlas con tan feo vicio, sabiendo contentar su corazón con los bienes que posee, o con los que sólo dependen de su virtud. Será poderoso el temor para rendir su pecho en mil accidentes repentinos, pero por el carácter de la naturaleza, no por vicio de la opinión y de la fantasía, después que aprendió de Hardyl a no temer la muerte, origen de los miedos en el hombre (215).
Cuando se ofrece este retrato, ambos protagonistas llevan ya tres años juntos, la educación moral de Eusebio, que tiene entonces 17 años, resulta terminada y puede empezar el estudio de las ciencias, es decir la formación intelectual. Sin embargo, Pedro Montengón insiste en la necesidad de luchar continuamente contra las pasiones, utilizando las mismas palabras, como lo recuerda en el episodio de la casa de los duendes (en Francia). Valiéndose del ejemplo del miedo, escribe:
no es posible desarraigar enteramente el miedo del corazón, como no se pueden desarraigar tampoco las demás pasiones; pero bien sí, puede sufrir freno como ellas, y sus fuerzas disminuirse con la reflexión; inquiriendo el origen de lo que nos amedrenta y sobreponiendo el miedo al conocimiento de la razón, o para contenerlo, o para sofocarlo, siendo esto también uno de los efectos del estudio de la sabiduría (691).
En el sentido primero de la palabra, la educación es vista como algo que se arraiga, como unas semillas que se plantan en el corazón del joven, como los huesos de las frutas que Eusebio plantaba en su vergel, para que dieran frondosos árboles. Esto no resulta nada original, pero cabe destacar que Pedro Montengón establece una relación estrecha entre estos tres elementos: este juego infantil, el naufragio, causado por el deseo de buscar fortuna de los españoles en una tierra desconocida y una vida serena en el campo, que bien se puede llevar en cualquier tierra, por poco que se cultive:
Ve, hijo mío a sembrar esos huesos, le decía, y de aquí a pocos años te sentarás a su sombra, te regalarán nuevos frutos y te calentarás a su lumbre. Si en tu tierra se acostumbrasen a este juego los muchachos, verían crecer con el tiempo y con su edad un tesoro mayor al que se van a buscar con peligro de sus vidas a otras regiones (221).
En ese momento, la educación se ha arraigado en el corazón de Eusebio, y él se arraiga en esta tierra, que ya es suya, en la que tiene concertada su boda con Leocadia. Lo que puede alcanzar en otra tierra (España) ya no tiene tanta importancia. Toda la novela será pues una puesta en práctica de la teoría educativa de Hardyl, hasta el arraigo definitivo en Filadelfia, sin las rentas españolas, es decir sin sus viejas raíces, afirmando lo que es: un hombre nuevo, un hombre de bien, capaz de vivir como perfecto ilustrado y, sobre todo, de educar a un niño desde los primeros instantes para que llegue a ser a su vez un hombre de bien, sacando provecho de la experiencia y de la sabiduría de su padre ilustrado.
Eusebio, de «expósito» a «español cuáquero», o el campo de los posibles
Si seguimos con esa lectura común del viaje marítimo como metáfora de la vida, el naufragio es lo que viene a trastornar los planes de los individuos. El naufragio así como más ampliamente las peripecias del viaje marítimo permiten sugerir la encrucijada de los caminos, las posibilidades que se le ofrecen a uno, así como las consecuencias de las elecciones hechas por los hombres, que inciden en su vida propia y en la de sus familiares. No cabe lugar a dudas de que, detrás de las aventuras de Eusebio, están las decisiones tomadas por su padre, que se fue a América con su familia y sus bienes, arriesgándolo todo, como lo subrayaba el mismo Hardyl en la cita anterior, y como hicieron también muchos españoles, abandonando su patria para probar fortuna, una costumbre nefasta desde el punto de vista ilustrado.
Como vimos anteriormente, el naufragio inicial afectó al niño Eusebio, cuando este tenía seis años, precisamente la edad en que, después de ser criados por las amas, los niños expósitos debían ser entregados a «personas convenientes que, con buenas condiciones los adopten y prohíjen», como lo subraya por ejemplo Pedro Joaquín Murcia en su tratado19. A los seis años es pues el momento en que empiezan las diferenciaciones educativas, sociales, etc., y desde esta perspectiva, el naufragio le abre a Eusebio un campo de los posibles20. La familia perdida es sustituida por los Myden, que esperan a tener confirmación de la riqueza de Eusebio para «prohijarlo y declararlo su heredero» (96). El porvenir y la educación de Eusebio se fraguaron en el momento mismo de su llegada a la playa cerca de la casa de los Myden, como sugiere el siguiente diálogo entre un Eusebio adolescente y su maestro Jorge Hardyl:
Tus padres eran ricos, según parece, y tú lo eras también siendo hijo suyo. Ellos naufragaron y la mano de la providencia te sacó salvo a tierra. Mas si en vez de ponerte en los brazos de estos tus buenos padres, te hubiesen expuesto en los de un pobre pescador, ¿de qué te servirían las riquezas que dejabas en España? (118)
En esta cita, además de aludir a los orígenes de Eusebio, Hardyl confirma el paralelismo entre Eusebio y un niño expósito, cuya suerte depende de quienes lo recogen. Evoca lo que hubiera podido depararle la suerte, de no ser prohijado por los Myden:
Tú crecerías en el seno de la miseria, sin oficio ni beneficio, con todas tus riquezas en España. Viéndote desamparado de todos y ya crecido y miserable, ¿no desearías saber algún oficio, si tu edad lo permitiera? [...] Luego si todavía te parece sensible el aprenderlo, será porque conservas humos de hidalguía (119).
Dado que la riqueza es algo en que no se puede confiar, como tampoco se puede confiar en la tranquilidad del mar, Hardyl pretende persuadir a Eusebio de que aprenda el oficio de cestero, para asegurarse un porvenir, borrando también lo que fue antes21. Esta lección (la necesidad de tener un oficio y de no sentirse superior por ser noble o rico) viene ilustrada varias veces en la novela, primero a través de los dos ejemplos contrastados de John Bridge y del padre de Pedro Robert, quienes sufrieron ambos las consecuencias nefastas del viaje marítimo, y luego a través de los dos momentos de su vida en que Eusebio se vio obligado a ejercer como cestero, primero en Inglaterra, con Hardyl, y luego en España, junto a Leocadia.
Pedro Montengón utiliza los ejemplos de John Bridge y Pedro Robert como ilustración de una teoría: mostrar cómo, a partir de una misma situación inicial (la pérdida de los bienes, con el desarraigo social que supone) se tuercen las posibilidades, por la diferencia de temperamento y de educación. Las peripecias descritas (un naufragio y un acto de piratería) le permiten a Pedro Montengón dar cuerpo a las lecciones fundamentales: la importancia de la virtud y de una buena educación, los peligros de la vanidad y de la mala educación que fomentan los vicios.
El naufragio de John Bridge se debe a un accidente, un bajío que hace que el joven pierda sus bienes (131). John Bridge era hijo de un rico mercader inglés, que quiso darle una educación similar a la de los nobles. Esa mala educación no le permitió controlar sus pasiones y se vio obligado a huir a Quebec, tras haber matado a un lord. Sin recursos, incapaz de trabajar, se vio sumido en la miseria más absoluta, y su violencia le hizo cometer otros delitos. Pedro Montengón condena con este ejemplo una educación completamente fallida, que lleva a escoger las malas opciones. El otro episodio concierne al padre de Pedro Robert, un francés rico, noble y protestante, que huyó de las persecuciones religiosas. En este caso, no se trata de un naufragio, sino de un acto de pirateo que vino a causar su ruina. Decidió el padre dar oficios manuales a sus hijos para que pudieran trabajar y valerse por sí mismos. Esas buenas opciones son las que le permiten a Pedro Robert llevar una vida honrada, a pesar de las desgracias y de la enfermedad (150). Se evidencia así, a través del ejemplo, cómo puede el naufragio (como metáfora del desarraigo social) abrir un campo de posibles, la posibilidad para el individuo de labrarse un nuevo destino, según lo que escoge entre las opciones que se le ofrecen. Sin embargo, esta libertad individual tiene que ser restringida o encauzada por la buena educación, que favorece la adaptación a las circunstancias, la evolución, cuando la mala educación solo fortalece los malos hábitos.
Hardyl aprovecha las aventuras contrastadas de los dos jóvenes para recalcar ante su alumno Eusebio la importancia del trabajo, así como para condenar la ociosidad. Recupera el habitual discurso ilustrado acerca de los pobres verdaderos y fingidos, a través de la reflexión sobre la mendicidad, pero más allá del pensamiento teórico, la suerte tan contraria de ambos personajes permite concretar la alternativa que se le ofrece a Eusebio: tener un trabajo y salir adelante, o confiar demasiado en la riqueza y venirse abajo. Dicha lección prepara a Eusebio a afrentar los escollos que le esperan en las siguientes partes, a lo largo de su viaje por Europa, en el que podrá poner en práctica las lecciones de Hardyl. Sin embargo, para alcanzar ese objetivo, es necesario que se implemente una educación que no es la de un español, sino la de un español nuevo, «un español cuáquero».
De hecho, esta educación supone una primera etapa, como vimos, la del desarraigo. Al ser prohijado por los Myden, Eusebio «pierde» en parte su identidad española, aunque conserva su nombre y su apellido, del cual solo se nos da a conocer la primera letra. Se abre a una doble cultura, española e inglesa: sigue siendo católico, pero adopta el traje y la cultura de los cuáqueros. Sabe hablar español, gracias a la presencia de Gil Altano que se queda haciendo de criado en la casa, pero se expresa en inglés con su nueva familia, hasta tal punto que Hardyl, el cestero a quien Myden pretende entregar la educación de Eusebio, duda de su origen en el momento de su primer encuentro: «¿Sois español, Eusebito?» (99).
Tras el periodo de formación entre los cuáqueros, su nueva familia, el Eusebio joven adulto que viaja a Europa tanto para completar su educación, inscribiéndose en la tradición del Grand Tour efectuado por los jóvenes acomodados, como para recuperar sus bienes en España, ya no es exactamente un español. De hecho, es visto en Inglaterra, Francia y España como un cuáquero, un forastero o un Americano22. Su manera de vestir lo identifica como cuáquero, con los ideales de virtud que puede significar eso, y más ampliamente, Pedro Montengón hace de Eusebio un hombre nuevo, un español que se alejó de los prejuicios de su tiempo y de la vieja Europa para adoptar las normas de «tranquilidad, virtud, libertad [y] sabiduría» que configuran el ideal de vida ideado por Hardyl23. El recorrido de Eusebio recuerda el que hizo desde España hasta Norteamérica un Hardyl, ya adulto, cuando este decidió romper con su identidad. En el caso de Eusebio, el desarraigo es brutal e inicial, por la muerte de sus padres, pero el hecho de que sea un niño permite inscribir de manera más duradera la nueva identidad, hacer de esta una segunda naturaleza, que luego viene pulida por las múltiples idas y vueltas entre los dos continentes, borrándose poco a poco el vínculo con España. Efectivamente, si nos fijamos en los viajes de Eusebio, primero va con sus padres de España a América, luego de América a España, junto a Hardyl, su «padre» intelectual, pasando por Inglaterra y Francia. Estos dos viajes completan la etapa de formación de Eusebio, su paso a la edad adulta, pues cuando Eusebio regresa de España a América, lo hace solo, tras la muerte de Hardyl. Entonces es cuando se casa y tiene un hijo con Leocadia: se arraiga verdaderamente en su nuevo mundo, y es capaz de ser un padre ilustrado para Henriquito, el hijo que tiene con Leocadia24. En fin, en una última etapa de su evolución o transformación, viaja a España con Leocadia para luego regresar a América, roto definitivamente el vínculo con España con el pleito perdido. Las riquezas españolas ya no le son necesarias, pues tiene lo suficiente en su nueva tierra para vivir según los principios de Hardyl. Este proceso de desarraigo ha logrado hacer de Eusebio un español diferente, un español cuáquero, que en realidad bien podría ser una de las figuras del hombre de bien ilustrado.
El adulto en el que se ha convertido es capaz en adelante de llevar su vida arregladamente. El naufragio fue un desarraigo, en la medida en que alejó a Eusebio de sus raíces, de su cultura, de su país de origen, y más ampliamente, de la vieja Europa. Si retomamos el paralelo con los niños expósitos, la exposición es un desarraigo brutal, pero que puede desembocar en una nueva vida, si se les ofrece a los niños una educación adecuada. Tanto en la novela de Pedro Montengón como en los tratados sobre expósitos, se evidencia la voluntad de los ilustrados de ofrecer nuevas oportunidades, desde los primeros instantes, a los niños que, por diferentes razones, se hallan sin padres, confiando en la buena educación y el ejemplo, como medios para difundir el modelo del hombre de bien, perfecto hombre ilustrado, capaz de llevar una vida arreglada y de ser útil tanto para él mismo como para su familia y la sociedad, un ideal que requiere la eliminación de la mala educación y de los prejuicios.
Conclusiones finales
En este estudio, hemos intentado mostrar cómo Pedro Montengón utiliza las peripecias novelescas, los tópicos del viaje por el mar, como metáfora de la vida, con sus escollos, tempestades y peligros en los que fracasan los hombres, así como naufragan las naves, para desarrollar una reflexión sobre el poder de la educación, tan fuertemente anclado en el pensamiento ilustrado.
El naufragio, visto como un desarraigo, al arrancar a Eusebio fuera de su mundo de origen, al hacer de él un náufrago-expósito, le ha abierto la puerta a un mundo nuevo, a la vez geográfico y metafórico. El niño español, lleno de prejuicios, educado como niño mimado, logra convertirse en un hombre nuevo, lo que llamamos un «español cuáquero», un perfecto hombre de bien, según la ideología ilustrada. Gracias a la educación, Eusebio fue capaz de vencer todas las dificultades, desarraigando los vicios, las malas costumbres, los resabios de su primera educación, para arraigar en su ser la virtud y la sabiduría. Eusebio, adulto, casado con Leocadia, puede ser padre, arraigándose en aquel nuevo mundo ideal, que aún no puede ser España, ofreciendo así a los lectores un modelo con el cual identificarse.