Introducción
Todos los ordenamientos jurídicos, desde el mismo Derecho romano, han buscado la manera de salvaguardar, de la mejor manera posible, la integridad física y económica de los menores, especialmente de aquellos que, de una forma u otra, estuvieron en situación de desamparo. Se puede presumir, por lo tanto, la existencia de una preocupación por lo que María Herranz Pinacho ha definido como «su bienestar afectivo»1. Sin embargo, eso no impidió que los menores, en especial los más pequeños, adolecieran de una enorme fragilidad, y que fueran altamente vulnerables ante multitud de situaciones debido a su condición biológica y a su posición dentro del entramado social.
Con este trabajo se pretende llevar a cabo un acercamiento a una de esas realidades, pese a la dificultad que existe para su análisis y conocimiento. Es, especialmente, la que se producía cuando se ejercían violencias en contra de los menores en Castilla durante la fase final del Antiguo Régimen, especialmente, aquella violencia que provenía del ámbito familiar. Esta tipología siempre ha sido complicada de discernir, máxime si se tiene en cuenta que el hogar y la familia, como pilar fundamental de las sociedades de Antiguo Régimen, fueron entendidos siempre como reductos de paz y seguridad2. No es preciso señalar lo erróneo de la afirmación, pero sí que la legislación castellana se ocupó con mayor profundidad de lo que se ha venido a definir como la infancia en orfandad o la infancia abandonada, siendo la infancia en familia la que se entendía como menos necesitada de atención3. No en vano, sería su entorno el que ejercería, al menos en teoría, esas labores de protección.
Para ello, se ha procedido a realizar un análisis de la documentación custodiada en el archivo de la Real Chancillería de Valladolid con el objetivo de conocer y comprender ese tipo de violencia, quiénes eran los maltratadores más habituales, la tipología de delitos cometidos y, especialmente, el tratamiento judicial que se daba a estos casos en el alto tribunal de la justicia real ordinaria castellana.
Sin embargo, el propio planteamiento y la fuente utilizada han generado, ya en su origen, una serie de dificultades. La primera de ellas se basa en un viejo debate que hunde sus raíces en el propio concepto de infancia y la complicada división u organización de las etapas vitales de un individuo en la Castilla del Antiguo Régimen e, incluso, en los inicios de la Contemporaneidad. Una realidad que la documentación no siempre aclara de forma específica. No obstante, suele darse por válida la frontera de los siete años para separar la infancia de la puericia4, siguiendo el vocabulario de la época5. Una referencia muy particular al respecto es la que ofrece Barthélemy de Glanville en una obra publicada en 1512 que fijaba las divisiones de la vida en siete periodos, de los cuáles aquí solo interesan los tres primeros: el del niño (de cero a siete años), la puericia (de siete a 14) y la adolescencia (de 14 a 21 o 28)6.
Aun así, dentro de la dificultad imperante existen dos aspectos que hacen distinguible la transición entre el niño y el adolescente. En primer lugar, habría que señalar una cuestión puramente biológica, ya que el paso a la adolescencia está determinado por el momento en que el individuo adquiere la madurez sexual necesaria para poder reproducirse. En segundo lugar, es en ese preciso momento cuando el individuo adquiere la autonomía necesaria para incorporarse al mundo del trabajo de forma continuada e irreversible7. O, tomando las palabras de la psicóloga Annie Birraux, es cuando se producía la asunción de responsabilidades afectivas y profesionales8. Además, se sabe que esa frontera de los 14 años también tiene su reflejo en el marco legal de la sociedad castellana del Antiguo Régimen, ya que la división entre el nombramiento de un tutor o un curador se establece en los 12 años para las niñas y los 14 años para los niños9.
Ahora bien, una vez dadas por buenas todas estas divisiones en el ciclo vital de un sujeto del Antiguo Régimen, con todas las precauciones sociales y legales establecidas anteriormente, se hace preciso un acercamiento a la documentación de archivo para analizar cómo esos niños o púberes fueron objeto de violencias, especialmente, dentro de su ámbito familiar. Sin embargo, los resultados son desalentadores. La documentación arroja un profundo silencio y opacidad ante esta realidad, ofreciendo una escasez, casi total, de datos directos para esos niños. Solo aparecen ciertas referencias aisladas que pueden hacer pensar que, en el caso de las violencias, algo que no sucede en otros delitos, estas se dirigían hacia esos niños y no, por ejemplo, a un menor, entendido este como aquel que no ha alcanzado la mayoría de edad, pero que no tenía por qué estar adscrito a esa categorización de niñez o puericia10.
De este modo, no se han localizado en los procesos judiciales estudiados, salvo en los casos en los que las víctimas habían superado los 12 y 14 años –respectivamente para mujeres y hombres–, las declaraciones de los agredidos. Un silencio que remarca su posición dentro de la familia y en la sociedad11. Es más, solo en dos ocasiones se menciona la edad de dos niños, uno de siete y otro de seis años, más otros dos púberes de 12 y 13 años, quedando el resto de víctimas de estas violencias agrupadas en calificaciones genéricas como «menor» –con los problemas que eso conlleva para su interpretación–, «hijo» –aunque siempre con referencias como la de su «corta edad» que llevan a pensar en la niñez– y otras por el estilo.
Así pues, se ha optado por trabajar con aquellos pleitos en los que las víctimas fueran menores de 14 años, es decir, las que quedaban encuadradas en la niñez y la puericia señalada por Glanville. Algo que, además, para Castilla es una tipología más fácil de discernir, pues contaba con un marco legal que establecía esos límites de edad para la tutela y la curatela12.
Sin embargo, la dificultad del estudio de estas violencias no radica únicamente en una cuestión conceptual o biológica. Quizás el mayor obstáculo para su conocimiento radique en el hecho de que esa violencia solía producirse en ámbitos domésticos o privados, los cuáles adolecían, como sucede hoy en día, de cierta opacidad. Y claro está, deja muchos menos registros escritos. Lo que sucedía dentro del hogar, salvo que mediase escándalo, se entendía como algo que pertenecía a la esfera privada y donde las autoridades no solían intervenir. El hogar no dejaba de ser el reino del pater familias, bajo cuya autoridad, entendida casi como un reflejo del orden divino, se encontraban de forma incuestionable los miembros de la familia, muchas veces entendida de forma extensa13. Además, en este caso concreto, las víctimas de las violencias, sujetas como se ha señalado a la autoridad del pater familias, no tenían capacidad jurídica plena para formular una defensa institucionaliza o, por definirlo de otra manera, para acudir a los tribunales. Una circunstancia enormemente decisiva puesto que solo el conflicto judicializado deja rastro documental, mientras que el doméstico, o aquel que se soluciona con un arbitraje familiar o vecinal, difícilmente puede ser conocido.
Así pues, el espacio socialmente reservado para estos menores impide, en muchas ocasiones, llegar a conocer en profundidad sus realidades vitales, ya que hablar de los niños es hablar, principalmente, de aquellos que no tienen voz, que no son considerados miembros de pleno derecho del cuerpo social14.
Además, no puede perderse de vista lo complicado que era en la época diferenciar entre un acto violento que podía ser constitutivo de delito, del derecho de corrección que sobre los niños tenían sus progenitores y, muy probablemente, otros miembros del entorno familiar15. De ese modo, solo la desproporción o el exceso podía ser castigado16. Sin embargo, el problema estuvo siempre en establecer donde se encontraba aquella frontera «entre la autoridad prudente y paternal y un patriarcado ejercido de forma tiránica»17, es decir, en discernir cuál era el límite entre el exceso y la moderada corrección que le correspondía a un padre o una madre hacia su prole.
Por último, tampoco debe olvidarse que el tribunal objeto de estudio era, salvo para situaciones muy específicas como las de los Casos de Corte o el de los vecinos de la ciudad de Valladolid, un tribunal de apelación. Por lo tanto, es de suponer que la mayor parte de los casos que llegaran a judicializarse serían atendidos por los tribunales de primera instancia y por los alcaldes de barrio, encargados de velar por la tranquilidad, más que la seguridad, del vecindario y de evitar, en la medida de lo posible, lo más grave en esos asuntos: el escándalo18.
Los malos tratos a los menores en la Real Chancillería de Valladolid
Pese a la idea extendida de que el hogar era un lugar de paz y seguridad, la frecuencia de las violencias en el entorno familiar está más que demostrada19. Como señala Iñaki Reguera Acedo, estas se basaron sobre todo en las desavenencias habidas dentro de la pareja conyugal, lo que comúnmente degeneró en malos tratos, ya fueran estos de palabra o físicos, con especial protagonismo de los varones en la parte activa de los mismos20. No obstante, esa realidad que, como se verá, viene constatada por la documentación, no impedía que la violencia se extendiera hacia otros miembros de la familia, aunque su presencia en los archivos sea manifiestamente inferior.
De esta manera, si se analiza un periodo «bisagra» como el comprendido entre 1744 y 1835 –esa compleja transición entre el Antiguo Régimen y la contemporaneidad– aparecen, solo en la Real Chancillería de Valladolid, 170 pleitos judiciales de malos tratos entre cónyuges, de los que 166 hacen referencia a la violencia ejercida, de múltiples maneras, por el varón sobre la mujer21. En cambio, cuando se observa qué sucedía en los casos de violencia contra estos menores se reduce el espectro de análisis a 15 pleitos, de los que se tiene información precisa de 12. Unos datos que dan una muestra clara del lugar que ocupaban estos niños dentro de la sociedad.
Además, es preciso señalar que no todos esos pleitos tuvieron como «protagonista» principal al menor, sino que, en muchas ocasiones, el conocimiento de estas violencias se obtiene de una forma tangencial y, normalmente, con escasez de detalles. Así, en siete de estos casos, la querella buscaba directamente la protección del menor, mientras que otros cinco aparecen vinculados a un proceso de violencia conyugal, mostrando situaciones en las que el pater familias ejercía su violencia contra todo el grupo familiar22.
Los demandantes en estos casos, obviamente, no fueron los propios menores, pues no tenían la capacidad jurídica para ello. Así, la justicia intervino de oficio en cinco casos, en concreto en aquellos en los que se produjo un escándalo que alteró la paz del vecindario o el empleo desmedido de la fuerza por parte del agresor. En otros cinco pleitos fue la madre la que acudió a la justicia en defensa de sus hijos y, en los dos restantes, lo hizo el padre.
Los maltratadores fueron principalmente los padres, aunque también hay casos en los que las violencias las ejerció la madre, un hermano mayor o los progenitores de forma conjunta. Este es el caso de José Fernández y su mujer, Manuela Alba, enjuiciados de oficio por la justicia de Olmedo por los tratos vejatorios que ejercían contra el hijo del primero, Saturnino, de siete años de edad23. Este es, además, uno de los pocos casos en los que se ofrece la edad de la víctima, junto con Eusebio de Santa María, un niño de seis años que era maltratado, junto con su madre, por su padrastro, Basilio de la Puerta, en Santo Domingo de la Calzada, en torno a 182824.
Sin embargo, el aspecto más difícil de localizar en los pleitos ha sido el propio discurso del maltrato hacia el menor, máxime en aquellos casos en los que se invisibiliza o pasa a un segundo plano por quedar envuelta la causa en los malos tratos recibidos por sus madres.
Así, por ejemplo, Agustina Rodríguez, vecina de Valladolid, acudió a los tribunales en 1802 para frenar los abusos de su marido, hacia ella y hacia sus hijos25. Señaló que antes del matrimonio había sido un hombre correcto y atento, pero «no bien me hube constituido en dicho estado quando este empezó ya a descubrir su natural duro y abieso, y a exercitarle contra mí»26. Expresó cómo sufrió prudentemente y cómo quiso aplacarle mediante lisonjas, pero nada de lo que decía o hacía aplacaba el ánimo de su marido, más bien al contrario, iba en aumento «la barbarie y crueldad de dicho Mariano, enfadándose este hasta de no encontrar en mí qué reprender»27. Una violencia que, con el tiempo, fue empleada también en contra de sus hijos, provocando tal escándalo que hubo de intervenir la justicia en varias ocasiones. Señaló, incluso, aunque de forma genérica, cómo hubo de «ver llober sobre mí y mis amados hijos la amargura y la desolación»28.
En el pleito, por lo tanto, lo que solicitaba era el cese del maltrato para ellos y que su marido no le cargase con todo el trabajo –refiriéndose al de fuera del hogar, claro está–, puesto que, muy expresivamente, declaró que «el vicio dominante de dicho Mariano ha sido siempre el horror a todo trabajo, sea el que quiera y la ansia con que ocioso y valdío ha corrido tras las comilonas y borracheras»29. Hasta tal punto era así que tenía miedo por su vida y la de sus hijos:
es de recelar en un hombre de tal índole que haga perecer en alguna fuga de tan continuada borrachera alguno de sus tres tiernos hijos a quienes no dudo poder mantener con mi sudor y christiana educación, remediando el mal exemplo que en ellos haya podido arrasar el diario escándalo de su padre, en quien no ven sino lo dicho, ni oyen sino oscenas y escandalosas represiones30.
Este es, sin duda, uno de los ejemplos más claros en los que la madre, preocupada y asustada, tuvo que salir en defensa de sus hijos, invocando su seguridad física, pero también su sustento y su educación, dado que el ejemplo del padre no era, como queda de manifiesto, muy edificante. Una situación de violencia y desamparo que los vecinos, actuando como testigos, no dudaron en ratificar, señalando, en todas las ocasiones, cómo los hijos del matrimonio eran objeto de la ira de Mariano Rogel. Significativo es el caso de un estudiante de la universidad de Valladolid, Miguel de Aranda, que vivía en la casa de la familia y que veía cómo de forma constante se maltrataba a los niños de obra y de palabra, aunque no llegó a especificar en su declaración exactamente el tipo de violencia o los dicterios empleados por el maltratador31.
Un caso similar, aunque con algunas consecuencias más graves, se observa en el pleito promovido por María del Carmen Pérez, mujer de Manuel de la Vega, vecinos de Tordesillas, en 179632. La mujer señaló en su declaración que «haciéndose ya insufribles al honor y paciencia de esta parte los continuados dicterios, golpes y malos tratamientos con que su marido la ha ofendido» decidió denunciarle por la sevicia con que la trataba a ella y la inhumanidad que demostraba hacia sus hijos33. Sin embargo, en este caso concreto los datos referentes a los dos hijos habidos en el matrimonio quedan en un completo segundo plano con respecto a la situación que vivió la madre. El escándalo producido en el vecindario y la actuación de la justicia solo se entienden en relación con María del Carmen Pérez, aunque, de sus palabras, puede extraerse otro tipo de conclusiones. Las descripciones que llevó a cabo de los maltratos que recibía son pormenorizadas, relatando la sevicia de su marido, la necesidad de alimento por la que pasó la unidad familiar al no recibir lo necesario para su manutención34 y los frecuentes golpes que recibía. Tal es así que, en cuatro de estas ocasiones, cuando la furia del maltratador era incontenible, se le provocó a la mujer «cuatro malos partos»35, hasta el extremo de «haber estado con los Santos Sacramentos en dos veces»36. Obviamente, estos abortos provocados por Manuel de Vega, a la sazón escribano del número de Tordesillas, no pueden computarse como malos tratos a los menores, aunque, sin duda, muestran la existencia de otras formas de atentar en contra de la infancia.
Ahora bien, no todas las mujeres tuvieron la misma capacidad de resistencia. Así, se dieron casos en los que las mujeres aguantaron estoicamente los malos tratos hacia sus personas, pero, en cambio, reaccionaron inmediatamente cuando veían amenazados a miembros de su familia. Es lo que sucedió con Gertrudis Rodríguez quien aguantó años de golpes, injurias e infidelidades, pero decidió no tolerar que su marido, Juan de Terán, continuase con sus intentos de solicitar «tratos torpes» a sus dos hijas37. Las hijas, por su parte, cuando pasaron los años apoyaron incondicionalmente a su madre, pese al dolor que les causaba «ser delatoras de su propio padre»38. Sin embargo, no podían seguir soportando una situación de esas características por más tiempo pues
si en ellas o alguna no ha llegado el caso de experimentar la desfloración o estupro ha sido sin duda porque Dios Nuestro Señor las ha dado fuerzas y talentos para resistirse sin que de parte de dicho su padre y sin reflexión a la ofensa tan grabe de Dios ni a otro respecto humano haia quedado diligencia alguna para conseguir sus torpes intentos39.
Ahora bien, como ya se ha señalado con anterioridad, estas violencias en contra de los menores no siempre fueron cometidas por los progenitores, sino que se han localizado situaciones en los que intervinieron otros miembros del núcleo familiar. Así sucedió en 1802 cuando Josefa Joaquina de Echeverría y Zuzuarregui, vecina de Tolosa, se vio en la obligación de querellarse en contra de su hijo, Antonio de Goibideta, por los malos tratos que este daba a sus hermanos menores, Ascencio y José Rafael, de los que era tutora40. El hermano se había hecho cargo de la educación y de los alimentos de los dos niños41, pero, según la progenitora, no estaba cumpliendo como debía42. Por eso, la madre sufría «al ber a sus dos hijos llorosos, ensangrentados, atropellados por aquel en quien esperaba el consuelo de berlos educados con todo el amor de la fratternidad»43.
Estos discursos de la violencia, tan difíciles de localizar cuando se trata de menores, venían acompañados en ocasiones por la descripción, más o menos exacta y con más o menos detalles, de la agresión. Una agresión que era normalmente física, pero que se puede entender, como ya se ha señalado, también en la falta del sustento o la desatención que sufrieron algunos de estos niños. Hay, no obstante, una escasa descripción si se compara con los detalles que se dan en los casos de violencia dentro del matrimonio44, pero alguno se ha podido localizar, aunque es raro que proceda del propio menor.
Así, por ejemplo, Agustina Rodríguez señalaba que su marido, Mariano Rogel le maltrataba continuamente y hacía «lo propio con sus tiernos y miserables hijos, ya dando a uno una patada, ya a otro un bofetón o tirándole lo primero que le viene a la mano»45. Del comportamiento de Manuel de Vega solo se sabe que encerraba a sus hijos durante días en su habitación, les escatimaba el sustento y ejercía sobre ellos una violencia con la expresión genérica de golpes46. En 1831, el cirujano de Fuentepinilla, en Soria, después de un examen a Polinico Narciso Calvo, determinó que su padre político, Santiago de la Fuente, le había herido con golpes contundentes provocados por el mango de una pala en los dos parietales, además de tener muchas otras contusiones en las espaldas47.
Por su parte, los hermanos Ascencio María y José Rafael sí que pudieron ofrecer una versión propia de la situación que les había tocado vivir junto con su hermano mayor, Antonio de Goibideta. Este es uno de los pleitos que ofrece una mayor cantidad de datos y que permite, no solo reconstruir el discurso de la violencia, sino hacerlo desde la óptica de los menores, en este caso púberes. Así, narraron en sus declaraciones que una mañana de agosto de 1801, ante unas supuestas desobediencias, su hermano mayor cogió un palo y dio con él en la cabeza a José Rafael y a continuación
cogió el cavo o mango de un cuchillo y con él dio un golpe en el pecho al testigo48 y dejando dicho cabo del cuchillo cogió un tintero y hasiéndosele […] con la tapa del mismo tintero dio al testigo diferentes golpes en la cabeza y espalda, de manera que le causaron varias contusiones, las que le está curando el cirujano asalariado de esta villa. Que a resultas de dichos golpes le salió sangre al testigo por la caveza, nariz y labio, y estando labando o quitando la sangre le dio dos o tres patadas49.
Aunque, sin duda, el caso más extremo de los que se han localizado es el de Saturnino, un niño de siete años al que maltrataban su padre, José Fernández, y su madrastra, Manuela Alba50. La propia justicia de Olmedo determinó que ambos le trataban con crueldad, hasta el punto de quererle matar, por lo que el niño había huido varias veces de casa, «quedándose sin otro amparo que el de los pastores»51. La situación debió tornarse tan violenta que la justicia de la villa reconoció en un auto «que havían sido y eran continuas las quejas y clamores que se daban […] tanto por parientes como por otras [personas] de carácter en caridad y con el fin de evitar algún fracaso»52. Sin embargo, ninguna queja ni aviso por parte del vecindario o las autoridades frenaron la violencia que se desataba en contra de Saturnino. Así, el castigo por una de esas huidas fue una acción más severa que las implementadas con anterioridad, puesto que el padre y la madrastra llegaron al término de llevarle al monte a la fuerza donde le ataron a un árbol y le abandonaron53. Solo la intervención de los pastores del entorno pudo salvar a la criatura, a la que llevaron de vuelta a Olmedo.
Unas violencias, por lo tanto, que, aunque no han dejado el rastro documental de otras realidades delictivas, sí que tienen su presencia en los tribunales de justicia castellanos. Unos tribunales, en este caso concreto el de la Real Chancillería de Valladolid, que dictaron sentencias como en muchos otros aspectos que afectaron a las realidades internas de las familias, es decir, procurando la recomposición de los lazos familiares e intentando restaurar la paz en el hogar54. Así pues, las penas fueron leves o inexistentes en la mayoría de los casos.
Por ejemplo, en el pleito promovido debido a las violencias cometidas por Mariano Rogel la justicia se mostró conciliadora, más preocupada por recomponer los lazos internos de la familia –que no dejaba de ser la base de la sociedad y del Estado–, que por brindar una protección especial a aquellos más vulnerables a las acciones y deseos de un pater familias que se tomaba muy en serio su papel de autoridad. De este modo, se puso en libertad al maltratador y se le apercibió, eso sí, para que en lo sucesivo tratase a su mujer e hijos con el amor y cariño que correspondía, instándole a que en lo sucesivo se dedicase a un oficio honesto con el que poder hacer frente a la manutención de su unidad familiar55.
En la sentencia contraria a Ramón Antonio de Goibideta por los malos tratos dados a sus hermanos, los alcaldes del crimen previnieron al acusado para que en lo sucesivo se abstuviese de volver a esas prácticas, aunque, en este caso sí, se señaló dónde se encontraba la diferencia entre la corrección a la que tenía derecho y el maltrato, argumentando que
quando para su educación y crianza fuese indispensable alguna corrección y castigo, lo egecute con la moderación que corresponde, sovre lo qual, la vnión, paz y sosiego de esta familia se encarga a xustticia cele y vele y contribuia por su parte a el mismo fin56.
Es decir, que cumpliese con su rol de cabeza de familia, con moderación, justicia y con un espíritu conciliador que pusiera fin a cualquier disputa existente.
Dentro de los pleitos analizados hay uno que muestra perfectamente cuál era el lugar que se daba a estos niños en la sociedad. En 1829, se inició un pleito de oficio por parte de la justicia de Íscar en contra de Antolín Rojas por los golpes efectuados en contra de su hija, Dionisia57. Sin embargo, cuando se le fue a tomar declaración comenzó a proferir una serie de palabras obscenas y blasfemias, con expresiones «escandalosas como son que se cagaba en Dios y sus Santos»58. Desde ese mismo instante, el pleito se centró en exclusiva en esa cuestión, se decretó prisión y embargo de bienes y fue juzgado por ello, quedando los malos tratos hacia su hija en un segundo plano. Tal es así que la sentencia de revista del alto tribunal de la Chancillería, en 1830, basó su argumentación en prevenirle contra esas acciones y en decretarle continencia verbal. Y solo al final aparece una coletilla en la que se le recomendaba que cuidase «como corresponde a la educación de su hija»59. No tanto a ella en una cuestión física o de respeto, sino más bien al ejemplo que debería darle para su educación.
Incluso en el caso de Saturnino la justicia se mostró conciliadora pues se indicó a los padres que no volviesen a excederse en semejantes y rigurosos tratamientos y, por lo tanto, a «no traspasar los límites de la patria potestad»60. También se estableció que debía restituirse a Saturnino al hogar familiar, pero con la obligación de que se le permitiese seguir formándose en el oficio que había aprendido durante la separación de sus progenitores, ya que «en medio de su corta edad se halla sugeto y acomodado al ejercicio de pastoría de ganado lanar»61.
Por último, habría que señalar que es muy extraño encontrar un caso, tanto en situaciones de maltrato hacia las mujeres como a los hijos, en el que las penas impuestas a los maltratadores fuesen pecuniarias. Esto se dio, en cambio, en la causa formada por la justicia de Ocón, en La Rioja, en contra de María López por los malos tratos a los que sometía a su hijo, Luis Cabezón, en torno a 183362. La sentencia, tanto en primera instancia como en la de revista de la Real Chancillería, condenó a la madre a pagar al hijo 153 reales, para lo que tuvo que vender sus bienes por no contar con esa cantidad en su haber63. Sin embargo, nada se dice sobre quien debería hacerse cargo del niño o si se le separaba definitivamente de su madre.