El presente trabajo forma parte del proyecto de investigación PID2020-117235GB-I00, Convocatoria 2020 Proyectos de I+D+I- PGC Tipo B, «Mujeres, familia y sociedad. La construcción de la historia social desde la cultura jurídica, ss. XVI-XX».
Introducción
Este trabajo pretende una aproximación a la realidad de aquellas niñas desarraigadas de su núcleo familiar y confiadas a las religiosas de las comunidades conventuales castellanas de la época moderna. El propio testimonio escrito de Santa Teresa nos servirá como modelo de este tipo de realidades. Además, la dispensa entregada por el nuncio papal a las religiosas del desaparecido convento de dominicas de Santa María la Real en San Cebrián de Mazote (Valladolid)1 nos permitirá conocer las condiciones de acceso de las educandas en el interior de los cenobios.
Infancia y educación en la Edad Moderna
A comienzos del siglo 202, Philippe Ariès desterró la creencia de algunos historiadores de que la infancia era un elemento permanente de la naturaleza humana, o que se remontaba al siglo 18. Gracias a sus investigaciones, hoy sabemos que la infancia ha tenido una evolución larga y gradual, que sus inicios se sitúan en la segunda mitad de la Edad Media3 y que se impuso en el siglo 14 con un movimiento en constante progresión4. Por tanto, la infancia como hoy la concebimos no siempre fue percibida igual, surgió en el contexto de los Estados administrativos, estaba vinculada a los procesos de derrumbamiento del régimen feudal y el paso a una nueva forma de organización social, que comenzó a estabilizarse en el siglo 175.
En todo este proceso, la familia ocupó un lugar destacado, puesto que, como señaló Leone Batista Alberti en Della Famiglia (1440), «el orden social ideal parte del orden familiar sustentado en el respeto, la obediencia y la jerarquía»6. Una tesis defendida por diferentes autores laicos y religiosos, que contribuyeron a sustituir la concepción teocrática medieval por la conformación de una conciencia colectiva humanista7.
Al tiempo que cambió la percepción de la infancia, aumentó el interés por instruir a los niños, por formarlos de cara al futuro. En el Antiguo Régimen, la demanda de educación8 para los hijos varones se sustentaba en diversos factores: en la expansión económica, los avances científicos y tecnológicos, el aumento de la población y la creación del Estado Moderno con su aparato administrativo, etc.9. Para los autores moralistas de época moderna10, la educación del niño se debía llevar a cabo en función de una serie de pautas que marcarían el proceso formativo: una meta en la educación del niño (la formación del ciudadano ideal); un fundamento (la moral católica); una mentalidad (racionalización de las relaciones familiares que determinará la conceptualización del niño); un lugar (el ámbito familiar); un responsable (el padre)11. En efecto, mientras las madres se ocupaban de su cuidado (crianza), los padres eran los encargados de la instrucción de la prole.
A pesar de que en la época moderna se había generalizado la creencia de la inferioridad natural de las mujeres y de su falta de cualidades intelectuales, el tema de la educación femenina fue objeto de análisis de los más destacados humanistas. Así sucedió con Luis Vives en su obra De la Instrucción de la mujer cristiana (1523)12.
El texto contenía postulados avanzados para la época y abrió un debate que se prolongó en el tiempo. Por un lado, los que se mostraban en contra de la educación femenina (defendían que la naturaleza no había dotado al sexo femenino para ello y su defensa supondría ir contra las diferencias existentes). En el otro frente, el propio Vives, que consideraba necesaria la educación porque era falsa la creencia de que la mujer virtuosa debía ser ignorante13:
No hay mujer buena si le falta crianza y doctrina, ni hallaréis mujer mala sino la necia y la que no sabe y no considera cuán gran bien es la castidad y no piensa en la maldad que hace si la pierde. Las letras ayudan a las doncellas a fortalecer el alma, a no rendirla al demonio ni temer los combates del enemigo tentador14.
Aquella instrucción femenina tenía por objeto el cumplimiento de una serie de funciones asignadas a las mujeres: administración de la casa o consecución de una vida contemplativa plena en el convento con el cumplimiento de virtudes y devociones15. Es decir, se las preparaba para tomar estado, como casada o como religiosa16. Se seguía así la lógica de una sociedad patriarcal como la castellana de época moderna, ya que la educación de las niñas no fue asumida como responsabilidad de gobierno hasta la llegada al poder de los ministros ilustrados17. Para que las mujeres se formaran en la virtud, proliferaron los tratados escritos por moralistas y religiosos que defendían el aprendizaje de la lectura como vía de acceso a enseñanzas devotas18, a la vez que las apartaba de la ociosidad19.
Fue el caso del franciscano fray Juan de la Cerda, quien, en su Vida política de todos los estados de mujeres, abordó, entre otros aspectos, la educación femenina en todas sus etapas cronológicas. En lo que respecta al periodo de la niñez, el que nos interesa, destacó su importancia para inculcar enseñanzas, un periodo que, según él, comprendía los diez primeros años de vida ya que «desde allí es llamada doncella»20:
Es la niñez una edad acomodada para aprender cualquier ejercicio que le enseñe […]. Y cuando ya va creciendo es necesario no dejarle salir con cosa que quiera sino ir a la mano a sus malas inclinaciones con el cuidado de un buen labrador que va podando y quitando las púas y varetas del árbol que son superfluas21.
Respecto al lugar donde instruir a las niñas, el hogar era en la Edad Moderna el más común. Mientras que para la nobleza educar en el hogar era signo de distinción social, puesto que contaban con preceptores privados para instruir a sus descendientes varones, para el pueblo llano la educación doméstica era una necesidad ya que su condición económica no les permitía contratar tutores ni les dejaba margen de acción22.
Hubo familias pertenecientes a la nobleza, que optaron por instruir a sus hijas dentro del entorno doméstico, en la protección de los espacios privados y al abrigo del hogar. En el interior de la casa era fundamental la línea femenina de instrucción: junto a la madre, otras mujeres participaban activamente en el desarrollo educativo y el aprendizaje. De este modo, las niñas nobles eran espectadoras de lecturas compartidas, momentos de costura, prácticas religiosas y habilidades musicales23.
Si bien las hijas de los nobles no tenían permitido acceder a una formación superior, en ocasiones ampliaron sus conocimientos gracias a los maestros que instruían a sus hermanos dentro del hogar. Y es que, a pesar de que existieron profesores dedicados en exclusiva a la formación de las niñas de la nobleza, su educación era acorde con su sexo y nada tenía que ver con la de los varones. Además, este tipo de instrucción requería una atenta vigilancia, pues las jóvenes nunca debían estar a solas con el tutor24.
Siendo la sociedad castellana de Antiguo Régimen profundamente religiosa, hay que destacar que, por encima de cualquier diferenciación, ricos, pobres, nobles, comunes, el verdadero elemento vertebrador era el concepto de honor25, que engloba la honra vinculada a la religión26.
Precisamente por ello, la condesa de Aranda abogaba por una mayor formación femenina, para poder así disponer de maestras que educaran a las niñas:
La dificultad que solo se me representa para esto (porque en ello leemos y se han visto sucesos muy desgraciados) es haber de ser hombres los maestros, y pocas veces hallarse capaces de esto padres o hermanos de quien se podía fiar; que hallando ese paso, poco reparo en lo que dicen algunos de que usaran mal de todo, pues las que quedan nombradas y casi todas las mujeres insignes de letras, son igualmente alabadas de honestas: porque en las cuerdas no hay este peligro27.
Pese a que, como hemos señalado, la instrucción en época moderna fue una prerrogativa de los estamentos privilegiados, hubo instituciones dedicadas a la formación de niñas pobres, en ocasiones huérfanas28: este fue el caso de los colegios de doncellas. Se trataba de instituciones benéficas29 destinadas a la asistencia, cuidado y educación de las menos favorecidas. La plétora de este tipo de instituciones que conocemos en Castilla en este periodo es crecidísima, con diferencias en el origen fundacional, en su composición y funciones, y en su fin concreto, si bien todas ellas tuvieron el objetivo común de proteger e instruir a las mujeres, fuera en materia de religión y virtud, de útiles prácticos para su posterior vida de casada o religiosa, quedando fuera la idea de instruir para formar intelectualmente.
Conocida es la que, en el año 1505, fundó en Salamanca don Francisco Rodríguez Varillas, obispo de Ávila, El Colegio de Doncellas o de las Once Mil Vírgenes. Tenía como propósito proporcionar educación doméstica y religiosa a doncellas huérfanas pobres, ya fuera para tomar estado como religiosas o como casadas30.
Otro religioso que patrocinó una institución de estas características fue el cardenal Silíceo, que fundó en 1551 el Colegio de Doncellas Nobles de Toledo. El objetivo final era preparar a futuras madres de familia cristianas garantes y transmisoras de esta educación en sus futuros hijos. En este sentido, y como ha indicado Santos Vaquero «dos grandes preocupaciones constituían la base fundamental del cardenal Silíceo: la limpieza de sangre y la educación de la familia cristiana»31.
También, en la ciudad de Valladolid, Miguel Daza, Procurador del Concejo de la ciudad, fundó en la segunda mitad del siglo 16 el Colegio de Doncellas pobres. La institución se puso bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción; sin embargo, no se trataba de la fundación de un convento, sino de una casa para «recoger a doncellas honradas pobres»32.
El tiempo de instrucción de las jóvenes quedaba repartido entre la oración, la lectura de libros religiosos y las clases de costura y bordado. También podían recibir visitas femeninas en una habitación destinada a ello. La permanencia de las colegialas era de nueve años; si mientras alguna optaba por casarse estaba obligada a dejar la institución. Si pasado aquel periodo alguna deseaba permanecer en el Colegio, tras ser aprobado por el patrón, era admitida como colegiala profesa para lo cual hacia votos de clausura, castidad y obediencia tanto al patrón como a la rectora y al abad de Valladolid33.
Modelos de una realidad benéfica que tenía a las mujeres como centro de su acción, buscando que estuvieran preparadas, y no «mal entretenidas», hasta que tomaran estado.
Niñas en manos de Dios: educandas en conventos de monjas y desarraigo familiar
Junto al hogar, hubo otro lugar destinado a la formación de las niñas, el convento. Así, bajo el nombre de educandas, pasaban a estar bajo la tutela de una «magistra», que las instruía en las obligaciones litúrgicas, les enseñaba a leer y escribir y, en mayor o menor medida, les proporcionaba conocimientos en latín34.
Y es que, en caso de salir de casa, el mejor modo de impartir educación a las niñas era el del internado35. Este sistema presentaba grandes ventajas ya que, junto a la instrucción, se fomentaban las virtudes cristianas, se practicaban la obediencia, la disciplina y el control36. Como no podía ser de otro modo, una parte esencial de la instrucción de estas pequeñas fue la formación en doctrina católica:
A las muy niñas se les ha de enseñar a persignarse, y el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo, la Salve y quien es Dios, sin pasar a otra cosa hasta que sepan bien estas. Cuando se encuentran algunas niñas rudas o atrasadas en estos primeros rudimentos de doctrina, se les señalará otra niña que los sepa bien para que se los haga repetir […]37.
Las educandas accedían al interior de los conventos a partir de los seis o siete años, generalmente, a los 12 –si así se había acordado con los padres– podían tomar el hábito de novicia y a los 16 hacer profesión religiosa, si esa era su voluntad o la de sus progenitores. Su entrada en el convento debía ser aceptada por la Iglesia a través de bula o breve apostólico de su Santidad o del Nuncio38.
A diferencia de lo ocurrido en los colegios de doncellas cuya labor era benéfica, el ingreso de niñas en calidad de educandas se producía a cambio de una cuantía por su manutención, alojamiento y vestido. Estaban obligadas a guardar las leyes del locutorio y la clausura, tenían prohibido salir del convento, ya que de lo contrario no se les permitiría volver a entrar, tampoco debían frecuentar tornos ni locutorios (con lo que el aislamiento era total) y debían vestir ropas acordes a su virginal estado39.
El claustro monástico proporcionaba una esmerada formación a las niñas de «calidad», y al igual que para las niñas educadas en sus hogares, el objetivo final era la preparación de cara a la vida adulta donde, ya fuera como casadas, o como monjas, debían tomar estado40, como ya hemos indicado. Sin embargo, hay que destacar la enorme diferencia que hubo entre las hijas de aquellos progenitores que optaron por proporcionarles instrucción en el hogar, rodeadas de su núcleo familiar, y las hijas de los que decidieron depositarlas en un convento, con el consiguiente desarraigo familiar que eso les supuso.
La familia ha desarrollado y desarrolla diferentes funciones educativas tales como satisfacer las necesidades básicas (alimento, hábitat, salud, protección, afecto y seguridad); transmisión a las nuevas generaciones de una lengua y una forma de comunicarse; conocimientos; costumbres; valores; sentimientos; comportamiento. Y junto a lo anterior, educa para la vida, es decir, forma a sus miembros para que sean capaces de desarrollarse como personas y miembros de una sociedad41.
Además, estudios recientes sobre la familia señalan como esta es el primer agente socializador en el que se desenvuelven el niño. Así las cosas, las relaciones familiares cumplen un papel primordial en la infancia42. De hecho, hoy en día, la familia comienza a considerarse un derecho de los niños, puesto que el hecho de vincularse a sus adultos, que cumplen la función de figura de apego, es una necesidad primaria y básica en su desarrollo43.
Por el contrario, cuando el niño es separado de su entorno familiar hablamos de desarraigo. En efecto, el diccionario de la Real Academia Española define desarraigar como «separar a alguien del lugar o medio donde se ha criado, o cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos»44. Así, en el caso de las niñas depositadas en los conventos femeninos para recibir educación, confluían ambos aspectos: separación del hogar donde se criaron y amputación de los vínculos afectivos que tenían con sus progenitores, ya que debían respetar la clausura, obligatoria para todas las monjas desde Trento45, durante toda su estancia en el cenobio.
De este modo, separadas de su círculo familiar (a pesar de contar en ocasiones con alguna pariente en el interior del convento, nunca fue lo mismo) y enclaustradas, las educandas se vieron privadas del amor paterno filial y de todos los beneficios que, como hemos visto, aporta la familia en desarrollo del menor.
Percibir los sentimientos de desarraigo de aquellas niñas es una labor muy compleja; sin embargo, gracias al testimonio escrito de santa Teresa de Jesús hemos podido aproximarnos a su experiencia como educanda, y percibir cuáles fueron sus sentimientos acerca de la familia y el desarraigo.
El padre de Teresa, don Alonso de Cepeda, se casó en dos ocasiones, la primera con Catalina del Peso, procedente de Tordesillas con quien tuvo dos hijos, Juan y María. En 1507, falleció doña Catalina y dos años más tarde, en 1509, don Alonso se casó con doña Beatriz de Ahumada con quien tuvo nueve hijos, Teresa fue la tercera, así lo relató su padre46.
En miércoles veinte y ocho días del mes de marzo de mil quinientos y quince años nació Teresa, mi hija, a las cinco horas de la mañana, media hora más o menos, que fue el dicho miércoles casi amaneciendo47.
La propia Santa Teresa describió en El libro de la Vida el ambiente familiar profundamente religioso en el que se crió y el papel que cada progenitor desempeñaba en la formación de sus hijos:
Era mi padre aficionado a leer buenos libros, y así los tenía de romance para que leyesen sus hijos. Estos con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de Nuestra Señora y de algunos santos […] Ayudábame no ver en mis padres favor sino para la virtud48.
Beatriz de Ahumada ejerció de maestra con su hija: con ella leía, jugaba, aprendía y rezaba, con ella compartía confidencias. Su muerte supuso el sufrimiento del primer desarraigo para la niña49:
Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lagrimas [...]50.
Tras la pérdida materna, se encargó de su cuidado su hermana mayor María. Sin embargo, cuando esta contrajo matrimonio, don Alonso, advirtió el riesgo moral de Teresa (ella misma señalaría en sus escritos la impropia lectura de libros de caballería y el trato poco recomendable para una doncella con algunos primos como el origen de aquella decisión)51. Efectivamente, Teresa escribió el peligro que supondría para su familia la pérdida de su honra52:
nunca era inclinada a mucho mal, porque cosas deshonestas naturalmente las aborrecía, sino a pasatiempos de buena conversación: más puesta en la ocasión estaba en la mano el peligro y ponía en él a mi padre y hermanos de los cuales me libró Dios53.
De este modo, don Alonso decidió internar a Teresa en el monasterio de monjas agustinas de Nuestra Señora de Gracia de Ávila54, que tenía una sección dedicada a la formación religiosa y humana de las jóvenes de la sociedad abulense, hijas de nobles e hidalgos, donde recibían una esmerada educación55.
Suponemos que para el progenitor no fue fácil esta decisión, pues el internar a su hija en una institución religiosa femenina implicaba no tener contacto alguno con ella. En cambio, debió poner en valor los beneficios de la educación que le proporcionarían las religiosas, así como otros aspectos de la vida en comunidad y clausura; al fin y al cabo, esta última era la forma más segura de garantizar la honestidad de la joven.
Teresa contaba 16 años de edad cuando accedió al convento de monjas agustinas en calidad de educanda y no tardó en acomodarse a su nueva vida:
Los primeros ocho días sentí mucho y más la sospecha que tuve se había entendido la vanidad mía, que no de estar allí porque ya yo andaba cansada, y no dejaba de tener gran temor de Dios cuando le ofendía y procuraba confesarme con brevedad, traía un desasosiego, que en ocho días y aún creo que en menos, estaba más contenta que en casa de mi padre. Todas lo estaban conmigo porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento a donde quiera que estuviese, y así era muy querida56.
En efecto, en sus textos, la santa de Ávila hizo referencia al amor de sus compañeras en el convento, el amor que se convertirá en una máxima en su vida como religiosa, como ha estudiado Beatriz Bullón:
El problema de Teresa son los afectos, como ella misma hablando de su noviciado, quiere ser estimada […]. No dejemos de pensar lo ligado que anda ese querer agradar a toda costa con el amor propio […]57.
Advertimos, por tanto, la necesidad de afecto de una joven que tras perder a su madre es separada del hogar, una necesidad que se mantendrá en su vida como adulta. Un sentimiento resultado del desarraigo familiar que sufrió.
Poco más de un año permaneció Teresa en la institución religiosa ya que enfermó y regresó al hogar paterno, sin embargo, siempre guardó un grato recuerdo de las religiosas agustinas, se sintió querida por ellas58 y comenzó a considerar el estado religioso como una posibilidad en su vida, pensamiento que finalmente se convirtió en deseo:
Dormía una monja con las que estábamos seglares, que por medio suyo parece quiso el Señor comenzar a darme luz, como ahora diré. Pues comenzando a gustar de la buena y santa conversación de esta monja, holgábame en oírla cuán bien hablaba de Dios porque era muy discreta y santa [...]. Estuve año y medio en este monasterio harto mejorada [...]. Al cabo de este tiempo que estuve, ya tenía más amistad de ser monja, aunque no en aquella casa por las cosas más virtuosas, que después entendí tenían59.
Aquella religiosa a la que se refería Santa Teresa era la madre María Briceño y Contreras, responsable de las niñas que llegaban al convento de agustinas en calidad de educandas. Tenía experiencia en formar a las jóvenes, con solo 32 años fue nombrada maestra de novicias, fue priora en el cenobio de Ntra. Sra. de Gracia de Ávila, pero, sobre todo destacó su labor como educadora60. La función de aquella mujer y el ambiente en el que vivió Teresa durante el año que permaneció en el convento castellano sin duda influyeron en su elección de tomar estado como religiosa.
Así, siguiendo los pasos de don Alonso Cepeda, hubo progenitores que eligieron el interior de un convento como lugar donde instruir a sus hijas, ya fuera para prepararlas para un futuro matrimonio, o bien para que hicieran profesión religiosa61.
Es cierto que la presencia de las pequeñas suponía alteraciones en la vida en clausura; sin embargo, las niñas constituían un semillero de posibles vocaciones, como hemos visto en el caso de Santa Teresa. Además, representaron una fuente nada despreciable de ingresos en concepto de alimentos, estancia y vestuario. Por todo ello bien valía tolerar algunas molestias62.
De este modo, hubo niñas educandas en conventos castellanos de diferentes órdenes religiosas. En las concepcionistas de León, Manuela Rodríguez o Isabel Antonia Díaz de Hita accedieron como educandas y con el tiempo profesaron como religiosas llegando a ser ambas abadesas en la segunda mitad del siglo 18. También recibieron educandas en el convento de Sancti Spíritus de esta ciudad sobre todo a finales del siglo 18 y comienzos de 1963.
Otro ejemplo es la ciudad de Murcia. María José Vilar ha estudiado cómo, a pesar de que en el convento de Santa Clara la Real hubo educandas, su número no fue muy elevado y salvo excepciones, permanecieron poco tiempo en el convento. Esta autora confirma también la presencia de estas niñas en los conventos de dominicas, capuchinas y carmelitas descalzas de la ciudad64.
Además, sabemos que la realidad de aquellas doncellas quedó recogida, por ejemplo, en la Regla Segunda de Santa Clara, quereguló aspectos de su vida en comunidad tales como sus dependencias o vestido, y además, concretó que su educación debía ser responsabilidad de una maestra de educandas65.
El convento Santa María la Real de San Cebrián de Mazote y el ingreso de María Cuadrado
Como escribió el padre Hoyos, en el año 1305 Teresa Alfonso66 donó San Cebrián de Mazote (Valladolid) a las monjas dominicas del convento de las Dueñas de Zamora67 con el objetivo de que instauraran allí otro cenobio. Siguiendo estas instrucciones, las religiosas pusieron en marcha la fundación del convento de Santa María la Real. La institución religiosa se mantendría en funcionamiento hasta el siglo 1968.
Durante la Edad Moderna, y como era frecuente en otros conventos femeninos, Santa María la Real estuvo habitado no solo por mujeres en religión. Es muy posible que hubiera mujeres dedicadas al servicio doméstico, las conocidas como hermanas serviciales o legas69. De lo que sí tenemos constancia documental es de la presencia de «señoras de piso», mujeres que vivían en el interior de los conventos manteniendo su condición de seglares a cambio de una cuantía por su estancia y manutención70. Sin duda, de las mujeres que en esta categoría residieron en el convento, el personaje más destacado de toda su historia fue Bárbara Blomberg, amante del Emperador y madre de don Juan de Austria71.
Además, en el convento de Santa María la Real debieron habitar niñas en calidad de educandas. Así parece indicarlo lo acontecido en la segunda mitad del siglo 16 con María Cuadrado. Cuando la niña aún no había cumplido los doce años, Alfonso Cuadrado, su padre, solicitó su entrada en el cenobio.
Ya hemos indicado que la entrada de niñas en los conventos para ser instruidas requería de la autorización del delegado papal. De este modo, la priora de las dominicas de San Cebrián de Mazote, solicitó el permiso correspondiente.
En 1623, don Francisco Cenninus, nuncio pontificio de España, patriarca de Jerusalén, otorgó dispensa al convento de Santa María la Real de San Cebrián de Mazote «para que una niña antes de cumplir doce años pudiese vivir en este convento hasta los veinticinco»72.
Sin embargo, para hacer efectiva dicha dispensa, el legado papal impuso una serie de condiciones. En primer lugar, la entrada de la niña quedaba sujeta a «que esté en costumbre recibir a otras»73, es decir, que la recepción de menores en el cenobio no fuese algo extraordinario.
Por otro lado, Cenninus exhortaba a las monjas de Santa María la Real a vestir a la niña con su hábito74. Un vestido que suponemos estaba destinado a distinguir a la niña como parte de la comunidad de religiosas, ya que el hábito para profesar como religiosa les era entregado a las postulantes tras confirmar su voluntad de tomar estado, y para ello debían ser mayores de 16 años75.
Junto a lo anterior, el nuncio ponía como condición que los padres de la niña «sean distinguidos y de buenas costumbres». Cerraba así la puerta a niñas huérfanas, o pertenecientes a los estamentos inferiores, pues, como hemos analizado, hubo otras instituciones dedicadas a este fin, y marcaba el carácter elitista de las educandas.
Además, como hemos señalado, la entrada de niñas en conventos durante la modernidad suponía la entrega de una cuantía económica76 por parte de los progenitores en concepto de manutención, estancia, etc., como por otra parte también se hacía con las novicias que pagaban anualmente por estos conceptos. Así sucedió para el caso de María Cuadrado, en la dispensa se concretó la necesidad de que «se adelanten los gastos y alimentos»77, por lo que limitaba el acceso a hijas de familias con recursos.
Por último, Cenninus puso como condición, que el acceso de la menor a Santa María la Real se hiciera «con consentimiento de la priora y la mayor parte de la comunidad»78. Es decir, que todas las religiosas estuvieran de acuerdo en recibir a la menor asumiendo así las posibles alteraciones en su vida dedicada a la contemplación.
Desafortunadamente desconocemos si la niña accedió al convento como educanda, si salió de él a los 25 años como indica el documento, tal vez para contraer un matrimonio pactado por sus padres, o por el contrario hizo profesión religiosa en el cenobio de Santa María la Real de San Cebrián de Mazote. De hecho, la documentación de este convento es muy escasa y fragmentaria y entre ella no se conserva el libro de profesiones.
Si finalmente accedió al cenobio, podemos imaginar la situación de desarraigo que sufrió María Cuadrado cuando, en plena infancia, fue separada de su familia y depositada entre los muros del convento.
De haber sido así, también los progenitores debieron acusar la separación de su hija, aunque tal vez en menor medida que si hubiese sido un hijo varón. Pues como ha estudiado Teófanes Egido, el nacimiento de una niña era menos celebrado que el de un niño, ellas no eran tan necesarias en el sistema de reproducción y conservación del patrimonio, mucho menos si tenían alguna hermana mayor79.
A modo de reflexión final
A través de este análisis nos hemos aproximado a la realidad de la infancia en la Edad Moderna, al reconocimiento que fue adquiriendo el papel desempeñado por la familia en la formación de los niños, así como al creciente interés que en los sectores privilegiados despertó la educación de los más pequeños.
Sin embargo, como en otros ámbitos de la vida, aquella instrucción estaba condicionada por el sexo y la formación de las niñas se orientó a prepararlas para tomar estado.
Al igual que Santa Teresa, hubo niñas en la Castilla moderna que ingresaron en conventos en calidad de educandas: allí recibieron el privilegio de una educación esmerada marcada por la religión. Pero, el obligatorio desarraigo familiar que les exigía vivir en clausura, les privó, además del cariño de sus padres, de aspectos fundamentales para su desarrollo como personas adultas.
El ejemplo de la niña María Cuadrado en el convento de Santa María la Real de San Cebrián de Mazote (Valladolid), nos ha demostrado cómo el acceso de las jóvenes a los cenobios en calidad de educandas formó parte de un acuerdo entre los progenitores y la propia Iglesia. Un acuerdo en el que ambas partes se vieron beneficiadas.
Además, el presente estudio nos ha permitido advertir que las educandas en los conventos fueron niñas al servicio de las estrategias familiares. Unas estrategias en las que el eje central siempre fue el honor familiar, un honor que en no pocas ocasiones se impuso a los afectos:
Lo que recomiendo es que destetándola la envíes luego a un monasterio. Sálganle los dientes en la religión y críese en un convento […] de esta suerte te libraras del cuidado de guardarla, porque sin duda, te está mejor sufrir su ausencia que cuidar su educación80.