Maternidad en contexto de violencia generalizada
La trayectoria de Casas vacías1 es inusual: ópera prima publicada en un primer momento en un blog, fue un éxito popular que llevó a su publicación en enero de 2020 por Sexto Piso, renombrada editorial mexicana, país del que también es originaria la autora, Brenda Navarro. La recepción crítica y pública será particularmente positiva y la novela traducida a varios idiomas. Este éxito sin lugar a duda se relaciona con la visión de la maternidad que propone y la singularidad de su discurso pero tampoco es de extrañar el interés que despertó Casas vacías si consideramos la escasez de obras que tratan el tema de la maternidad. Así lo había notado Laura Freixas en 2012 al publicar el artículo «Maternidad y cultura»2. L. Freixas, autora y crítica literaria española, analiza desde los años 90 la situación de las mujeres en la literatura española y latinoamericana, enfocándose tanto en el lugar ocupado por las mujeres en la esfera literaria como en las representaciones literarias. En este artículo compartía las dificultades que tuvo al estar embarazada para encontrar libros sobre el tema que no fueran de ciencias sociales ni de desarrollo personal. A partir de esta constatación investigó y advirtió que los pocos escritores masculinos que se habían arriesgado con el tema habían construido en su mayoría personajes de madres angelicales o diabólicas. Al revés subrayaba la aportación de escritoras de los siglos 20 y 213 –cita a las precursoras francesas Colette y Simone de Beauvoir, nombra a Annie Ernaux y menciona obras de la italiana Carla Cerati y de las españolas Carme Riera, Lucía Etxebarría, Soledad Puértolas y Elvira Lindo publicadas en los años 90 y 2000– quienes introdujeron personajes femeninos más variados y no definidos exclusivamente por sus relaciones con los hombres y, entre estos, destacaba «otro tipo de madre literaria más creíble, más de carne y hueso»4.
En esta genealogía de la escritura de experiencias vitales femeninas se inscribe B. Navarro con Casas vacías cuyo argumento podemos resumir en pocas palabras: cuentan su historia personal dos mujeres anónimas que viven en la Ciudad de México, el hijo de la primera desaparece mientras está jugando en un parque, lo raptó la segunda, la cual siempre ha soñado con ser madre sin conseguirlo. Ambos personajes llegarán a personificar toda la frustración e incluso toda la violencia que puede encubrir la maternidad.
La hipótesis que guía este trabajo es que el texto de B. Navarro se inscribe en la genealogía propuesta por L. Freixas pero corresponde más bien a la etapa posterior a la que describe ella: a pesar de una palabra enmarcada en dos monólogos que abren la puerta al intimismo y a la introspección de sus protagonistas, la inscripción de la historia en la Ciudad de México no es en absoluto anecdótica, muy al contrario. En una entrevista al periódico El País B. Navarro comentaba que el proyecto con esta novela había sido «hablar de ese México vacío de mujeres»5, dando a entender que el propósito no solo consistía en pensar estas identidades femeninas sino más bien pensar el colectivo desde estas identidades. A continuación me interesará resaltar cómo la escritora propone otra mirada a la violencia intrafamiliar en México a partir de una nueva articulación entre diferentes tipos de violencia y asimismo construye puentes entre la experiencia individual y la experiencia colectiva que posibilitan una reflexión política.
La novela se estructura en tres secciones que a su vez se dividen en un segmento de cada monólogo interior de los dos narradores y da la sensación de que conforme va avanzando la narración se amplia la perspectiva. En la primera parte de este análisis, me centraré en el primer marco en el que se inscribe el discurso de cada narradora y protagonista: el de la expresión de una intimidad.
B. Navarro relató en entrevista6 que al terminar de leer la novela su padre reaccionó preguntándole: «¿Por qué estas madres tan malas?». Tomaré esta pregunta como punto de partida para reflexionar acerca de la construcción de sus dos protagonistas mediante la alternancia de sus monólogos. La forma del monólogo interior precisamente permite alcanzar el grado más alto de intimidad entre la lectora o el lector y las narradoras pero produce un discurso que es lo más contrario a una confesión, un discurso que tampoco es desahogo, sino precisamente la expresión literaria de lo callado, de la palabra contenida porque indecible e incluso ilícita, lo que en este caso le permite a B. Navarro arrojar una luz particularmente cruda sobre la maternidad. Para percatarse de ello y así escuchar la violencia que expresa la primera voz, conviene leer el íncipit de la novela:
Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo. La última vez que lo vi estaba entre el subibaja y la resbaladilla del parque al que lo llevaba por las tardes. No recuerdo más. O sí: estaba triste porque Vladimir me avisaba que se iba porque no quería abaratar todo. Abaratar todo, como cuando algo que vale mucho se vende por dos pesos. Ésa era yo cuando perdí a mi hijo, la que de vez en cuando, entre un conjunto de semanas y otro, se despedía de un amante esquivo que le ofrecía gangas sexuales como si fueran regalos porque él necesitaba aligerar su marcha. La compradora estafada. La estafa de madre. La que no vio. [p. 15]
Apertura fulminante: al horror absoluto de la situación se agrega la culpa de la narradora por la conciencia de haber fallido como madre contenida en la reiteración «Era mi hijo», «perdí a mi hijo» y la incomodidad que provoca la revelación del motivo por el que descuidó a su hijo, un motivo cuya frivolidad y trivialidad remarcan la misma narradora comparando el final de su relación adúltera con una estafa. Esta reflexión se cierra con el sentimiento de culpa, mediante el quiasmo conformado por la amante reducida aquí a una «compradora estafada» y «la estafa de madre» que a partir de estas primeras líneas se manifestará constantemente a lo largo de su discurso.
Pero la culpa es anterior y la detalla en las páginas que conforman este primer segmento de su monólogo en las que describe su falta de interés por el cuidado de los niños. Los niños, sí, puesto que además de Daniel, tiene que cuidar de Nagore, hija de su cuñada, asesinada por su marido, Xavi, y de la que dice: «Fran [la pareja de la narradora] nos impuso el cuidado de Nagore. Yo me volví madre de una niña de seis años mientras engendraba a Daniel en mi vientre. Luego no fui madre y ese fue el problema» (p. 21). Aquí la paradoja entre «me volví madre» y «no fui madre» subraya la polisemia de la noción de maternidad, a la vez función biológica y rol social, y anticipa una serie de recuerdos que la describen como una madre negligente.
No obstante, la verdadera alteración ocurre con la desaparición del hijo. Expresa un desprecio e incluso un «odio» –el sustantivo y distintas formas del verbo «odiar» aparecen unas 22 veces en todo el relato– que ya es sensible desde el primer fragmento comentado y que no solo dirige contra ella misma sino también contra los demás y en particular contra la niña, Nagore, a la que rechaza de manera casi sistemática. Recuerda por ejemplo haberle preguntado a la niña que se estaba bañando: «¿Por qué no desapareciste tú?» (p. 18). Y son varias las escenas de maltrato psicológico e incluso físico en una ocasión que, tal como esta, incomodan por su violencia. Sin embargo, la fuerza del monólogo reside en su capacidad para describir el derrumbe de una mujer que, a partir del drama, desiste de su oficio de madre.
Al iniciar el segundo monólogo aparece, como era de suponer, que no es más ameno que el primero:
Mejor no hubiera llegado Leonel a nuestras vidas. Mejor se hubiera puesto a llorar muy fuerte cuando debió hacerlo y no después, ya de camino. Yo era la mujer de la sombrilla roja que se subió al taxi cuando empezó a haber alboroto en el parque. Claro que lo abracé mientras lloraba, pero es que lloraba mucho; semanas después nos dijeron que tenía autismo y que a lo mejor por eso no le gustaba casi nada. Fue en ese momento que me arrepentí de querer ser madre. [p. 39]
Otra vez impacta la narración: no se le da tiempo al lector, a la lectora de reponerse del cambio de perspectiva cuando ya tiene que proyectarse en las consecuencias a todas luces catastróficas que tuvo el rapto y que generan una nueva tensión: ¿qué le habrá pasado al niño? Asombran también la ingenuidad de la mujer a la vez que el desamparo que se lee en su reacción decepcionada ante la condición del niño y entonces se evidencia la construcción especular de los monólogos: a la culpa de la primera mujer responde la inconsciencia de la segunda que incluso culpa al niño por no haber impedido su propio rapto, como «debió hacerlo», en una construcción lógica que roza lo absurdo. Además, esta construcción se ve reforzada por el hecho de que ambas mujeres aparecen separadas de entrada por la posición opuesta que ocupan con respecto al niño y de manera inequívoca por su posición social y económica (la primera es de clase acomodada y con suficiente dinero para que no necesite trabajar mientras que la segunda vende paletas de chocolate que prepara en la cocina de su casa de un barrio popular manteniendo a su pareja, quien intenta en alguna ocasión cruzar ilegalmente la frontera que separa México de los Estados Unidos).
Sin embargo, esta oposición entre ambas tiende a reducirse al ser compensada por la reacción de la segunda mujer frente a una situación que desde los primeros momentos la desborda, lo que desemboca en unas escenas de violencia verbal y física contra el niño que evidencian la impotencia de la mujer frustrada en sus intentos para cuidar de un niño que actúa de una manera que le resulta incomprensible:
Y es que cuidar también harta […]. Nunca descansaba y casi todo me ponía de malas. Que Leonel me aventaba la comida o quitaba la cara cuando le quería dar de comer, […] que Rafael [su pareja] no más tragaba y no ayudaba en la casa y ni le hacía caso a Leonel. Todo harta.
—¡Que tienes que tomar agua, hijo de tu puta madre!
Le gritaba a la menor provocación, le daba madracitos de vez en cuando, nalgadas casi todas las veces que se cagaba en los calzones, y Leonel lloraba y lloraba y entonces yo sentía que las tripas se me hacían mierda y que ojalá dios estuviera viendo cada día de mi vida y se cagara de la pinche risa porque de otra forma yo no entendía nada de lo que estaba pasando. Nada estaba saliendo bien. [p. 58‑59]
Estas escenas de violencia materna traen ecos del primer monólogo por el contexto en el que se dan, momentos de cuidados básicos de los niños: aquí, la comida, más adelante el baño, al igual que la escena aludida más arriba entre la primera narradora y Nagore. De tal manera que ambas figuras maternas nos aparecen en situaciones extremas aunque diferentes pero en definitiva frente a un mismo fracaso, una misma incapacidad para actuar como se esperaría, es decir como una madre que protege y cuida. B. Navarro pone en escena a dos mujeres que no cuidan o dejan de cuidar en algún momento y cabe destacar que esta representación transgresiva desde la perspectiva social lo es todavía más por el dispositivo narrativo elegido: el acto que cometió la segunda mujer es moralmente injustificable. Sin embargo la vamos a escuchar y será la narradora de su propio relato, el sujeto único de su historia, creando un discurso que elimina todo distanciamiento moral.
Por lo demás se entiende a través de sus relatos que estos dos personajes femeninos eligieron la maternidad como una solución para arreglar los problemas que tenían en su pareja: el cuestionamiento de sus sentimientos en el primer caso, la violencia conyugal en el segundo. La obsesión de la segunda mujer por tener una hija termina incluso de convencerla de permanecer con un novio violento y conduce por ende a cuestionar el discurso en torno a la maternidad y las ilusiones que crea. Es particularmente evidente en el caso de la segunda narradora, quien se deja llevar por su anhelo de volverse madre. Este deseo finalmente supera y borra todo lo demás, y en particular cualquier consideración ética.
Progresivamente, cada monólogo abre la puerta a las intervenciones de otras mujeres y madres, permitiéndole a B. Navarro ampliar el marco y nutrir la reflexión acerca de la maternidad y de la condición femenina. Y así va esbozando una construcción social organizada alrededor de una responsabilidad del cuidado que recae exclusivamente en las mujeres, de tal modo que si fallan ellas o los hijos, la culpa siempre es de ellas. A lo largo de la narración de las dos protagonistas nos cruzamos con varias culpas: culpa de la mujer cuyo hijo no se pierde sino que es raptado, culpa de la madre cuyo hijo nace con autismo y se pregunta cuál es su responsabilidad, culpa de la mujer que aborta, sin importar siquiera que sea un aborto espontáneo, culpa incluso de la mujer que no supo cuidarse a sí misma y «se dejó violar» (p. 158), y por último culpa de la madre por los crímenes del hijo.
Me detendré en este último punto. Mencioné ya el porqué de la presencia de Nagore, en casa de la primera narradora. En la segunda parte de su monólogo, recuerda el entierro de Amara, la madre de Nagore, en Utrera, provincia de Sevilla; lo que de paso sirve como recordatorio de que esta concepción problemática y patriarcal de la maternidad no es exclusiva de Latinoamérica. Y escribe B. Navarro7:
Todo estuvo en calma hasta que llegó la familia de Xavi, de pronto demasiados pasos, salidas al pasillo, murmullos. La madre de Fran, apelmazada al lado del aparador, se quedó inmóvil como si protegiera el cuerpo de Amara de un nuevo asesinato. Luego varios gritos y, del otro lado, una madre avergonzada de su hijo clamó: ¡También yo la quería! ¡También Nagore es mi nieta, yo no crié a un asesino! Pero es de todos sabido que una madre es responsable del ser que alimentó en sus entrañas. (¿Qué cosa puede salir bien de un ser vivo que se alimenta de otro para su supervivencia?) ¡También yo perdí a tu hija!, le gritó la madre de Xavi a la madre de Fran, ¡por favor, perdóname! Pero la madre de Fran, que no se despegaba de su lugar y apretaba sus dedos contra sus propios dedos, decía que no, no, no…
Una madre es culpable del hijo asesino, la otra de la hija muerta y el único grito que pudo calmar la culpa para alimentarla de nuevo fue el de Nagore: ¡Quiero a mi mamá! Y ambas abuelas culpables de todos los llantos emitidos en esa sala y de ese maniquí que era Amara y, que de cierta forma nos representaba a todas muertas en algún momento de nuestra vida, lloraron ahogándose para sus adentros.
En cambio, los hombres de la familia poco a poco las ignoraron porque sus manotazos, sus aventones, sus gritos en el estacionamiento y sus pisadas apresuradas para arrancar motores e irse después del desmán que habían dejado a su paso hicieron más ruido que las lágrimas. Todos los hombres juntos son más ruidosos y estruendosos que todas las mujeres y sus lágrimas.
Xavi y sus manos asesinas, Fran y su seguir estando bien porque hay que estar bien aunque estuviera ahí la hermana muerta y el padre que se sentía demasiado viejo para pelear pero demasiado fuerte para jalar a Nagore a su lado y no dejar que la abuela paterna se despidiera de ella. Todos, todos incluidos, parloteaban y se oían a sí mismos mientras nosotras mirábamos confundidas e impávidas, porque eso era lo que había que hacer: ser las casas vacías para albergar la vida o la muerte, pero al fin y al cabo, vacías. [p. 80‑82]
Hay mucho que comentar acerca de este fragmento, empezando por lo fragmentario del estilo, estos instantáneos que hacen que cada reacción surja con más fuerza, tanto los gritos como los silencios. Luego el desdoblamiento de la voz de la narradora que recuerda la escena desde su propia soledad de madre que no deseaba serlo y ahora lo es de un niño ausente y que sentencia con mucha desilusión e incluso cinismo. El significado de la escena se descubre a través de la redistribución de los personajes. Contra toda probabilidad, la oposición entre las dos familias, separadas por el crimen, desaparece pronto y los personajes se reagrupan en dos bandos que son el de las mujeres por un lado y el de los hombres por otro. Se reproduce el mismo movimiento observado anteriormente con las narradoras: la oposición entre las abuelas desaparece, «ambas» siendo culpables en proporciones iguales. Pero en estas líneas también las reúnen el silencio y la imposibilidad de ser oídas: ellas sienten y gritan su tristeza, vergüenza, desconsuelo pero al final terminan callando, «ahogándose», término que remite a varios otros momentos del monólogo en los que el dolor es tan fuerte y los pensamientos tan insufribles que se repercutan físicamente y llevan a la narradora a repetirse «respira, respira»8. Es de notar por lo demás que, curiosamente, el ahogamiento es históricamente el «mal de madre»9, expresión que se utilizaba para referirse al dolor del útero o de los ovarios, por lo que fusionan en la lengua el sufrimiento y la feminidad.
Por otro lado está el grupo de «los hombres de la familia», y es significativo que aquí sea irrelevante precisar de cuál de las dos familias es miembro cada uno. Entran en escena cuando ya están afuera, en el estacionamiento. Metafóricamente, son exteriores a lo que está pasando. Lo explicita el último párrafo: las descripciones yuxtapuestas de Xavi, Fran y su padre reúnen a los hombres alrededor de una común falta de empatía, independientemente de la gravedad variable de sus actos, y es esta exterioridad masculina una constante en los dos monólogos: el cuidado y la carga emocional incumben a las mujeres. Ellas, reunidas todas en el «nosotras» del último párrafo que subraya la idea de una común condición femenina más allá de las circunstancias y a partir del que la narradora abandona el distanciamiento desde el que había empezado a relatar la escena; ellas se quedan adentro, identificadas con sus casas, el vientre y el féretro, espacios que protegen y encierran. Este encierro y silenciamiento de las mujeres, desde la perspectiva de la narradora, se asimila a un asesinato mediante la identificación de las mujeres con el cadáver de Amara, una de las varias ocurrencias del motivo de la muerte en vida que aparecen en el relato. Como si elegir la maternidad significara en definitiva aceptar vivir para los demás y ya no pertenecerse totalmente.
Son numerosas las imágenes de casas y jaulas a lo largo de la novela y este encierro expresado, real o sentido, conlleva soledad, una soledad en la que reside el corazón de la representación de la maternidad en Casas vacías. En un artículo que le dedicó a la novela, Rosa Valentina Mayorga Águila sintetiza el propósito de la autora mediante una paradoja: «Aunque la maternidad implica la presencia de la infancia, la novela involucra la reflexión sobre la maternidad como ausencia: ausencia del hijo, del padre y del Estado en el cuidado. En este contexto, además ausencia a través de la desaparición, pero también del aborto y de la negación de convertirse en madre»10.
Entre todas, vivir con un desaparecido aparece como la forma de soledad más absoluta en el texto. Su expresión da paso a las líneas más desgarradoras de la obra, a través de unas preguntas incesantes que se hace la madre del primer monólogo –«¿Dónde está Daniel?» (p. 30), «¿En qué piensa?» (p. 31), «¿Adónde va y a quién mira?» (p. 34)– y a través de las múltiples variaciones alrededor de una muerte en vida, motivo ya mencionado, tal como en estos fragmentos del último segmento de su monólogo: «¿Por qué los llaman desaparecidos y no se atreven a llamarlos muertos? Porque los muertos somos los que los buscamos, ellos siempre, siempre seguirán vivos» (p. 138). B. Navarro logra plasmar el duelo imposible, esa sensación de un tiempo detenido que describen los y las parientes de desaparecidos en testimonios publicados estos últimos años, al mismo tiempo que le da un mayor alcance a este drama individual. Y así pues las narraciones entrecruzadas de Casas vacías llegan finalmente a este punto en el que convergen el plano individual y el colectivo, incluyendo ya no solo al grupo de las mujeres sino a la sociedad mexicana en su totalidad. Mediante el plural en «desaparecidos» o esta pregunta «¿Dónde está?», copiada en los carteles de tantas marchas multitudinarias en los últimos años, B. Navarro les recuerda a sus lectores y lectoras que la desaparición en México no es de ningún modo un drama individual. Son unas 99 729 personas desaparecidas según la cifra oficial de marzo de 202411, una cifra cuyo incremento se ha acelerado desde 2006 a partir del inicio de la guerra contra los carteles. La desaparición se vuelve entonces el detonante, el punto a partir del que ya no es posible cerrar los ojos sobre lo que se está viviendo de manera colectiva en México. Después de leer en la primera parte de la novela el relato de la experiencia íntima de lo que es el drama de vivir con un hijo desaparecido, la aparición en el texto de elementos que amplían esta perspectiva individual resalta su dimensión fundamentalmente política y el escándalo de que una desaparición siga interesando exclusivamente a la familia y no al Estado.
De manera similar y contundente irrumpen en el relato otras múltiples violencias de tipología variada. En el primer monólogo, la posibilidad de que Daniel haya sido víctima de trata humana y de la explotación sexual de los niños atormenta a su madre y adquiere más realidad cuando se les piden a ella y a su pareja que vayan a reconocer un cuerpo que resulta no ser el de su hijo sino de otro, «un niño al que violaron y tenían encerrado para hacer videos pornográficos» (p. 133). Del segundo monólogo brotan aún más situaciones de violencia, empezando por las múltiples agresiones que sufre la misma protagonista por parte de su pareja (violencia física, psicológica, sexual) pero también la violencia que la alcanza de manera más o menos indirecta: el incesto del que fue víctima su madre, la violencia que enfrenta Rafael, su pareja, al intentar cruzar la frontera, la desconsideración de los derechos laborales que conduce a la muerte accidental de su hermano. Por fin, ambas mujeres aluden en algún momento de sus respectivos monólogos al contexto de discriminaciones raciales y clasistas que se vive en México.
De tal manera que lo que pone en escena Casas vacías aparece como una situación de violencia generalizada, violencia que alcanza todos los ámbitos de la vida y de la que nadie escapa, al mismo tiempo que expone la continuidad que existe entre todas estas formas de la violencia. En efecto, en este contexto, la respuesta sistemática es el silencio y la soledad. Silencio de la víctima, quien, al igual que Rafael, visiblemente afectado, se niega a hablar de lo que ocurrió durante su viaje hacia la frontera. Silencio de los responsables, como en el caso de la empresa que oculta la muerte del hermano. Silencio en último lugar de las autoridades a las que acuden los padres de Daniel para denunciar la desaparición y reclamar en vano una investigación; una actitud del Estado que favorece la impunidad, redobla el dolor y refuerza el aislamiento de las víctimas: «Se hablaba de sangre, de asesinatos, de cifras, pero nadie hablaba de nosotras. Nuestros hijos desaparecidos al doble: una vez físicamente; otra, con la indolencia de los demás» (p. 128).
Posiblemente el punto álgido del discurso crítico de la novela se alcanza al final del texto cuando la segunda mujer es separada a su vez del niño, peripecia que reafirma el paralelismo entre ambas narradoras por la angustia que experimenta –«¿Dónde está Leonel, qué le hicieron, qué le pasó? Y llorar no valió de nada porque el dolor no paraba. No se va, el único que se fue, fue Leonel […]. Leonel desapareció» (p. 159)– y porque a su vez acude al Ministerio Público para denunciar la desaparición y posiblemente denunciarse también a sí misma. Pero renuncia antes de entrar y contesta al guardia que está frente al edificio y que le pide su nombre: «—Yo no tengo nombre… —le dije, pero ya no sé si me alcanzó a escuchar, porque seguí caminando hasta que desaparecí de su vista, como si yo fuera una más, y logré perderme entre la gente» (p. 161). Si bien nunca había tenido nombre, confirmando la voluntad de hacer de las narradoras unos personajes representativos de la condición femenina, cada una de ellas se distinguía por su voz que le otorgaba una identidad dentro del relato. Esta voz ahora se pierde y asistimos en unas pocas líneas a la disolución definitiva del personaje, como para significar la situación imposible que se vive actualmente en México.
Hasta el final de la novela se entiende plenamente el significado del desplazamiento que opera B. Navarro en su tratamiento de este tema tan político de la desaparición en México: el intimismo inicial y la circunscripción del relato a un espacio privado doble permite volver a darles un significado político a las violencias que irrumpen en el círculo privado y entre ellas a las violencias intrafamiliares. Desde esta perspectiva Casas vacías es representativa de una corriente actual en las letras mexicanas que se aleja de un discurso narrativo puramente individual y que cuenta con obras tales como Antígona González12 de Sara Uribe o Las tierras arrasadas13 de Emiliano Monge. En estos textos la realidad social no es una mera tela de fondo: son novelas que ponen de relieve la preocupación por lo colectivo a través de una búsqueda literaria que gira en torno a la incorporación de otras voces en el texto y, al hacerlo, cuestionan de qué manera la experiencia individual se relaciona y permite pensar lo colectivo y lo político. En esta línea y en estos cuestionamientos se inscribe B. Navarro con Casas vacías y sus dos protagonistas inmersas en contextos distantes que reflejan la complejidad del mapa social mexicano, pero también con un proyecto publicado un año después de la novela: No hay lugar en este país14 que reúne textos redactados por parientes de personas desaparecidas durante talleres de escritura impartidos por la escritora y que vuelve a plantear la cuestión de la apertura a voces tradicionalmente ausentes del campo literario.
Claire Delacourt
Palabras clave: ficción, maternidad, México, desaparición, representación de la violencia
Keywords: fiction, maternity, Mexico, disappearance, representation of violence
Este artículo propone un análisis de Casas vacías de Brenda Navarro, centrándose en su tratamiento innovador del tema de la maternidad, un tema poco explorado en la tradición literaria. Gracias a su dispositivo narrativo y discursivo, la novela reflexiona sobre la maternidad, cuestionando las concepciones preestablecidas y revelando las realidades ocultas detrás de esta experiencia vital. Mediante el entrecruzamiento de dos monólogos íntimos y un juego de oposiciones y paralelismos entre las protagonistas, la novela profundiza en sus complejidades y sus implicaciones. Sin embargo, este enfoque dual no se limita solo a la exploración de la maternidad, sino que también abre paso a otras historias que contribuyen a revelar un panorama social marcado por un alto nivel de violencia, presentando una mirada crítica y políticamente comprometida con la realidad social de México que entrelaza lo personal y lo político.
This article proposes an analysis of Casas vacías from Brenda Navarro, translated as Empty Houses, focusing on its innovative treatment of the theme of motherhood, a topic seldom explored in literary tradition. Thanks to its narrative and discursive device, the novel reflects on motherhood, questioning preconceived notions and revealing hidden realities behind this vital experience. By intertwining two intimate monologues and a play of oppositions and parallels between the protagonists, the novel delves into its complexities and implications. However, this dual approach is not limited solely to the exploration of motherhood but it also paves the way for other stories that contribute to revealing a social landscape marked by a high level of violence, presenting a critical and politically committed view of Mexico’s social reality that intertwines the personal and the political.