Show cover
Tapa de Familia y violencia en tierras hispanohablantes (Edul, 2025) Show/hide cover

El lazo convertido en cadena

Violencia contra las mujeres en el primer tercio del siglo 20

The Bond of Marriage Turned into a Chain: Violence against Women in the First Third of the Twentieth Century

Trabajo elaborado dentro de las actividades patrocinadas por el proyecto PID2024-158460NB-I00 «Feminidades y masculinidades desde la cultura jurídica en las sociedades atlánticas. Ss. XVI‑XX» y del grupo de investigación reconocido (GIR) «Sociedad y conflicto desde la Edad Moderna a la contemporaneidad», de la Universidad de Valladolid.

La desigualdad de género es uno de los elementos configuradores de las sociedades contemporáneas, fruto de la contradicción entre los avances legales y la realidad social femenina. Esta discriminación debe entenderse en conexión con la creación de un imaginario colectivo que atribuía comportamientos y expectativas diferenciadas a hombres y mujeres1. También en las conductas de las relaciones sexo-afectivas, pues estas responden a las pautas de los discursos religiosos, políticos o éticos del momento2. Esos elementos generan unos referentes de lo que es moral o inmoral y marcan también la tolerancia de la sociedad y la legislación ante la existencia de dinámicas violentas en la pareja. La cultura y la estructura patriarcal de la sociedad española (semejante en este punto a otras del mundo occidental) permitían la violencia ejercida contra las mujeres en sus múltiples manifestaciones: física, psicológica, sexual o económica. La socialización diferenciada por géneros, vehiculada por la cultura hegemónica de la sociedad, hace que mayoritariamente las mujeres identifiquen desde su infancia unos roles de comportamiento que deben seguir, provocando que asuman los esquemas de dominio establecidos en la sociedad y también que no se identifiquen como víctimas, al asumir en muchas ocasiones la normalidad de esas situaciones de violencia3. Además, las mujeres estaban sometidas a una doble violencia, la que ejercía su pretendiente, novio o marido –ya fuera física o psicológica– y aquella que provenía del silencio social impuesto ante estas cuestiones, consideradas muchas veces motivo de vergüenza y propias del ámbito íntimo. Pero también, en la mayor parte de los casos, por el consentimiento cómplice de la legislación y las autoridades que, fruto de la mentalidad de la época, no contemplaban soluciones específicas y efectivas para combatir esta violencia, disimulada en el discurso del «crimen pasional» y la «cultura del honor». Sin embargo, fueron diversas las voces que mostraron su rechazo a esta situación y combatieron la pasividad social contra el maltrato de las mujeres. Demandando cambios legales efectivos.

Mujeres, malos tratos y legislación

El Estado liberal en la España decimonónica promovió una inferioridad legal femenina que favorecía la desprotección de las mujeres ante las muchas situaciones de violencia que podían vivir4, especialmente las ocurridas en el seno del matrimonio. La sociedad, en muchas ocasiones, aceptaba la violencia doméstica como parte legítima del ejercicio de autoridad del marido y solo era mal visto su abuso. El papel secundario al que quedaban relegadas las mujeres, y la existencia de una legislación contraria a sus propios intereses les impedían, habitualmente, escapar de la violencia matrimonial. A pesar de que los cuatro códigos penales del siglo 205 sancionaban el maltrato. El Código de 1870, vigente hasta la dictadura de Primo de Rivera, recogía una serie de penas de reclusión temporal o prisión correccional en sus grados medios y máximos, en función de la gravedad de las lesiones y los días de trabajo perdidos6. Pero establecía una doble moral sexual de género en el tratamiento diferente que daba a la desobediencia, los insultos, la infidelidad, el adulterio, o los crímenes pasionales7.

La forma más extrema de la violencia conyugal es el asesinato, cuyas víctimas mayoritarias son las mujeres. El Código Penal de 1848 había incluido en su tipificación del parricidio8 el asesinato dentro del matrimonio, que era castigado con cadena perpetua o con la pena de muerte en el caso de premeditación o ensañamiento. Enunciado de este modo pasó al Código de 1870. Ello dificulta la confección de estadísticas generales del conyugicidio, ya que este se diluye al ser una modalidad del parricidio. El mal llamado –durante los siglos 19 y 20– crimen pasional, ya sea en el seno del matrimonio o en el contexto de una relación sentimental, responde casi siempre a un acto masculino que venga el «honor escarnecido»9 del perpetrador. La idea de la honorabilidad ofendida que exige reparación mediante una violencia radical es recogida también por la legislación, que contempla el uxoricidio privilegiado por causa de honor o inrebus veneris, el uxoricidio por adulterio10.

En las últimas décadas del siglo 19 se aprecia un incipiente cambio del rol femenino, encarnado en el modelo de la nueva mujer o mujer nueva finisecular11. En este contexto se promulgó el Código Civil de 1889 que regulaba la supeditación de la esposa al marido12 y limitaba enormemente la capacidad jurídica femenina13, convirtiendo a la mujer casada en un eterna menor de edad, cuyo papel en la sociedad conyugal era secundario14. Aunque el Código reconocía el divorcio –entendido únicamente como el fin de la cohabitación–, siendo una de las causas legítimas del mismo los «malos tratamientos de obra o las injurias graves» (art. 105.2), su reconocimiento legal no implicaba que fuese realmente efectivo.

Desde su promulgación la codificación de 1889 atrajo numerosas críticas, y en el siglo 20 el movimiento feminista reivindicó incansablemente la modificación de su articulado. La sociedad era consciente de la situación de desprotección a la que quedaban expuestas las mujeres por la normativa vigente. El atenuante consignado en el Código Penal en caso de uxoricidio se denunció con insistencia en la segunda década del siglo 20 como «el mayor estigma moral» de la legislación, pues en la práctica era un «parricidio legal»15. Esta figura había existido también en otras tradicionales legales foráneas, pero fue eliminándose el eximente del crimen según avanzaba el siglo 20. Sin embargo, en España no desapareció en el Código de 1928, promulgado en la dictadura de Primo de Rivera, y vigente desde enero del año siguiente. Era la reconversión del viejo artículo 438, ahora bajo el número 523, que fijaba para quien sorprendiera al cónyuge «en actos de adulterio» una pena inferior a la determinada por la ley. Este enunciado se eliminaría por completo del Código Penal de 1932, ya en tiempos de la Segunda República, y reapareció en el de 1944, en consonancia con la mentalidad defendida por la dictadura franquista16.

Del «crimen pasional» a los «mata mujeres»: la sociedad del primer tercio del siglo 20 y el discurso condenatorio en la prensa y literatura

La sociedad española finisecular empezó a mostrar claros síntomas de preocupación por los «crímenes pasionales». Aunque es imposible cuantificar siquiera una cifra aproximada del número total de casos de mujeres víctimas de malos tratos17, la violencia doméstica era una presencia constante en la prensa. Y esta visibilidad contribuyó a la percepción social de que este delito había aumentado. Las secciones de sucesos de muchos periódicos informaban frecuentemente de actos violentos contra mujeres casadas o solteras. Ofreciendo una narración más detallada en las crónicas de los tribunales18 o con las noticias de algunos asesinatos que conmocionaron a la opinión pública. Si bien generalmente no profundizan en la raíz del problema ni muestran una actitud combativa frente a la violencia, sí abordan la misma desde una posición de condena moral, e incluso de crítica a la falta de moralidad general en la sociedad19. Pero la forma de narrar lo ocurrido, señalando que estos delitos eran fruto de un arrebato de celos que no permitía razonar a los perpetradores, o que se debían al abuso del alcohol, perpetuaba tópicos que coadyuvan a exculpar en cierto grado la responsabilidad de los asesinos.

Sin embargo, desde los primeros años del siglo 20 es posible encontrar en parte de la prensa y en la literatura una crítica creciente a la tolerancia de las autoridades, la legislación, y la sociedad, con la violencia de género. Una tolerancia que se manifiesta incluso en cómo valoran los jurados populares y los tribunales estos delitos. El Globo lamentaba que «si los Jurados se ablandan y los Tribunales les siguen, el 50 por 100 de los delitos escapará, en parte, al rigor de la penalidad á que la ley los sujeta»20. Una denuncia que repite otro medio al afirmar que «la justicia popular ha dictado veredicto de inculpabilidad á favor de un reo» y que por ser común este tipo de veredictos «ya no sorprende á nadie», quejándose de que habiendo decretado los jueces «revisión por nuevo jurado» del caso, el nuevo «ratificará el veredicto absolutorio»21.

Otros medios, insistiendo en la frecuencia de la comisión de estos delitos, elevaban igual protesta por el proceder de una justicia que pudiendo aplicar con mayor rigor la ley existente no lo hace:

Ayer un loco mató a su mujer en Madrid, y un borracho asesinó en Sevilla a una muchacha con quien había pasado la noche. ¡Juerga de sangre! […] Los domingos se llamarán en lo sucesivo la «fiesta de la navaja», ya que en esos días de regocijo para el obrero, porque descansa de sus penosos trabajos, la albaceteña es la que triunfa y el asesinato es el que priva. […] ¿Que una mujer no ama a un hombre: Pues el hombre la mata y el jurado lo absuelve. […] ¡Crimen pasional22!

El texto critica la benevolencia de los jurados con estos delitos, pero el autor también cae en manidos clichés de la época. La descripción de los asesinos corresponde a «locos» o «borrachos». Achaca el delito al consumo de alcohol, especialmente en la clase obrera el día de descanso. Si bien apunta un análisis ligeramente más profundo del problema: la reacción violenta de los hombres ante el rechazo femenino. Cómo al perder el control de la dominación masculina, desafiada por un ejercicio de autonomía femenina –como es el rechazo a su pareja o pretendiente–, la respuesta es la violencia extrema. Un análisis más complejo de las causas y percepción moral de la violencia contra las mujeres que se encuentra también en la afirmación: «El héroe que, por celos, lujuria ó cualquier otro impulso semejante retuerce el cuello á su querida, es digno, no sólo de perdón, sino de premio. Así, con ejemplos como éste y tantos otros que pudiéramos citar, se conseguirá que las mujeres acaten la voluntad del varón fuerte»23.

El autor denuncia la poca condena moral, y el limitado rechazo o aversión de la sociedad hacia los agresores, y apunta cómo el escaso castigo que reciben crea un imaginario colectivo que sirve de mecanismo de coacción para lograr la sumisión femenina en las relaciones amorosas.

La crítica a la calificación de estos asesinatos como crímenes pasionales que se aprecia en estos fragmentos no es única. Diversas voces censuraron el uso de este concepto e intentaron, en el primer tercio del siglo 20, desligar estos homicidios de una motivación basada en el amor. Destacaron en esta labor algunas de las intelectuales y periodistas más importantes del momento. Emilia Pardo Bazán, en su firme compromiso de elevar la condición social femenina, denunció en su obra la violencia a la que estaban sometidas las mujeres. Desgranó en una amplia colección de relatos las modalidades de violencia ejercida contra las mujeres: psicológica, física, sexual o simbólica. Ofreciendo a la vez un retrato de los perpetradores24. La autora se ocupó de esta temática en su incursión teatral con Verdad: drama en cuatro actos, estrenada en el Teatro Español en 190625, cuya protagonista es asesinada por su amante, en un ataque de celos26. La obra fue un fracaso, despreciada por una dura crítica periodística, que tildó el libreto de «dramón violento y repugnante»27, mientras el público tampoco valoró la denuncia social del drama.

E. Pardo Bazán también se ocupó de esta materia en algunos de sus artículos periodísticos. Exhortó a la prensa a mostrar un mayor compromiso, exigiendo una condena firme y pública de los medios periodísticos como una forma de combatir la lacra de la violencia contra las mujeres. Acuñó los términos mujericidio y mujericidas, como una forma de rechazar y alejar el origen pasional28. Y reivindicó la necesidad de penas mayores para el mujericidio frente a otro tipo de homicidios29, exponiendo la violencia oculta en las narrativas «románticas» presentes en los asesinatos de mujeres30.

Otras periodistas feministas también denunciaron a inicios del siglo 20 la violencia creciente contra las mujeres a manos de sus maridos, parejas o pretendientes. Entre ellas Consuelo Álvarez Pool, «Violeta» que, al igual que E. Pardo Bazán, afirmaba que el amor era ajeno a estos asesinatos, y que los «hombres que matan no aman, odian». Apuntaba a que «cada vez se repiten con más frecuencia los mal llamados “crímenes por amor”», y por ello «gran cantidad de mujeres están asustadas». Y afirmaba que el impulso que mueve a los agresores es «la soberbia envidiosa del hombre» que «se ve desairado por una mujer de la que se creía dueño». Explicando que en los agresores nacía un sentimiento de inferioridad proveniente de su miedo a la opinión pública31, disculpando sus fechorías con los celos. El artículo de C. Álvarez Pool contiene también una reivindicación del divorcio32. La escritora fue más dura en su artículo «Asesinos honrados» de 1914 en el cual, jugando con la idea del matrimonio como lazo o soga, expone el peligro que suponía para las mujeres la unión conyugal en combinación con el «honor» masculino: «Dicen que el matrimonio es un lazo atado por Dios. Desde que los hombres abusan tanto de la pantalla honor, más bien parece nudo corredizo preparado por el demonio, con la perversa intención de eliminar mujeres». Critica el matrimonio tal y como estaba establecido, pues «como el lazo que ató el Señor es indisoluble, quedan aquellos dos seres antitéticos sujetos por un cabo que suele ser fatal». Y se preguntaba cuándo se establecería el divorcio para evitar que «se puedan agarrar al “honor” esos insignes caballeros mata mujeres». Pues una vez aprobada una legislación divorcista ya no serían válidos «esos arranques de extemporánea honradez» que sirven para librar «de castigo a muchos truhanes»33. C. Álvarez Pool vinculaba los asesinatos de mujeres a dos interesantes cuestiones, una «cultura del honor» mal entendida y la existencia de una legislación que eximía del castigo. Y encontraba la solución en el divorcio, un medio para proteger a las mujeres, y a la vez abolir la permisividad legal existente ante estos delitos, modificando a su vez la narrativa del «honor».

En la década de los años 20 continuó un discurso periodístico que combatía la denominación de «crimen pasional». Y que contribuyó a perfilar unas características propias de estos agresores que superaban la identificación con el «loco» o el «borracho», tildándolos de cobardes y destacando su nula capacidad de asumir el rechazo femenino34. Se retrata la figura del maltratador habitual que no permite que su «víctima» escape del martirio que vive a su lado y por ello comete el asesinato. Aportando en sus descripciones rasgos comunes de los agresores, hombres «chulescos», violentos que consideraban a las mujeres como esclavas que debían plegarse a sus deseos. Apareció también la idea de que este tipo de crímenes servían para amedrentar a todas las mujeres con el terrible destino al que estaban abocadas si desobedecían35. Y a la vez elevaba la categoría moral de las víctimas.

En los años 20 eclosionó en España la movilización femenina por los derechos de las mujeres. Diversas asociaciones feministas nacieron y/o se consolidaron en esta década, como la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME), la Juventud/Asociación Femenina Universitaria, la Cruzada de Mujeres Españolas o el Lyceum Club, que influyeron en la extensión del movimiento feminista y sus reivindicaciones. En este contexto, destacaron por su liderazgo intelectuales y profesionales liberales como Carmen de Burgos, María de Maeztu, María Lejárraga, Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken o Matilde Huici, auténticos referentes del feminismo que –entre otras muchas figuras– se involucraron en la labor pedagógica de difundir y explicar cómo la ley vulneraba los derechos de las mujeres, buscando de este modo el despertar de una conciencia feminista.

Esa labor didáctica aparece también en novelas con protagonistas que transgreden los comportamientos tradicionales. Pero también cuyas tramas denuncian cómo la indisolubilidad del matrimonio llega a ser un riesgo para las mujeres. De estas dos cuestiones se ocupó Carmen de Burgos en sus novelas El artículo 438 (1921) y La malcasada (1923)36, cuyas protagonistas estaban sometidas a la autoridad de maridos maltratadores. Es interesante también que en ambas obras los matrimonios son de clase media o alta, bien situados socialmente. Desterrando el estereotipo de una violencia ligada a familias a falta de educación, desestructuradas o con pocos recursos. Cuando la protagonista de El artículo 438, María Angustias de los Ángeles, se niega a mudarse, siguiendo a Alfredo, su marido, este reafirma su autoridad legal sobre ella37 y sobre la hija del matrimonio38. El marido utiliza su potestad legal como mecanismo para chantajear a la protagonista, ofreciendo la posibilidad –falsa– de una separación amistosa si accede a vender una finca familiar y darle el dinero para un negocio. Una estrategia que el marido ha seguido con éxito anteriormente, pero que está mermando el patrimonio familiar de María Angustias. También presiona a su esposa esgrimiendo el derecho a mantener relaciones íntimas, a pesar de las múltiples ocasiones en que ella ha manifestado su rechazo porque ya no le quiere. Además, Alfredo había ido aislando a su mujer de su círculo familiar de confianza, e incluso había sustituido a todo el personal de la casa por otros criados que «le obedecían ciegamente»39. La protagonista cede a las peticiones económicas de su marido, para mantenerle lejos, y él exige cada poco tiempo «inmediatamente y sin vacilaciones, la autorización de venta» (cursiva en el original) de alguna propiedad, amenazando con regresar a su lado si se niega y añadiendo la velada amenaza de «no te quejes de lo que suceda»40. Con el marido lejos, María Angustias recompone su vida con Jaime, con quien hace vida marital, motivo por el cual empieza a perder el respeto del que disfrutaba en su comunidad, y sus conocidos pasaron de criticar al marido por su comportamiento, a criticar a la esposa y considerar a Alfredo el «pobre marido». Finalmente, la protagonista es asesinada por su esposo, que también dispara contra el amante, y en el juicio el jurado le absuelve por los delitos cometidos. La novela presenta a una protagonista que se niega a plegarse a las órdenes de su marido (al que por ley debe obediencia), que se atreve a recomponer su vida con otro compañero sentimental y por ello es mal vista en su comunidad, a pesar de que conocían el terrible comportamiento del marido. El funesto final del relato es una reivindicación del divorcio como instrumento defensivo de las mujeres. Y una crítica al atenuante legal en los casos de uxoricidio por honor (artículo 438 del Código Penal), que es presentado en la obra como una auténtica amenaza para las mujeres. Peligro que la autora desgrana a lo largo de la narración y que se presenta como un instrumento que sirve a los maridos para deshacerse de sus esposas y quedarse con el patrimonio familiar41. Además, cuestiona el sistema del Jurado Popular que, por carecer de presencia femenina, no condena el comportamiento violento de los maridos42.

En La malcasada, Antonio, el marido abusador procedente de buena familia, es un personaje controlador que humilla sistemáticamente a Dolores, su mujer. Por lo que ella, en una situación de desesperación total, decide iniciar los trámites de separación. La novela critica nuevamente la ausencia de una legislación divorcista real, y el abandono e incomprensión familiar del que son objeto muchas mujeres cuando denuncian su situación. En la obra se aprecia también la mentalidad de la época, que considera que las esposas son inferiores a sus maridos, actitud favorecida por una legislación que sometía a las mujeres a la autoridad marital. La autora también apunta el cambio que se está operando en la sociedad y que permite a las mujeres desear vidas más autónomas, mientras que los hombres anhelan esposas tradicionales43. Además, la novela remarca la poca excepcionalidad de la triste situación de la protagonista44 y cómo, una vez más, la imposibilidad de divorciarse puede acarrear graves desgracias. Dolores no se resigna a su situación, pero la ley no sirve para protegerla, y cuando los tribunales fallan en contra de la separación y obligan al matrimonio a reanudar la convivencia llega el trágico desenlace. Antonio intenta violar a Dolores y ella, al resistirse, le asesina. Se trata de una dura crítica a la concepción del débito conyugal que prescinde del consentimiento –y el deseo– femenino45. Carmen de Burgos continuó reivindicando la necesidad de proteger a las mujeres de la violencia matrimonial a través una ley de divorcio en La mujer moderna y sus derechos (1927). Ese mismo año el Lyceum solicitó la supresión del artículo 57 del Código Civil46, y un año después la ANME organizó un ciclo de conferencias sobre la situación jurídica de la mujer y la necesidad de reformar el Código47. Mientras Victoria Kent exigía mayor dureza ante los crímenes pasionales48. La acción conjunta de las asociaciones e intelectuales feministas coadyuvó a generar una opinión favorable al reconocimiento de nuevos derechos para las mujeres, pero también a normalizar comportamientos sociales femeninos diferentes. En 1929 Clara Campoamor declaraba en la prensa que desde la Asociación Universitaria Femenina se iban a personar como acusación en los casos de violencia contra las mujeres. La abogada denostaba el término de crímenes pasionales y los denominaba «crímenes de matonismo»49.

Una vez proclamada la Segunda República, el gobierno –especialmente durante el primer bienio– se volcó en la promulgación de una legislación acorde con las transformaciones sociales que venían desarrollándose desde inicios de siglo. Fruto de esta tarea se consignó en la Constitución de 1931 la igualdad femenina y el acceso de las mujeres a la ciudadanía política. Estos cambios influyeron en los comportamientos sociales y en la representación cultural de la feminidad, contribuyendo a afianzar la presencia de las mujeres en la esfera pública50. Fueron numerosas las reformas republicanas encaminadas a mejorar la situación femenina. En abril de 1931 se restablecía –con modificaciones– el Jurado Popular, derogado durante la dictadura de Primo de Rivera. El nuevo decreto aludía entre las necesarias modificaciones la de abordar el problema de «la intolerancia inconsciente de los llamados crímenes pasionales» que «convierte la navaja o la pistola en auxiliares vulgares y groseros de su deseo disfrazado de amor, para saciar caprichos y crueldades sobre la vida de la mujer». Y regulaba que en caso de juicios cuyo «móvil pasional fuera el amor, los celos, la fidelidad o cualquier otro aspecto de las relaciones sexuales y en que agresores o víctimas fueren de distinto sexo» el jurado estaría compuesto por un número igual de hombres que de mujeres51. La reforma del Código Penal eliminó el parricidio por honor, y suprimió el delito de adulterio en la mujer52, beneficiando también a las mujeres.

La determinación del gobierno republicano en articular una normativa secularizadora favorecía la regulación del matrimonio civil y del divorcio. Especialmente esta última monopolizó algunos de los debates sobre las reformas urgentes que debía acometer el nuevo régimen53, pues el divorcio era considerado, por sus defensores, un arma defensiva y protectora para las mujeres. Y así lo recordaba Margarita Nelken54. A finales del año 1931 se presentaba el proyecto de Ley de Divorcio, y cinco días después se aprobaba la Constitución, cuyo artículo 43 establecía que el matrimonio se fundaba en la igualdad de derechos de los cónyuges y convertía el divorcio en derecho fundamental55. Con esta medida se pretendía impedir que parlamentos futuros eliminasen la normativa divorcista56. La Ley de Divorcio se aprobó a finales de febrero, si bien recogía el divorcio por mutuo acuerdo de los cónyuges, también contemplaba trece causas por las que uno de los cónyuges podía solicitar el divorcio, pudiendo alegar varias de ellas de manera simultánea. Entre las aducidas con mayor frecuencia estaban los malos tratos57.

Sin embargo, que la ley pudiera ejercer una labor protectora sobre las mujeres dependía de que las mujeres conocieran los derechos que les reconocía. Con esta finalidad el Consultorio Jurídico Femenino, ligado a la Asociación Universitaria Femenina, y presidido por Clara Campoamor asesoraba en materia de trámites de divorcio, especialmente a mujeres de escasos recursos económicos. Por difundir su labor, la periodista Carmen Paya entrevistó a las mujeres que dirigían el Consultorio. Como denunciaban, muchas de sus usuarias eran víctimas de violencia de género que, conscientes de que la ley permitía el divorcio, aguantaban los malos tratos por el miedo a que sus maridos se quedaran con la custodia de los hijos. Y recurrían al Consultorio para despejar las dudas relativas a la patria potestad. C. Paya reivindicaba en el reportaje la necesidad de una legislación específica que condenase este tipo de violencia58.

La violencia contra las mujeres en los tribunales

Los casos de maltrato en el matrimonio pueden estudiarse –para el primer tercio del siglo 20– a través de los expedientes judiciales por lesiones, pero también en los procesos de separación seguidos en los tribunales eclesiásticos, de los que se desprende que la mayoría de las demandas fueron promovidas por la violencia sufrida por muchas esposas59. Los malos tratos que llegaban a los juzgados eran los más graves y evidentes, causando, en ocasiones, escándalo público y por tanto testigos.

El estudio de expedientes judiciales nos permite identificar la misma casuística de malos tratos que en la prensa: celos, ruptura de la relación y negativa de la víctima a reanudarla, abandono de la esposa de la convivencia60. Las víctimas pueden estar solteras o casadas. En el caso de los matrimonios que conviven, las agresiones suelen ocurrir en el espacio doméstico, a veces con los hijos como testigos, o los criados y vecinos. En el caso de matrimonios que han interrumpido la convivencia, o parejas que no cohabitan, las agresiones suelen cometerse en la calle, a veces en las inmediaciones del trabajo de las víctimas o en sus domicilios. Entre las armas empleadas para la comisión del delito son comunes las navajas o cuchillos y pistolas. Que se condene al agresor depende de la gravedad de las lesiones, de si hay testimonios fiables y de la verosimilitud que otorguen los jueces al relato de los cónyuges. El que estén casados puede ser considerado agravante o atenuante.

En 1934, Francisco Palomino San José durante una discusión matrimonial atacó a su esposa, Justina González Herrera, causándole una herida en la pierna izquierda que necesitó 19 días para su curación. El fiscal acusó al agresor de un delito de lesiones menos graves, y consideró un agravante ser el cónyuge de la víctima61. Según el relato de la esposa, discutían porque ese día ella había visto a su marido en compañía de su «querida». Después de la discusión se fueron a dormir, ella en la cama, y él en un colchón en el suelo, pero al despertarse el marido oyó como Justina lloraba y dijo a su mujer que se callase o se marchase de la habitación, y cuando ella empezó a vestirse, Francisco se levantó, sacó un cuchillo del cajón y se abalanzó sobre su esposa alcanzándola en la pierna. Desde ese día Justina abandonó la casa y se fue a vivir con su familia, pero no interpuso demanda de separación o divorcio. Los hijos del matrimonio, de cuatro y cinco años, estaban en la casa en el momento de la agresión y cuando fueron interrogados el pequeño dijo que fue su padre quien «dio a su madre» con un cuchillo en la pierna cuando estaba en la cama. La hija mayor explicó que a veces había oído a su padre insultar a su madre, pero no había visto lo sucedido.

La declaración de Francisco difería por completo de la de su esposa. Declaraba que Justina, «después de haberle insultado y agraviado reiterada y gravemente», intentó agredirle, amenazando con matarle y esgrimiendo un cuchillo que él consiguió arrebatarle. Pero ella, en «actitud iracunda», intentó propinarle «una patada en los testículos» y, en ese momento, el marido para evitar el golpe se tapó con las manos, pero tenía el cuchillo en ellas, y al propinarle Justina la patada se lesionó al clavarse el arma en la pierna. De este modo, el abogado defensor calificaba el hecho de fortuito e inevitable, considerando que si hubiera algún responsable sería, en todo caso, la esposa. El acusado en su declaración inicial reconoció que durante la discusión «se dieron algunos golpes sin importancia mutuamente». Aunque las versiones disienten y el juez les conminó a ponerse de acuerdo, ambos ratificaron sus declaraciones. Finalmente se consideró a Francisco autor de un delito de lesiones menos graves, y estimando en este caso como agravante el ser cónyuge de la víctima, fue condenado a una pena de cuatro meses y un día de arresto mayor. Con la suspensión del ejercicio de todo cargo y del sufragio pasivo. Descontándole el tiempo que hubiera pasado en prisión62.

Que la versión del supuesto agresor fuese completamente diferente a la de la víctima era común, lo que en ocasiones dificulta dar por válidos los hechos relatados. También podía suceder que siendo manifiestos los hechos delictivos, estos quedasen sin castigo. En 1934 el veterinario Ildefonso Álvarez Pérez, de 32 años, fue procesado por el parricidio frustrado de su esposa y por tenencia ilícita de armas. Según se detalla en el expediente, el marido intentó acceder a su casa y ante la negativa de su esposa, Sofía Alonso Rodríguez (de 25 años), a abrirle la puerta, escaló la fachada de la casa y entró a la vivienda por un balcón. Una vez en su interior, se dirigió al dormitorio de la esposa, que dormía en compañía de su criada de servicio, y quedándose a solas el matrimonio comenzó la discusión. Ella abrió el balcón de la alcoba para solicitar auxilio e Ildefonso recuperó una pistola escondida en la habitación, y dirigiéndose a su esposa intentó introducirla de nuevo en el dormitorio. Empezó un forcejeo, momento en que el marido disparó a Sofía, ocasionándole dos heridas, una en el ojo derecho y otra en el cuello, que según el peritaje médico provocaron a la esposa la pérdida del ojo y una parálisis de la lengua. El abogado del acusado inició su defensa aludiendo al «carácter impetuoso, muy violento, dominador y celoso sin motivo» de Sofía. Además, señalaba que no era la primera vez que el matrimonio tenía diversos «altercados», pero siempre se habían reconciliado «gracias a la prudencia y espíritu condescendiente» de Ildefonso. A continuación, presentó una serie de acontecimientos previos que llevaron al fatal desenlace. Primero, la esposa, sin «razón alguna y en un arrebato casi de locura», rompió los cristales de una librería y de un espejo y con unas tijeras destrozó un sombrero del marido. Luego abandonó el domicilio y cuando Ildefonso salió de viaje ella regresó a la casa. Al retornar el marido de su viaje, Sofía se negó a abrir la puerta de la casa, por lo que este se fue a dormir con unos parientes. Varios «emisarios» intentaron convencer a la mujer de que abriera la puerta, pero ella se negó. El relato del abogado exponía que ante «tan violenta y ridícula situación» su representado decidió entrar a la casa por el balcón, y una vez en el dormitorio de su esposa, ella se dirigió al balcón dando «voces de auxilio», momento en el cual Ildefonso recordó que su mujer escondía una pistola y, por si Sofía se hubiera apoderado de ella, fue a buscarla. Una vez en posesión de la pistola, se aproximó al balcón para retirar de allí a su mujer y «que cesara el grave escándalo que estaba produciendo». En el forcejeo se disparó accidentalmente la pistola.

Si bien el relato se centra en culpabilizar a la esposa de la situación que llevó a tan aciago desenlace, y en presentar los hechos como un accidente, la declaración del marido es, en cierto modo, extraña. Pues explicaba que al preguntar a su esposa qué «motivos tenía para hacer esas tonterías de dar esos escándalos», refiriéndose a no querer abrir la puerta de la casa, Sofía contestó que «que la importaba muy poco ir al cementerio, al manicomio o a la cárcel». La declaración de la mujer es mucho más escueta. Según narraba ella misma, estaba dormida cuando entró su marido en la habitación y al verle se escondió en un rincón, pero creyendo que iba a maltratarla abrió el balcón para pedir auxilio y sin saber cómo «se produjo un disparo sintiéndose herida». Momento en que gritó y acudió un vecino en ayuda. Añadía que no recordaba nada más, pero «perdona al marido» por creer que el hecho era «casual». Inicialmente el Ministerio Fiscal había solicitado seis años de cárcel para el acusado, con el agravante del uso de arma de fuego, y una indemnización de 5 000 pesetas a la esposa. Sin embargo, el Ministerio Fiscal terminó retirándose y el juzgado absolvió a Ildefonso por falta de acusación63.

Aunque a veces se observa una aparente falta de sensibilidad ante la situación de maltrato femenino, no siempre es así. En 1932, Anselma Santiago Franco, de 29 años, fue acusada de lesionar a su marido, Crescenciano Tejedor Melero, de 34 años. El juzgado consideraba probado que el matrimonio discutió en su domicilio llegando a un nivel de violencia tal que el marido maltrató «brutalmente» a su esposa dándole puñetazos y patadas. Según el expediente, por ese motivo Anselma amenazó a su marido con matarle «si continuaba pegándola» y como Crescenciano hizo «ademán» de proseguir sus malos tratos, la esposa cogió una navaja que él guardaba debajo de la almohada, propinándole un golpe y causando una herida que necesitó 17 días para su curación y asistencia facultativa. Durante ese tiempo el marido no pudo realizar sus ocupaciones habituales.

El marido negó el maltratado y reconoció únicamente que estaban discutiendo y ella le atacó con una navaja. Los malos tratos de la esposa quedan probados por las heridas y el informe médico del marido. Pero también el informe facultativo recogía las contusiones de Anselma. El Ministerio Fiscal solicitó una pena de cuatro meses y un día de arresto mayor para la mujer, y que se considerase como agravante que había agredido a su marido. Sin embargo, el juez estimó como atenuante el contexto en el que se produjo la agresión, ya que la acción de Anselma fue fruto de los malos tratos de los que fue objeto, por ello había que «estimarlos en el orden natural y humano, como motivos suficientes para producir en aquella una excitación tal que ofuscase momentáneamente su ánimo y en tal estado ejecutara el hecho por que se la acusa». Atendiendo a estas circunstancias, condenó a la acusada a un mes y un día de arresto mayor, y a pagar una indemnización a su marido de 100 pesetas. Pero, además, consideró que había motivos suficientes para dejar en suspenso la pena por las características de la detenida y del propio delito, quedando de este modo en suspenso durante dos años la ejecución de la pena64.

Los expedientes de divorcio incoados durante la Segunda República también nos permiten acercarnos a la realidad de los malos tratos. Todavía son pocos los estudios que han abordado el divorcio en el periodo republicano a través de fuentes judiciales. Pero sus resultados son fundamentales para comprender el impacto real de esta normativa65, especialmente en la vida de las mujeres.

Aunque el maltrato fuera motivo de divorcio este debía exceder «los límites de disputas más o menos violentas que no trascienden del domicilio», y demostrar que había sido necesaria la intervención policial o incluso la asistencia médica. Además, no era suficiente un acto aislado, sino que tenía que ser un comportamiento reiterado. Y éste debía estar probado a tal punto que el juzgado quedase plenamente convencido de su existencia. Incluso probado el maltrato era fundamental la valoración que los jueces hacían del mismo. En la demanda de divorcio que presentó Vicenta de Pablos Navas, en 1932, se argumentaba que el marido, ausente durante cuatro años del domicilio, comenzó a maltratarla de «palabra y obra» en cuanto regresó. En el juicio ocho testigos corroboraron los malos tratos, que afectaban también a los hijos. Finalmente, se falló que había lugar al divorcio, pero atendiendo al desamparo sin justificación en que el marido había dejado a la familia cuando les abandonó66. Como señala Moreno Tejada al estudiar una sentencia de 1933, para tener en cuenta el maltrato era necesario que el tribunal observarse en los malos tratos una clara voluntad de dañar a la esposa. Y en este caso no fue así, atribuyendo incluso a la mujer cierta responsabilidad en lo sucedido por su conducta «desenvuelta y desenfadada» que «disculpa» el arrebato sufrido por el marido67. En este mismo sentido apunta Rubén Pérez Trujillano, que pone de relieve cómo al aducir malos tratos como motivo del divorcio el tribunal podía valorar si la mujer «había dado motivos» para la agresión68.

Conclusiones

La legislación vigente en el siglo 19 y en el siglo 20 castigaba los malos tratos, contemplando incluso estos como motivo para reconocer la separación de los cónyuges. Aunque los mecanismos coercitivos se mostraron insuficientes para controlar y combatir la violencia de género, como se aprecia en los procesos judiciales, las crónicas periodísticas y la crítica creciente de las intelectuales.

En el primer tercio del siglo 20 aún dominaba una mentalidad tradicional que asignaba a las mujeres un rol de supeditación al varón, o al menos resignación, especialmente en las esposas-madres, lo que dificultaba enormemente a las mujeres escapar de las violencias en el seno de las relaciones sentimentales. Una violencia que sirve como mecanismo de coacción para lograr la sumisión femenina.

Sin embargo, la prensa y la literatura reflejan una aversión cada vez mayor a la tolerancia de las autoridades y de la propia sociedad con los mal llamados crímenes pasionales. Que diversos periodistas y escritoras condenaran el uso de este término y propusieran otras denominaciones era un intento de deslegitimizar la benevolencia que se mostraba hacia los agresores. También una forma de acabar con el mito de asesinos «enamorados» u ofendidos en su «honor», vagas excusas que sirven para minimizar las penas que se les aplican y que esconden la auténtica raíz del problema. Destaca en el combate contra los malos tratos la «ofensiva» iniciada por el feminismo en la década de los años 20, cuando este movimiento está en plena eclosión.

Con la llegada de la Segunda República se desarrollaron una serie de medidas legislativas encaminadas al reconocimiento de la igualdad femenina y de la necesidad de mejorar –de manera efectiva– la situación de las mujeres. Aparentemente hay una mayor sensibilidad por parte de las autoridades y de la sociedad hacia el problema del maltrato, por lo que podría combatirse de manera más efectiva la violencia de género. Sin embargo, todavía persiste una mentalidad tradicional que obstaculiza una condena clara por parte de las autoridades judiciales, como se aprecia en algunos de los casos expuestos. Llegando a responsabilizar muchas veces a las mujeres de las reacciones de sus maridos.

También se deduce de los expedientes judiciales una normalización de la violencia contra las mujeres, que se aprecia incluso en su rechazo a reconocer su situación. Ya sea por imposibilidad de identificarse como víctimas, imbuidas de la narrativa patriarcal dominante, o bien porque la situación de desamparo económico y social a la que estarían expuestas cohíbe a las mujeres para denunciar los malos tratos de los que son objeto. Sin embargo, no debe minusvalorarse el estudio de los expedientes judiciales incoados por las mujeres –o su entorno– por lesiones o para divorciarse por malos tratos. Pues el mero hecho de iniciar los trámites demuestra la toma de conciencia de muchas mujeres de que tenían derecho, no solo legal, a su dignidad y autonomía.