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Conflicto y violencia con la familia política

Las suegras a través de los pleitos de la Chancillería de Valladolid en los siglos 17 y 18

Conflict and Violence with In-Laws: Mothers-In-Law through the Lawsuits of the Chancery of Valladolid in the Seventeenth and Eighteenth Centuries

Trabajo elaborado dentro de las actividades patrocinadas por el proyecto PID2024-158460NB-I00 «Feminidades y masculinidades desde la cultura jurídica en las sociedades atlánticas. Ss. XVI‑XX» y del grupo de investigación reconocido (GIR) «Sociedad y conflicto desde la Edad Moderna a la contemporaneidad», de la Universidad de Valladolid.

En los últimos años, las relaciones interfamiliares, ya sean estas pacíficas o, más comúnmente, conflictivas, han sido estudiadas en profundidad por la comunidad científica1. Historiadores, juristas, economistas y literatos, entre muchos otros, han puesto su mirada en la familia tradicional, en su conformación, composición y en el modo que tenía cada uno de sus miembros de relacionarse entre sí.

En el presente trabajo se pretende analizar un aspecto muy específico de esa intrasociabilidad familiar, concretamente las relaciones que se produjeron entre personas que tenían un parentesco que hoy en día se denominaría como «político»2. Para ello, se ha prestado atención a dos variables: la interacción entre yernos, nueras y sus respectivas suegras, y el conflicto.

Atendiendo al primero de esos ejes, habría que señalar que en este caso se estaría haciendo referencia, por lo tanto, a un tipo de parentesco denominado como de afinidad, que tenía en el pasado ‒y tiene aún en el presente‒ su fundamento último en el matrimonio3. Es decir, es aquel parentesco que recíprocamente es atribuido a dos personas «ligadas entre sí por la existencia del matrimonio de algún miembro de la familia con el de la otra»4. O, dicho de otra forma, es la relación que resulta de los parientes consanguíneos de un cónyuge respecto al otro5.

Esta afinidad, representada generalmente por suegros y cuñados, aunque pudiera considerarse de menor escala que la consanguinidad, fue en las sociedades tradicionales de una enorme importancia. No en vano su mera existencia posibilitaba ocupar un lugar preponderante en la conformación de la organización social, establecer vínculos e interconexiones con otras unidades familiares, interferir en la estructuración de relaciones de poder, crear vínculos de cooperación interfamiliares, obtener derechos y obligaciones, etc., que, en última instancia, podían favorecer la reproducción, permanencia y la movilidad social ascendente de las unidades domésticas6.

La segunda de las variables para este estudio es, como se ha señalado, el conflicto, y el motivo es fácilmente comprensible. Pese a la idea extendida de que el hogar era un lugar de paz y seguridad, la frecuencia de los conflictos, e incluso de las violencias, en el entorno familiar está más que demostrada. Como señala Iñaki Reguera, estas se basaron sobre todo en las desavenencias habidas dentro de la pareja conyugal, lo que comúnmente degeneró en malos tratos, ya fueran estos de palabra o físicos, con especial protagonismo de los varones en la parte activa de los mismos7. En un entorno, además, en el que la autoridad del pater familias se entendió casi como un reflejo del orden divino siendo, por lo tanto, incuestionable8. Sin embargo, esa realidad conyugal no excluyó otros tipos de enfrentamientos, más o menos enconados, derivados de la convivencia, como pudieron ser los habidos entre hermanos, entre padres e hijos9 y, claro está, entre miembros de la familia política como podían ser los yernos y las nueras con las suegras.

La controversia en torno a la figura de la suegra

Ahora bien, aunque los conflictos familiares han sido muy estudiados, no se puede aseverar de igual modo que se haya realizado en todas sus dimensiones por igual, ya que no todos los miembros de la familia han recibido la misma atención por parte de la historiografía. Así, según señala José Antonio Salas Auséns, existe una forma de conflictividad que apenas ha merecido la atención de los historiadores, y es la sostenida entre la suegra y la nuera10. En cambio, sí que ha habido otras disciplinas, como la sociología o la antropología, en las que, al abordar el análisis de la institución del matrimonio, se ha aprovechado para analizar el nuevo rol que tras la boda tuvieron en el seno familiar «la madre y la esposa del recién casado, un rol en el que puede darse una desconfianza mutua»11.

En todos los estudios al respecto se coincide en un parámetro claro para medir la tensión que se produjo entre suegras y nueras, y este fue la pertenencia de ambas mujeres a un único grupo doméstico, es decir, la convivencia12. En unas sociedades, además, donde lo habitual era que de darse esta situación la recién casada fuera a vivir a casa de su marido13, por lo que la llegada de esta nueva mujer a un hogar ya establecido podía alterar muchos de los patrones de comportamiento que existían con anterioridad, «desde el reparto de las tareas domésticas, hasta los vínculos afectivos con el hombre de la casa»14:

La suegra recela por el temor a que la nuera pueda menoscabar la relación de afecto entre la madre y el hijo, el miedo a pasar a un segundo plano, la crítica hacia las actitudes de su nuera en distintos asuntos como la crianza o educación de los hijos, las comidas, la limpieza, los horarios, los gastos; la nuera por el temor a constantes intromisiones en la relación con su marido o por lo que considera excesivas atenciones del hijo hacia su madre, en detrimento de la relación de pareja15.

Esta realidad se ha analizado en profundidad, por ejemplo, por Jesús M. Usunáriz para el caso de Navarra, donde se desarrollaron, especialmente en la zona norte, unas relaciones de convivencia entre familias multigeneracionales, o, dicho de otro modo, se conformaron como hogares múltiples16.

Sin embargo, no fue necesaria la existencia de esa convivencia para que surgieran roces y desavenencias que, independientemente de su naturaleza, pertenecían a la esfera interna de la familia. Es decir, se desarrollaban en ámbitos cerrados cuyo conocimiento se ha visto muy modificado por la literatura de la moral y las costumbres, y también por el teatro17, la comedia y, con posterioridad, por la prensa18.

De hecho, la disciplina que más ha insistido en este análisis concreto ha sido la literatura, a través de la cual se va a presentar, básicamente, un enfrentamiento entre nuera y suegra en el que esta última, al menos a ojos de la primera, era intrínsecamente mala. Así, por ejemplo, dentro del romancero castellano existen varios romances entre cuyas líneas argumentales aparece con una enorme importancia el personaje de la suegra malvada19. Una idea que se va a repetir en el folclore tradicional, que permite rastrear la violencia simbólica dentro del imaginario popular, y que muestra a las suegras como la contraposición de las madres y como seres esencialmente malignos20. Y, también, por supuesto, aparece en el refranero español donde se define a las suegras como malvadas, egoístas, impulsivas, arrogantes, tacañas o frías, entre otros descalificativos, llegando incluso a compararlas con el mismísimo Satanás («Del diablo te librarás, pero de tu suegra no podrás»)21.

Es llamativo, por ende, lo incardinada que esta idea estaba en la sociedad, o la capacidad que tuvo la literatura para difundir estos modelos sobre las suegras. Tal es así que, incluso el Diccionario de Autoridades de 1739, en la acepción «suegro/suegra», después de la definición, incluyó unos versos de una obra poética que decían lo siguiente: «Al portal no dexaron/ entrar las suegras;/ que donde ellas asisten/ no hai noche buena»22.

Pocas son las ocasiones, por lo tanto, en las que aparece una referencia positiva de las suegras. En el romancero hispánico se da principalmente en la obra conocida como «La muerte ocultada»23, y otros autores, en base a determinados versículos de la Biblia, entienden a la suegra como una madre política que ayuda y asiste24.

Pero esta es, sin duda, una visión anómala dentro del imaginario colectivo de las suegras, que aparecen con una connotación normalmente negativa, siendo unos personajes que cuentan con una antítesis representada siempre, o casi, por la nuera y en la que el hombre, en la figura de hijo y, más llamativamente aún, de yerno, queda completamente excluido. Se olvida, por tanto, que aunque la literatura haya insistido de forma constante en la relación conflictiva entre suegra y nuera, ese mismo conflicto «convulsiona y atañe a unas cuantas relaciones de parentesco más. En primer lugar, a las relaciones marido-mujer e hijo-madre»25.

Ahora bien, toda esa controversia en relación a la figura de las suegras no deja de tener algunos problemas serios de interpretación. Para intentar darles respuesta se ha optado por seguir los trabajos de J. A. Salas Auséns, quien aporta dos claves completamente fundamentales a la hora de acercarse a esa realidad. La primera de ellas es que hay que plantearse si esa literatura, donde predomina de forma tan contumaz la visión negativa de las suegras, refleja fielmente, o no, la realidad social de los siglos modernos. Y la segunda es que la documentación que normalmente se emplea para contrastar esa posibilidad suele ser de naturaleza judicial, lo que puede presentar el conflicto de una forma sobredimensionada, en un mundo donde se sabe, ciertamente, que no todo era conflictivo26.

Las suegras ante la Justicia ordinaria

Como toda la conflictividad existente en el seno familiar, aquella que enfrentó a las suegras con sus yernos y nueras tendría un componente grande de intimidad y, en muchas ocasiones, se resolvería mediante mecanismos parajudiciales y de mediación. Una idea que viene a redundar en la más extendida de que todo lo que sucedía dentro del hogar era un asunto estrictamente familiar en el que los tribunales debían cuidarse mucho de intervenir. Es decir, los oficiales de justicia tendrían que abstenerse de tomar conocimiento de oficio en cuestiones que atañesen a disensiones domésticas interiores que tuvieran como protagonistas a padres e hijos, amos y criados y, claro está, maridos y mujeres. Solo en el caso de que hubiera queja, es decir, demanda de una de las partes, o un «grave escándalo», se actuaría de oficio, con la intención de no turbar el interior de las casas y las familias, que no dejaban de ser el reino del pater familias. Antes bien, debían «contribuir, en quanto esté de su parte, a la quietud y sosiego de ellas»27.

Sin embargo, y pese a que la sabiduría popular aconsejaba buscar una solución a los conflictos sin abandonar el ámbito doméstico, en ocasiones era imposible evitar que los asuntos terminasen en los tribunales28. Y este es precisamente el aspecto objeto de análisis de este trabajo, aquellos casos en los que el conflicto se judicializa y permite conocer cómo fue esa relación, poco amable ciertamente, entre yernos, nueras y sus respectivas suegras. Es decir, cómo fueron esos enfrentamientos judiciales entre personas unidas por un parentesco de afinidad. En este caso se dejará de lado la figura del suegro, pues en él podían concurrir circunstancias especiales como que fuera el pater familias y, además, se busca contraponer la realidad judicial con el modelo literario de la suegra malvada.

Acudiendo a los fondos de la Real Chancillería de Valladolid se han localizado, para los siglos 17 y 18 un total de 20 pleitos judiciales. Una muestra muy escasa para el periodo analizado que pone de manifiesto la invisibilización tradicional de este tipo de conflictividad y la necesidad de efectuar un estudio en profundidad.

Aun así, y pese a su escaso número, es posible sacar una serie de conclusiones. En primer lugar, y como es común, la mayor parte de los enfrentamientos tuvieron una naturaleza civil, con 13 casos, es decir, el 65 % del total. Por lo tanto, el 35 % restante, con siete casos, fue atendido de forma criminal, con cinco pleitos sustanciados en las Salas de lo Criminal y los dos restantes por la vía de las causas secretas.

La motivación del enfrentamiento, aunque desigual, fue variada. De este modo, haciendo una división básica, se podría decir que en 11 situaciones el motivo del pleito fueron cuestiones económicas y las nueve restantes se debieron a otros asuntos tales como la tutela o el cuidado de los hijos o nietos en dos ocasiones; el apoyo y encubrimiento de la suegra a las acciones de la hija en tres; la violencia en otros tres y la violencia con resultado de muerte en el último caso. Es decir, pocos pleitos, pero con una casuística representativa cuando el enfrentamiento no tenía connotaciones económicas.

Por último, es necesario analizar quiénes fueron los protagonistas de los pleitos. En 16 ocasiones, es decir, el 80 %, la querella fue interpuesta por los yernos o nueras, lo que puede dar pie a dos teorías: o se da la razón a la práctica literaria de la suegra malvada a la que solo se puede parar mediante la acción de la Justicia o aparecen unos familiares pleiteantes en contra de ese colectivo de mujeres que fueron, principalmente, viudas. La suegra, por su parte, inició el pleito en una sola ocasión y las tres restantes fue la Justicia actuando de oficio en contra del yerno.

En cuanto a la relación del enfrentamiento, en 12 casos correspondió a yernos contra suegras, en cuatro a yerno e hija en contra de la suegra y solo en los cuatro restantes, es decir, el 20 % a nuera contra suegra. En este caso existen, de nuevo, dos variables que pueden condicionar una muestra que contradice el modelo imperante en la literatura y el refranero. O bien las nueras no tuvieron la capacidad o la intención de llevar a las madres de sus maridos ante los tribunales, o la conflictividad entre ellas se circunscribió mayoritariamente al ámbito del hogar. Como apoyatura a esta aseveración cabe decir que las cuatro nueras actuaron judicialmente en contra de sus suegras cuando se quedaron viudas y tuvieron que defender sus intereses y patrimonios29.

Causas civiles

Como ya se ha señalado, las causas civiles fueron las mayoritarias y, dentro de ellas, aquellas que correspondieron a materias de carácter económico, donde la casuística fue realmente grande.

Así, fue habitual la lucha por la posesión de bienes, como sucedió con Cristóbal Orense, regidor de Burgos, al demandar a su suegra, Ana Pardo30, o en el pleito litigado por Feliciana Delgado, en su nombre y el de sus hijos, en contra de su suegra, María Antonia de Sauto y Aspuru, sobre la posesión de los bienes y de la herencia de su marido difunto, José Antonio de Iturralde31. Igualmente, aparecen cuestiones como el impago de rentas y deudas32 entre las que se dan casos como el de Catalina Marcos. Esta mujer decidió en 1731, en Los Santos, Salamanca, efectuar una venta sin autorización de una serie de crías de ganado vacuno que pertenecían a los gananciales de su yerno, Francisco Pérez Miguel y a su hija, Bárbara Pérez33. Tal acción conllevó una demanda reclamando el importe de la venta.

Idéntica consecuencia tuvo la reclamación del pago de alimentos. En 1755, por ejemplo, Miguel Francisco de Sarachaga Zubialdea pleiteó con su suegra, María Ana Boubi, vecina de Bilbao, sobre cierto exceso en la ejecución de unos autos relativos al pago de alimentos señalados en el contrato matrimonial del primero34. O, José Zaldua, capitán del regimiento de Toledo, que, como marido de Juana María Serantes y Bermúdez, de Ferrol (La Coruña), llevó a los tribunales a su suegra, María Teresa Serantes y Bermúdez, para obligarle a cumplir con la prestación de alimentos que les correspondía35.

Unas situaciones que afectaban, como no podía ser de otra forma, a todas las clases sociales. Así, en 1772 María Manuela Cruzat y Ezpeleta, condesa viuda de Agramonte de Valdecabriel, tuvo que pleitear con su suegra, María Micaela de Medrano, para conseguir la entrega del usufructo del mayorazgo que perteneció a su marido. Una petición que iba en consonancia con las cláusulas de sus capitulaciones matrimoniales, que se habían concertado en 175936.

También de carácter civil, pero, de forma directa no relacionado con asuntos monetarios, se han localizado dos casos en los que el conflicto estuvo motivado por cuestiones de tutela y cuidado y crianza de menores.

En 1682 se dio inicio a un pleito litigado por María de Ali37, vecina de Torquemada, en Palencia, y viuda de Alonso Cantanero, escribano del número de esa villa, en contra de su suegra María Nieto, por la tutela de María Cantanero38.

El problema de origen en este caso estuvo en la asignación de la tutela que hizo la Justicia ordinaria de Torquemada, ignorando el derecho de la madre y otorgando la función de tutora y administradora de la persona y bienes de la niña a la abuela debido, al parecer, a que su madre se encontraba ausente del lugar en el momento del fallecimiento de su esposo39.

Ahora bien, lo que está claro es que la muerte del cabeza de familia hacía necesaria la inmediata creación de la figura de un tutor, puesto que, debido a la aplicación del derecho romano en Castilla, la muerte del padre, a diferencia de lo que sucedía con la madre, originaba la disolución de la comunidad doméstica40.

Por lo tanto, la defensa tutelar de María Cantanero fue correcta, no así la resolución de la Justicia de Torquemada. El motivo estaba claro. El testamento de Alonso Cantanero señalaba a su esposa como tutora, por lo que cualquier otra decisión supondría propasar el derecho. Así pues, se trataba de una tutela de las denominadas testamentarias, que fue, sin ninguna duda, preferida a todas las demás y, por lo tanto, no tenía, en principio, necesidad de confirmación por parte de un juez ordinario ‒ni de fianza‒, aunque lo común fue que sí que se hiciera para evitar daños mayores41. Por otro lado, el hecho de que el escribano difunto concediera la tutela de su hija a su esposa demuestra la confianza que tenía puesta en ella, entendiendo a la madre como la persona más idónea para el desempeño de unas funciones tutelares que suponían una enorme responsabilidad42. Además, independientemente de lo que estos nombramientos tuvieran de fórmula protocolaria, Rosa María García Naranjo vio en esta realidad la demostración del cambio que se estaba produciendo en el terreno de las relaciones materno-filiales, pero también en las puramente maritales, ya que el marido reconocía así una mayor autoridad de la madre sobre la que también era su descendencia43. Esta confianza en las mujeres fue aumentando paulatinamente hasta llegar a mediados del siglo 18 cuando en más de un 84 % de los casos la elegida para ejercer la tutela de los hijos menores fue la esposa del testador, fuera o no la madre de los mismos44.

Este motivo llevó, por lo tanto, al enfrentamiento entre nuera y suegra. La segunda señaló que el nombramiento de su persona como administradora de la persona y bienes de su nieta, que quedaba instituida como heredera única de su padre, ya se había efectuado, por lo que no se podía remover. Culpaba de la situación, además, a su nuera, quien había estado ausente, según sus estimaciones, por más de tres años del domicilio conyugal45. Si María de Ali no había concurrido al socorro de su hija, se entendía que había renunciado al derecho que pudiera tener. Por su parte, la propia María de Ali solicitaba, no que se removiese a su suegra de la tutela, sino que se diera por nulo el nombramiento46. Para ello alegaba su derecho inalienable, nacido no solo de su condición de madre y esposa y, por lo tanto, la preferida por el derecho, sino del nombramiento testamentario realizado por su marido. Además, su ausencia, de la que Alonso Cantanero no había formulado nunca queja alguna, no era un inconveniente suficiente como para impedir la asunción de un derecho de esa magnitud47.

Finalmente, la Justicia de Torquemada tuvo que declarar por nula la designación de María Nieto como tutora, y nombrar a María de Ali48. Una resolución que fue avalada por los oidores de la Real Chancillería de Valladolid en sus sentencias de vista y de revista49. Este, quizás, sea uno de los casos que más se acerquen a los modelos literarios, permitiendo, por ello, utilizar uno de los muchos refranes que existen al respecto: «Madre e hija caben en una camisa, suegra y nuera no caben en una tela»50.

Un caso diferente, aunque con ciertos matices de similitud, fue el que se produjo en 1772 entre Francisco Fernández Radal, mercader y vecino de Medina de Rioseco, en contra de su suegra, María Morán, sobre la reclamación que hizo esta última para poder visitar y comunicarse con su nieta Maximina Fernández51.

En este caso concreto, la demanda estuvo promovida por Antonio Fernández González, que era el marido de María Morán, la abuela de Maximina. Y el motivo fue, según el padre, que la abuela quería obligarle a que diariamente, o cuando fuera voluntad de dicha María, enviase a su casa a la referida nieta52.

Dos fueron los motivos principales por los que Radal se negaba a tales peticiones lo que supuso, además, su apelación a la instancia superior que representaba la Real Chancillería de Valladolid. El primero de ellos hacía alusión a una cuestión puramente legal, entendiendo que de ceder ante tales peticiones se estaría vulnerando su derecho de patria potestad: «siendo así que como tal padre me perteneze por la patria potestad que en mí rreside tenerla en dicha mi compañía cuidándola y alimentándola de ttodo lo nezesario y educándola como es bien notorio en esta ciudad»53. Lo contrario iría contra «toda razón dibina, humana y derecho». La segunda causa era un ataque directo a las acciones de la abuela en lo referente al cuidado de la nieta. Según Radal, no enviaba a su hija a casa de la abuela por «la mala crianza que por estta se la daua a la nominada su hija a quien por descuidos de su abuela hauía ttenido mi partte que curar algunas indisposiciones que hauía adquirido en su compañía», con una referencia explícita a la enfermedad de la sarna54. Justo lo contrario de lo que sucedía cuando estaba bajo su tutela directa, pues quedaba a vista de todo el vecindario su buen estado por lo aseada y lo «rolliza» que estaba55.

Por otro lado, entendía que dada la avanzada edad de Antonio Fernández, quien estaba «tullido e imposibilitado de sus achaques habituales» y la dedicación de María, quien salía «muy a menudo a hacer sus empleos y compras de vadanas y cueros a Villalón, La Mota y otros parages», difícilmente podrían atender adecuadamente a su hija. Además, llegado el caso, la implicación de Antonio Fernández en el pleito era del todo inadecuada, puesto que no tenía derecho por no tener el más mínimo parentesco con él y sus hijos56.

La abuela, por su parte, apeló constantemente a cuestiones sentimentales. Su marido expresó el deseo que tenían de que se cumpliera su petición por el «el gozo de ber y cuidar a dicha niña si necesittase de cuidado, lo que hera lícito y permitido a dicha su abuela»57 y por el amor que le profesaban. Señalaron, además, que la niña se arrojaba a los brazos de su abuela cada vez que la veía, y que no quería desprenderse de ella, llegando a manifestar disgusto con su padre.

Sin embargo, su estrategia no se limitó a tales cuestiones, sino que decidió pasar al ataque, acusando a Radal de tener prisionera a su nieta, al mantenerla

cerrada y sin la dibersión de las genttes, a que es consiguientte una melancolía con la que abilmente está espuesta dicha niña a perder la vida. Y deseando dicha su abuela el alibio de la expresada su nieta como cosa tan llegada y a quien incumbe el mirar por su libertad y salud que de ella puede resultarla en una hedad tan pueril como la que oi tiene que será de quattro a cinco años58.

Aprovechó para negar las acusaciones infundadas de su yerno sobre el cuidado que ella daba a su nieta y sembró, en cambio, la sospecha sobre varias cuestiones. La primera, sobre el cuidado que Radal daba al conjunto de sus hijos, hasta el punto de señalar que, si la niña había cogido sarna sería en su propia casa, debido al acogimiento que, por a sus intereses, hacía de «ttoda casta de genttes y lebreas, en el paso de gallegos a quienes no faltta, por lo mísero desta nación, y precisando a recibirles para sus agencias»59. Y la segunda, sobre el comportamiento de la nueva mujer del viudo de su hija. Aparece aquí, por lo tanto, otro de los temas preferidos de la literatura, el de la madrastra: «Sospecha de que la falttaua el cuidado necesario a una criatura tierna, en poder de una madrastra que en lo esterior manifiestta el melindre y delicadeza de una señora de superior clase para satisfacerse biendo la resisttencia de esta y de dicho su yerno»60.

Así pues, esta madrastra se gastaba, según testimonio de María, todo su dinero en su propio tocado, en sus criadas y en el cuidado de sus propios hijos, quedando los de Radal y, en especial, la pequeña Maximina, en el desaliño y la falta de educación.

Un tema este, el de la educación, que, junto con el del encierro, provocó la defensa más airada de Radal a su actuación como padre:

Quién ha vistto ni enseñado que pende la crianza y educación de dar libertad a los hixos, de no ttenerles en clausura? Todo lo contrario se practica en los padres de familias solícittos de la educación de sus hixos, la clausura y rettiro en sus casas. Y quando salen, con persona que los contenga. Esto en hixos, quantto mexor en hixas. Quién duda que en las calles no aprende sino liberttades, desobediencias y dictterios iniquos? Luego cómo se atreve a graduar de buena crianza la liberttad de la calle a una mujer y repugna y dice de mala la que en realidad es buena como la clausura, infiera de aquí el tribunal qual puede ser el fin de ttal pretensión que por los términos dudo se encuenttre ottra61.

La sentencia, finalmente, estableció que la niña debía permanecer en casa del padre, pero que era preciso que se observase «la urbanidad correspondiente con dicho Antonio y María Morán y la correspondencia debida entre padres, hixos y nietos»62.

Causas criminales

El resto de causas localizadas, como ya se ha señalado, correspondía a cuestiones relacionadas con la Justicia criminal y, aunque la muestra es pequeña, permite acercarse a una casuística representativa.

En primer lugar, han aparecido una serie de causas en las que los varones comenzaron una demanda conjunta, hacia su mujer y hacia su suegra a la que, como se verá, trataron de encubridora, aliada e, incluso, instigadora de los comportamientos delictivos de sus hijas. En concreto, de actuar en contra de los sagrados preceptos del matrimonio y de no adaptarse a los modelos normativizados que, en teoría, se esperaba en la Edad Moderna de una mujer casada.

Así, por ejemplo, en 1797 Pedro Díez Mogrobejo, vecino de Valladolid, denunció a su mujer, María Antonia Ribas, y a su suegra, Josefa del Castillo, por haberse fugado de la casa familiar huyendo a Portugal con un hombre, Sandalio de Arce, vecino de Villadiego63.

En la Salamanca de 1783, Sebastián López de Ocaña denunció a su mujer, Josefa de Olmedo, e incluyó en la demanda a su suegra, Antonia Puente, a la que consideraba una verdadera instigadora de que su esposa no hiciese vida marital con él64. Por más que la Justicia había insistido, no había conseguido que Josefa se separase de la compañía de su madre. Él, en cambio, quería vivir con su mujer «para ebitar los escándalos que produce tal separación, la que nacía de los malos influjos de Antonia Puente, madre de dicha Josefa Olmedo»65. Aunque la propia Chancillería ordenó a Josefa vivir con su marido, ella dijo que, aunque se lo mandaran «mil veces los tribunales superiores, no obedecería ni se juntaría» con su marido66. Un hecho que no hacía, según su marido, sino aumentar cada día «su desenfreno y escandalosa conducta, iriendo la estimación de el otorgante con poco temor de Dios y respeto a el sagrado estado del matrimonio»67.

Por último, estaría el caso en el que un vecino de Bermeo, Juan José de Urquidi, se enfrentó judicialmente con su mujer, Manuela Antonia de Menchaca, por un delito de adulterio, y con su suegra, Nicolasa de Belandia, por el encubrimiento que hizo de ese mismo delito68.

Otras situaciones diferentes se dieron en aquellos pleitos en los que el hilo conductor no fue el conflicto, sino directamente la violencia. Por ejemplo, Ignacio Antonio de Menchaca y Aróstegui, escribano del número de Palencia, pleiteó con su suegra, Antonia Gutiérrez y Prado por las heridas y los golpes que sufrió de su mano y de la de su hijo, Francisco de León69.

No obstante, parece que, en el caso de que interviniese el factor violencia, lo más habitual fue ver a la suegra como la víctima, ya fuera en solitario, o junto con otros miembros de la unidad familiar. En muchas ocasiones, por tanto, existió una violencia generalizada del pater familias.

Eso sucedió en San Martín de Trevejo cuando la Justicia hubo de intervenir en contra de Esteban López por su vagancia y por los malos tratos que dispensaba a su suegra y, especialmente, a su mujer70. En las sociedades modernas los malos tratos hacia la mujer fueron entendidos como un mal menor. Es verdad que los juristas y los moralistas cristianos los criticaban –e, incluso, los condenaban–, pero también asumían que eran la mejor manera de que el marido, en este caso, asegurase la obediencia de la mujer: «Ejercer un riguroso control sobre las mujeres, en el que el aislamiento y la mano dura suplantaban al diálogo, se justificaba doctrinalmente aludiendo a las características de la psicología femenina, que la situaban en inferioridad moral frente al hombre»71.

Castigar con moderación, por lo tanto, estaba social y moralmente aceptado, especialmente cuando se aplicaba a mujeres desobedientes72 o que cometían faltas, o si de ello dependía el buen gobierno de la casa que, en última instancia, correspondía al marido.

En este caso concreto, no obstante, la violencia ejercida no puede entenderse en modo alguno como corrección. Además, esta sobrepasó el derecho que el hombre tenía con su cónyuge, afectando también a su madre. Así pues, era en situaciones de desproporción y/o escándalo, cuando la Justicia decidía intervenir para poner coto a un hombre que había quebrantado la paz en el hogar.

Eso sucedió, también, en Valladolid en 1795, cuando la Justicia intervino en contra de José Sanz por haber herido a su suegra, Bernarda Fernández Melgar73. Al parecer, cuando el alcalde del barrio de la Rinconada se encontraba de ronda con motivo de la iluminación y función de la iglesia del monasterio de premostratenses, la noche del 26 de abril, se oyó un tumulto del que resultó preso José Sanz por haber dado un «cazuelazo» a su suegra. La inspección del cirujano, José Blanco, certificó la existencia de ciertos golpes en la cabeza de la mujer, donde halló algunas leves heridas, contusiones e inflamaciones, principalmente en el lado izquierdo del hueso coronal y sobre los parietales. Aunque en principio no revestían de una gran gravedad, se le sangró y se la mandó guardar cama y hacer dieta, por los «accidentes que pueden sobrevenir» de tales acciones74.

Cuando la Justicia tomó declaración a las partes, la historia tenía discrepancias según quien lo contara. Bernarda Fernández Melgar señaló que el día de la agresión había estado con su hija esperando a que llegase a cenar el dicho José Sanz y que en cuanto le vio venir subió a encender la luz del hogar. Sin embargo, en el momento en el que pidió la cena su hija decidió encararse con él para recriminarle la mala gestión que hacía del patrimonio familiar, lo que provocó la ira del hombre que empezó a dar golpes a su esposa. La madre, sabiendo que su hija estaba embarazada y enferma, sacó «la cara por su hija». Entonces, su yerno «agarró un cuenco en que había comido a medio día y sin más ni más se le tiró a la cabeza, hiriéndola con él, habiéndola castigado antes tirándola encima del logar de la cocina»75.

La versión del José Sanz fue, no obstante, algo diferente. Reconocía que había pedido la cena y que su mujer llevaba nueve meses enferma, pero discrepó en la forma del enfrentamiento, señalando que su suegra se había entrometido en la gestión del hogar y en su relación conyugal, negándole la cena. Así que dijo que igual que

se había hido muchas noches sin cenar, que también se hiría aquella. Y baxándose a encender un cigarro, vino su suegra y se le agarró de los pelos y diciéndola le dejase y biendo no quería hastta que la dijese quien hera la picarona que había dicho que gasttaba lo que la habían dado a su muger para manttenerla, a que la respondió que quando llegara la ocasión se lo diría y biendo que no quería solttarle de los pelos agarró un cuenco vidriado y se lo tiró a la cabeza, y enttonzes la solttó y biendo hechaba sangre pasó a dar cuentta a el alcalde de Barrio76.

Finalmente, la Justicia ordenó a José Sanz que no se propasase ni maltratase a su suegra, «ni menos a su mujer»77. De igual modo, se indicó a Bernarda y a su hija, Jacinta, que no diesen lugar a semejantes casos, que le sirviesen siempre la cena a su marido y que viviesen en paz evitando cualquier quimera o desavenencia en el matrimonio.

Por último, es preciso hacer referencia a un caso en el que la violencia tuvo un desenlace fatal. La Justicia de Sepúlveda, en 1798, actuó en contra de Tomasa Lobo y su marido, Matías Sanz Martín, vecinos de San Pedro de Gaíllos, por haber agredido y dado muerte a Teresa de Miguel, madre y suegra de los acusados78. En este caso, la causante de las heridas fue la hija, mientras que su marido estuvo presente y consintió tal acción. El caso es que el 6 de agosto de ese año la Justicia pedánea fue al hogar familiar y se encontraron a Teresa de Miguel con «barias eridas con gran derramamiento de sangre»79. El cirujano que acudió para su atención certificó la existencia de tres heridas, dos en lo alto de hueso parietal izquierdo y otra en el derecho, todas con profundidad hasta el hueso. Tenía, dada la avanzada edad de la mujer, 84 años, un pronóstico peligroso que hizo al tribunal de Sepúlveda enviar al médico y cirujano titulares de la villa para una nueva revisión, quienes encontraron a la mujer muy anciana y grave por una «ydropesia anasarca y anelosidad en el pecho de bastante opresión que padece de un año a esta parte», con otros síntomas fatales que con las heridas contusas y amoratamientos que además tenía en varias partes del cuerpo «hera de necesidad indispensable su muertte al propio tiempo que aquellas habían podido cooperar en parte a poner a la paciente en esttado tan lamenttable y acortar su vida»80. Como así fue, pues Teresa falleció una semana después de la agresión dando, quizás, pábulo al refranero español: «Suegra que se lleva la muerte, desgracia con suerte»81. Sin embargo, el análisis anatómico que se hizo de su cuerpo señaló que las contusiones, por sí mismas, no eran capaces ni causantes de la muerte de la mujer, aunque sí de acortar su vida. De ese modo, los alcaldes del crimen establecieron una multa de 30 ducados a Matías Sanz y la reclusión de cuatro años en la galera de Valladolid a Tomasa, una condena de la que podría librarse, como así hizo, si pagaba 100 ducados a la cámara. Además, se les conminó a que no volvieran a cometer tan graves excesos «tratando a sus padres y maiores con el respeto y moderación que corresponde»82.

Conclusiones

Aunque este trabajo pueda entenderse como una aproximación a un tema complejo que ha de ser estudiado desde varios puntos de vista, el análisis de los pleitos de la Real Chancillería de Valladolid aporta una visión que permite contraponer la realidad social castellana con su representación literaria.

Así, los pleitos, sus participantes y las diferentes resoluciones de los mismos hacen que se pueda poner en tela de juicio la máxima conocida de las suegras: su maldad intrínseca. Incluso, comprendiendo que el análisis es parcial y que la fuente, de naturaleza judicial, puede distorsionar los resultados de un estudio general.

Por lo tanto, lo que se ha observado es que, dentro de esa conflictividad, en un elevadísimo número de casos fueron las suegras las que se vieron obligadas a presentarse en la Justicia ante las demandas de sus yernos y nueras. Y en los casos en los que ellas tomaron la iniciativa, o lo hizo la Justicia de oficio, eso respondió a unas violencias o, incluso, la muerte, que rompe el estereotipo de suegra malvada y añade una arista más: el de la suegra como víctima. Esto quizás pueda llevar a pensar que la literatura haya obviado el personaje del yerno o de la nuera malvados que, con motivos desconocidos, pudieran herir o hacer sufrir a las que el derecho considera como unas madres políticas.

Además, las querellas ponen en tela de juicio la relación conflictiva que tradicionalmente se atribuye a suegras y nueras. Es posible que la veracidad de esa afirmación esté en la naturaleza privada del enfrentamiento, pero lo que aparece en los pleitos judiciales es que el conflicto fue más común con los yernos que con las nueras, por lo que la invisibilización de este hecho, de haberse producido, quizás tenga que ver con la mentalidad patriarcal de las sociedades modernas o con las tendencias de formación de las familias.

Por ello, se podría decir que, a falta de un estudio más profundo, la realidad se muestra más compleja que los modelos establecidos y que rompe con muchas ideas mantenidas por la tradición oral a través de la literatura, el folclore o los refranes.