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Familia y violencia en la jurisdicción castrense del reino de Galicia a finales del Antiguo Régimen

Family and Violence in the Military Jurisdiction of the Kingdom of Galicia at the End of the Ancien Régime

Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «Violencia, conflictividad y mecanismos de control en el Noroeste de la Península Ibérica (siglos XVI‑XIX)», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2021-124970NB-100).

Las fuentes judiciales y el estudio de la violencia familiar

La sociedad del Antiguo Régimen es un mundo marcado por la cotidianeidad de la violencia. Las desavenencias, fueran de la naturaleza que fueran, a menudo derivaban en sangre, golpes o, en el mejor de las casos, insultos e injurias. Si esto era así a nivel general, no nos puede sorprender que ese mismo lenguaje para dirimir conflictos se aplicase también de puertas a dentro, en el seno del hogar. Era inevitable que la violencia aflorase porque era lo natural desde una perspectiva cultural pero también porque el carácter patriarcal de aquella sociedad facultaba al varón, como cabeza de casa, a aplicarla con sus dependientes cuando así lo estimara oportuno1. Esta posición de fuerza se sustentaba tanto en pasajes bíblicos como también en la propia tradición clásica, argumentos repetidos hasta la sociedad por moralistas y juristas de la época. Pero también, como apunta María Luisa Candau Chacón, bebía de una mentalidad de corte feudal que concluía que los integrantes de la familia le debían sumisión al cabeza de casa a cambio de la protección que les garantizaba2.

Nuestra intención en este trabajo es analizar la conflictividad y la violencia focalizada en el matrimonio para un período y un sector sociolaboral concreto de la Galicia de finales del Antiguo Régimen. Nos referimos a la población militar, esto es, a aquella que quedaba bajo la competencia del tribunal eclesiástico castrense. Es decir, no solamente nos referiremos a los militares propiamente dichos, sino también a los trabajadores vinculados con las instalaciones militares –talleres, astilleros, etc.–. Esta jurisdicción eclesiástica nació con carácter exento en un contexto muy determinado: la irrupción del reino de Galicia en general y del puerto de Ferrol en particular como un objetivo estratégico de primer orden para la Corona española. En efecto, la ubicación en aquel puerto de una de las tres capitales de departamento marítimo en las que se dividió el litoral español, trajo consigo la llegada a la localidad de nutridos contingentes de militares y operarios para los arsenales y astilleros, en el contexto de la agresiva política de reconstrucción naval que estaba desarrollando la Corona. La aparición, prácticamente de la nada, de un nuevo centro urbano, de en torno a 25 000 habitantes, poblado mayoritariamente por individuos del fuero castrense, provocó la necesidad de crear en la misma una autoridad eclesiástica enteramente al margen del control de la jurisdicción ordinaria y que rindiese cuentas exclusivamente ante el patriarca de las Indias que ostentaba la categoría de vicario general de los ejércitos.

En consecuencia, en 1768 se ubicó en la nueva capital departamental un teniente vicario castrense que debía atender las demandas espirituales de una población en continuo crecimiento y, también, velar por su salud moral, juzgando y castigando sus supuestos desvíos. Pero las competencias de esta nueva figura no se circunscribieron exclusivamente a los límites territoriales de la nueva ciudad-arsenal, sino que se extendieron a un territorio más amplio, superando incluso durante un pequeño período de tiempo las fronteras del propio reino de Galicia. En efecto, el primero de los subdelegados ferrolanos, don José Mateo Moreno, figuraba en la documentación de la década de los 70 como «Teniente Vicario General Subdelegado apostólico de los Reales Ejércitos de mar y tierra en este reino y principado de Asturias». En las décadas posteriores ese ámbito competencial se restringió al reino de Galicia, perdiendo los tenientes vicarios su control sobre tierras asturianas. Finalmente, a partir del primer tercio del siglo 193, coincidiendo con la aguda crisis padecida por la Armada por entonces, con la consiguiente reducción de efectivos, los territorios bajo el control del subdelegado de Ferrol se redujeron a una parte del territorio gallego, precisamente aquella con un mayor número de contingentes militares: es decir, los obispados de Mondoñedo y Ourense y el territorio arzobispal de Santiago de Compostela.

El tribunal eclesiástico ferrolano tuvo una apreciable actividad desde su creación en 1768 hasta 1835, fecha que hemos elegido para cerrar nuestro marco temporal4. De entre todas las causas vistas, eran aquellas relacionadas, directa o indirectamente, con el sacramento del matrimonio las que jugaban un papel protagónico, circunstancia lógica pues estos pleitos solían ser los más importantes entre los eclesiásticos. El carácter sacralizado de la unión entre un hombre y una mujer explica el hecho de que la Iglesia tuviese monopolio jurisdiccional de los asuntos matrimoniales en lo que tenía que ver con el vínculo afectivo, dejando a la Justicia civil los aspectos económicos que derivaban de su condición de contrato5. A este respecto, el Concilio de Trento definió de un modo claro que la Iglesia, por potestad recibida de Cristo, tenía facultad para permitir o impedir la celebración de matrimonios, así como para suspenderlos en casos excepcionales.

En su conjunto, las causas relacionadas con el sacramento del matrimonio suponían el 91,1 % del total de las 212 vistas en el período objeto de estudio. Dentro de ellos se incluyen las demandas matrimoniales, es decir, las acciones legales llevadas a cabo por mujeres supuestamente burladas por aforados castrenses y que solicitaban de las autoridades eclesiásticas una reparación a esos daños. Estamos hablando de lo que para otros ámbitos se han denominado demandas «por palabras de matrimonio». Las demandas matrimoniales suponían el 69,3 % del total de procesos vistos por el subdelegado castrense. La primacía de este tipo de pleitos se constata también para otros tribunales eclesiásticos españoles de la Edad Moderna6, así como en otros ámbitos territoriales de la Europa católica7.

Muy por detrás de las demandas, con un 10,9 %, se encuentran los divorcios. Tampoco resulta extraño el hecho de que las causas de divorcio ocupen un papel menos relevante en los juzgados eclesiásticos en general y en el gallego en particular. En efecto, la disolución de un matrimonio a ojos de la Iglesia solamente se podía considerar en casos excepcionalmente graves y razonados, atendiendo a la sacralización de este, apuntalada de un modo definitivo en Trento. Y, aun así, primaban los llamados divorcios semiplenos –es decir, la separación temporal de los cónyuges sin la desaparición del vínculo matrimonial– frente a las nulidades, que eran muy poco relevantes cuantitativamente hablando8.

Las causas por las que un juez eclesiástico podía dictar la separación o el divorcio semipleno eran varias y todas consideradas de suma gravedad. En primer lugar, el adulterio, que daba derecho al cónyuge inocente a separarse a perpetuidad del culpable. En segundo la «fornicación espiritual», es decir, la caída del culpable en herejía o cisma. Y, en tercero, la vida criminal o ignominiosa de alguno de los integrantes del matrimonio. Finalmente, y esto es lo que más interesa para nuestro estudio, aquellas relaciones que pudiesen entrañar un grave peligro para el alma o el cuerpo de uno de los cónyuges. Nos referimos a los casos de sevicia o trato cruel que, en la abrumadora mayoría de los casos, protagonizaba el cabeza de familia y que podía comportar un peligro cierto para la supervivencia de la esposa. Pero también se podía entender como tal los reiterados malos tratamientos de palabra y humillaciones, la vida crapulosa o la malversación del patrimonio conyugal, si bien todos estos condicionantes resultaban, por lo general, de limitada influencia en la decisión del tribunal si no existía la certidumbre del peligro de vida para la esposa.

Y es que, como es sabido, solamente en caso de peligro cierto, la violencia marital podía comportar la separación. El varón, como soberano de su hogar, podía ejercer la violencia con los integrantes del mismo como un instrumento de corrección frente a comportamientos inadecuados. Como ya hemos referido, los testimonios de moralistas y juristas que avalan este estado de cosas para los siglos de la Modernidad son abundantísimos. Solamente, pues, si el cabeza de familia convertía esa potestad en manifiesta crueldad podía intervenir un tribunal9.

Precisamente, a través de la actividad judicial del tribunal eclesiástico ferrolano podemos analizar el grado de violencia producido en estos casos para el tiempo y espacio territorial objeto de nuestro estudio. Pero es necesario realizar algunas consideraciones a priori. En primer lugar, debemos entender que solamente un número muy limitado de casos de malos tratos acababan siendo vistos por los juzgados, puesto que existían condicionantes de tipo social, cultural, mental o económico que dificultaban enormemente el acceso de las mujeres a las salas de justicia. Comenzando por el propio temor al genio del esposo o continuando con las presiones del entorno familiar o social, la presencia de hijos menores, etc. Prueba de las dificultades que entrañaba para las mujeres dar un paso adelante de tal trascendencia, lo tenemos en el testimonio de Dña. Concepción Olave y Romero cuando inicia el proceso de divorcio contra su esposo el ayudante de construcción D. Manuel López Arenosa en 1835:

Yo quisiera, señor, poder manifestar lo sensible que me es el ser yo misma la delatora de mi esposo, y esta consideración fue la que me contubo en diez y seis meses de tormentos; pero ya no puedo sufrir más y si una ley me autoriza en este caso, otra ley eterna me impone el deber de mi conservación. Sálveme yo pues separándome de mi marido, a lo menos mientras no reconoce sus yerros, no se arrepiente y enmienda: recupere yo mi salud, si es que mi estado físico admite alguna mejora y viva, en fin, aunque con el dolor agudo de verme separada de mi esposo a quien amo tiernamente10.

Un segundo aspecto a considerar, siguiendo en este caso a Lawrence Stone, es que, aunque los testimonios recabados en el análisis de los procesos ofrecen abundante información, no debemos olvidar que son fruto siempre del interés de las partes por hacer prevalecer sus objetivos en la sentencia final. Esto quiere decir que se puede incidir especialmente en aquellos aspectos que pueden favorecer sus intereses, exagerando o, al menos, aderezando el relato con un mayor dramatismo11.

La violencia física en las relaciones maritales: el peso de la sevicia

Teniendo en cuenta lo señalado, podemos acometer el análisis cualitativo de los procesos por malos tratos del tribunal eclesiástico castrense. De los 23 divorcios localizados entre el inicio de su actividad –1768– y 1835, 15 tienen como razón principal la sevicia12, 14 de ellos teniendo a la esposa como víctima y uno en el que es el marido el que acusa a su cónyuge de malos tratos y amenaza de muerte13. Dejando al margen ese último caso, ciertamente excepcional, nos centraremos en los otros 14, tratando de dilucidar a través de las declaraciones de los protagonistas y de sus testigos las principales características de esta violencia: la presencia de la de carácter físico y su nivel de contundencia, los efectos de la violencia verbal y la connotación de los insultos proferidos, los espacios en los que se desarrollan tanto una como otra, la existencia de agentes que traten de intermediar o mitigar su impacto, el protagonismo de los diferentes sectores socioeconómicos vinculados al mundo castrense, etc.

Ya señalábamos, con anterioridad, las dificultades que entrañaban a las mujeres tomar la decisión de buscar amparo en un tribunal eclesiástico ante la gravedad de la situación que podían estar viviendo en el seno del hogar. La incertidumbre que generaba enfrentarse a un proceso, sin garantías de que su demanda saliese adelante, suscitaba no pocas dudas, por lo que no era extraño que cuando la mujer se decidiese hubiera pasado ya un largo tiempo de padecimientos. El ejemplo de Ángela García es al respecto significativo. Vecina de la villa de A Graña, en 1776 decide abrir un proceso de divorcio contra su esposo, el cantero de los arsenales Pedro Loureiro. La mujer, de oficio costurera y planchadora, se había casado a los 13 años de edad y llevaba nada menos que 20 de padecimientos por el genio intempestivo de su esposo. De hecho, la propia Ángela narraba que la violencia en el hogar surgió poco tiempo después de contraer nupcias. Esta circunstancia se repite en la práctica totalidad de los pleitos por sevicia analizados; son frecuentes en los mismos las alusiones a agresiones en el propio lecho nupcial, argumento que pretendía remarcar el comportamiento impropio del marido desde el mismo momento en el que se había consumado el matrimonio. En el proceso abierto por la mencionada costurera, los abundantes «golpes o porrazos» recibidos a lo largo de su terrible purgatorio le habían provocado hasta siete abortos, logrando en todo este espacio de tiempo engendrar solamente a un hijo14. Asimismo, las agresiones del cabeza de familia le habían generado en más de una ocasión la rotura de los huesos de los brazos. A pesar de todo ello, Ángela García aguantó junto a su esposo todo aquel tiempo y parece que fue el encierro de este en la cárcel pública, por orden de la Justicia, por causa de la última paliza propinada a su mujer, el motor que desencadenó la demanda.

La causa de Ángela García responde en general al prototipo de los procesos de sevicia del tribunal eclesiástico gallego. En todos ellos, las esposas se quejaban de la violencia física ejercida hacia ellas por sus maridos y de las constantes vejaciones de las que eran objeto, con frecuencia ante la presencia de vecinos, servicio doméstico o familiares. Los testimonios de esa violencia son, ciertamente, estremecedores, aun atendiendo a la prudencia con los que debemos interpretarlos, puesto que buscan, obviamente, impactar en la opinión del juez eclesiástico. En 1830, también en la villa de A Graña, otra mujer, de nombre Cipriana López, denunciaba a su esposo, el carpintero de ribera de los arsenales, Juan Antonio Seoane, en estos términos:

Me maltrata con golpes de la suerte más cruel, no bastándole para ellos las manos sino que hasta con los pies lo egecuta, encerrándose al efecto conmigo en casa y hechándome las manos al pescuezo y boca, sin duda con el intento de ahogarme, como que en una de estas ocasiones lo hubiera realizado a no haber podido conseguir la fuga, desasiéndome de sus manos después de los mayores esfuerzos y saliendo por una puerta falsa que tiene la pieza en que consigo me había encerrado15.

En una línea muy similar se mueve la imagen que ofrecía el procurador de la ya mencionada Dña. Concepción Olave y Romero con respecto al trato extremadamente violento que le dispensaba su esposo D. Manuel López Arenosa:

En efecto, mi desgraciada cliéntula sufría continuamente golpes de la mano de su esposo: las sillas, los candeleros y el mueble más próximo servían otras veces de instrumento a su injusto enojo y… vergüenza da el decirlo, hasta las botas destinadas únicamente para ser oprimidas contra el inmundo suelo, han servido para golpear a esta infeliz y arrancar lágrimas a esta inocente […]. Ha llegado el caso, Señor, de amenazarla con un cuchillo de uso en las comidas, pero una criada se lo arrancó de la mano. Noches enteras ha pasado esta desventurada esposa al lado de su criada por no consentirla el suyo16.

Ambos testimonios, ciertamente clarificadores del elevado grado al que podía llegar la violencia física del esposo, se pueden completar con muchos otros ejemplos. Así, en 1774, Francisca de Cobas, vecina de la villa de Ferrol, y que solamente llevaba casada nueve meses con el peón de los arsenales Francisco de Echevarría, acudía al subdelegado castrense ante las múltiples amenazas de muerte proferidas por su esposo y que se extendían también a sus padres y abuelos que vivían con ellos en su casa. Él, que solía llegar borracho al hogar conyugal a horas intempestivas, no negaba los malos tratos, pero los justificaba aduciendo que su esposa mantenía una supuesta relación amorosa con un cirujano de la Armada. En la misma villa de Ferrol, dos años después, otra mujer casada con un operario del obrador de velamen desde hacía 16 años también se quejaba de que su marido le daba mala vida. En más de una ocasión el maltrato había tenido como consecuencia la rotura de los brazos, a lo que se unían las constantes amenazas de muerte, empuñando el agresor un cuchillo o incluso un arma de fuego. La noche del 28 de junio de aquel año, según los testimonios de varios vecinos, el operario le aseguró a gritos que «después de matarla le havía de chupar la sangre»17. Este tipo de expresiones son también abundantes. En este caso, junto a la denuncia por malos tratos se unía la de infidelidad manifiesta pues la demandante aseguraba que todo el jornal que ganaba en el astillero real, lo gastaba «en mujeres de mundo».

Y es que, como hemos podido comprobar, junto a la violencia física, la demandante solía añadir otros argumentos que reforzaban la situación insostenible que, desde su punto de vista, padecía en la relación conyugal. En este sentido, la infidelidad, normalmente con prostitutas, y el consumo excesivo de alcohol, aparecen en la mayoría de estos casos. En 1804, la esposa de un artillero de la ciudad de A Coruña, lo acusaba de haberse arrojado «al abominable vicio de la embriaguez», además de frecuentar ámbitos depravados, repletos de mujeres de mal vivir. De hecho, estas prácticas habían provocado que contagiase a su propia esposa el mal venéreo. Otro testimonio interesante es el de Bernardina Díaz, esposa de un carpintero de ribera de la villa de A Graña, quien en 1830, tras cinco años de matrimonio, abre un proceso por divorcio, señalando:

En términos que en el día para hacer más triste mi suerte egecuta con estudio todo lo contrario de lo que dicta el buen orden y aún la decencia. Se embriaga con frecuencia, viniendo con este motivo a casa a alta hora de la noche y entonces, por una necesaria consecuencia del odio e infernal desprecio con que me mira me maltrata de palabra y obra18.

Bernardina menciona en su demanda otro argumento que refuerza más si cabe la baja catadura moral de su esposo. Como madre de dos hijos de tierna edad, denuncia que el carpintero, por su vida crapulosa y escaso apego a su familia, le privaba a ella y a sus vástagos la necesaria manutención, a pesar de las exhortaciones del cura párroco de la villa y de las persuasiones e incluso amenazas del gobernador militar de la plaza, el subdelegado de policía y el comandante de matrículas. Pero aun considerando esta presión social favorable a la esposa y la firme fundamentación de sus padecimientos frente al juez, llama poderosamente la atención como termina esta situación tres años más tarde. El cura párroco se congratulaba entonces de que los dos cónyuges decidieran retomar la vida marital bajo un mismo techo «cesando con esto la ruina espiritual que estos ocasionaban en este pueblo». Dicho de otro modo: aun demostrándose la violencia ejercida por el esposo, el final ideal consistía, precisamente, en una vuelta a la convivencia frente a los peligros que podía causar, especialmente a ella, la separación de la pareja.

La de Bernardina Díaz no es la única causa en la que se hace alusión a una supuesta dilapidación del patrimonio. En 1804 a la causa por sevicia que alegaba una mujer coruñesa para obtener el divorcio de su esposo militar –con amenazas de muerte sable en mano–, se unían dichas razones. El artillero era el segundo esposo, habiendo percibido de su anterior matrimonio cierta cantidad de dinero que estaba dilapidando, en perjuicio de la mujer y sus cinco hijas fruto del primer enlace.

Amén de la violencia física ejercida por el cónyuge, en la totalidad de las causas de sevicia se hace alusión a los malos tratamientos de palabra y las vejaciones sufridas por la esposa. Los insultos eran frecuentes, siendo el más generalizado el de «puta» y sus variantes –«zorra», «ramera»…–. Incluso en ocasiones amén de los insultos, el esposo ponía en cuestión la calidad moral de su cónyuge con alusiones sumamente ofensivas, como hizo, en palabras de una testigo, el militar D. Ramón Monsen, vecino de la feligresía de San Xoán de Guntimil, en la provincia de Ourense, a su esposa Dña. Manuela de Opazo y Figueroa:

Que siendo la Doña Manuela de genio amable y de una conducta moral y política irreprensible, ha sido diversas veces insultada de su marido Don Ramón Monsen, poniendo su conducta en grado inferior al de una vecina que conoce por el nombre de Juana y tiene parido unas siete u ocho veces de corto con diferentes hombres por lo que se merece el nombre de mundana19.

En otros pleitos, el esposo hacía referencia a la vida desordenada de su cónyuge con expresiones como «bribona» o incluso «bruja». También en los divorcios se reflejan otras insinuaciones hirientes relacionadas con la supuesta falta de encantos de la agredida. Así, según los testigos, el ayudante de construcción del arsenal ferrolano D. Manuel López Arenosa, llamaba con frecuencia a su esposa «fea y horrorosa».

Las esposas denunciadas: infidelidades y conductas escandalosas

Si en todos los pleitos promovidos por las esposas, el principal argumento es el de los malos tratos, cuando son los varones los acusadores, no existe tal uniformidad de criterios. Un caso excepcional es la demanda de divorcio presentada el 6 de abril de 1805 por el teniente de navío D. Agustín Wauter y Horcasitas contra su mujer, la cubana Dña. Dolores Torrontegui. En ella, el marino empleaba como principal argumento para obtener la separación los continuos malos tratos que sufría por parte de su esposa. Ésta, según numerosos testimonios presentados por el demandante, había en más de una ocasión conspirado contra su vida. Pero dejando al margen este caso peculiar, el resto de los procesos iniciados por los esposos tenían como base una supuesta infidelidad, sin duda una de las mayores afrentas que una mujer podía hacerle, o la «vida escandalosa» de la mujer, término este último que no tenía por qué suponer exactamente la existencia de una infidelidad de tipo sexual, sino que podía estar referida a un comportamiento poco dócil, lo que suponía el cuestionamiento del papel que debía desempeñar el varón en el hogar, con el consiguiente desprestigio ante el vecindario20.

Al primero de los supuestos responde el pleito iniciado en 1773 por el primer piloto de la Armada D. Antonio Tizón, vecino de la villa de La Graña, contra su esposa Dña. Antonia Rouco. El marino se quejaba ante el tribunal de que, pese a sus desvelos por encauzarla, su cónyuge se guiaba por unos comportamientos escandalosos «viviendo de un modo nada honesto y teniendo amistades con que arriesga su honor y el mío». El marino afirmaba que, tras hallarse fuera de su hogar por espacio de 27 meses, al estar navegando por América, a su regreso halló a su esposa embarazada. Los testigos, en especial una criada, corroboraron las acusaciones del marido. De hecho, la sirviente aseguraba que su señora había tenido diferentes relaciones durante la ausencia de su esposo: primero con un oficial del Regimiento de Toledo –del que había quedado embarazada y había tenido que abortar en secreto–, después con un hombre casado de aquella localidad y, finalmente, con un oficial de intendencia. Ante tal comportamiento, el esposo solicitaba la separación y la reclusión de la esposa infiel en el hospicio de recogidas de Santiago de Compostela, como así decretará el tribunal.

También de infidelidad habla el pleito abierto en 1790 por un oficial del Ministerio de Marina de Ferrol tras descubrir a su mujer, un año después de haber contraído matrimonio, durmiendo en su dormitorio en brazos de otro hombre, o el iniciado en 1808 en la ciudad de La Coruña por un músico de artillería «por la conducta escandalosa y libertina de su mujer».

En otras ocasiones, primaba como desencadenante del proceso de divorcio la actitud poco sumisa y escandalosa de la esposa. Resulta al respecto muy ilustrativo el caso de la causa de divorcio abierta en 1773 por el irlandés D. Timoteo O’Scalan contra su mujer, la también irlandesa Dña. María Lacy. Él era el primer médico del Real Hospital de Marina de Ferrol y una de las personalidades más conocidas en ese ámbito en la España del siglo 18, por ser el principal difusor del método de inoculación de la viruela en el país. D. Timoteo acusaba a su esposa de vivir escandalosamente, sin sujetarse al menor decoro, sin obedecer al esposo, marchándose de casa sin su autorización, maltratando al servicio y provocando pendencias con los vecinos. Tal comportamiento no iba exclusivamente en desdoro del honor del cabeza de familia, sino que también tenía repercusión en la crianza de sus hijos, especialmente del más pequeño al que le tenía privado de leche. En consecuencia, solicitaba fuese recluida en un convento o monasterio. Ella sugería en su defensa la supuesta propensión de su esposo al vicio de las mujeres, acusación que no logró probar. El tribunal ferrolano decretará la reclusión de Dña. María en el hospicio de recogidas de Santiago de Compostela.

Acusación muy similar es la formulada en 1799 por un subteniente del regimiento de Zamora, que formaba parte de la guarnición ferrolana, «por los continuos escándalos» de su esposa, manifestados en gritos e insultos continuados hacia su persona. O la de 1808 iniciada en A Coruña, en la que un músico de artillería acusaba a su mujer de «conducta libertina y escandalosa». La esposa lo había acusado falsamente de cierto delito y, mientras se hallaba preso cautelarmente, le había robado todo lo que pudo, huyendo posteriormente. También contamos con el caso de D. Antonio Oni, maestro de farolería del arsenal ferrolano, que inicia en 1769 un proceso de divorcio contra su esposa Dña. María Antonia Costoya. El maestro aseguraba que llevaban ya algunos años casados:

Havitando juntos, amándonos con el oficio y cariño que requiere la unión del santo matrimonio, hasta abrá como cosa de dos que ingrata al que yo le manifestava dio en tratarme de feas e impropias palabras mui denigrativas a mi nacimiento y estado, con grave escándalo del vecindario, privándome de criados para mi servicio, usando de estas y otras vejaciones a la continua de noche y de día21.

Además de lo señalado, la esposa había abandonado el hogar, llevándose cierta cantidad de alhajas. Solicitaba, entonces, la separación y el envío de su esposa a la villa de Vilalba, de donde era oriunda, a casa de algún pariente, comprometiéndose él a proporcionarle la tercera parte de su salario o la cantidad que estimase oportuno el tribunal eclesiástico. Sin embargo, en este caso, parece que más que insubordinada, la esposa se hallaba enojada por la venta de un inmueble por 13 000 reales «sin tomar parezer de la suplicante».

Desavenencias y abandono del hogar

A veces, esas actitudes escandalosas de la mujer le habían llevado incluso a abandonar el hogar, siendo la solicitud de divorcio por parte del marido un trámite legal para regularizar una disolución del matrimonio que se había producido hacía ya mucho tiempo. Así, cuando en octubre de 1829 lo solicitaba el cabo de las Brigadas de Artillería de Marina, Rafael Salazar, hacía casi dos décadas que no convivía con su esposa. El militar se había casado en Ferrol en 1806 con Josefa Ramírez, y hasta 1808 convivieron sin problemas. Sin embargo, ese último año, a resultas de la invasión francesa, el Salazar fue movilizado, momento que aprovechó Josefa para abandonar el hogar, marcharse a la vecina ciudad de A Coruña y amancebarse con un hombre casado, de nombre Vicente Parado. Si bien tras un primer regreso de su esposo, Josefa retornará a la vida junto a este, en cuanto Salazar regresa al frente, volverá a los brazos del Parado, huyendo a Portugal. Tras una nueva escena de arrepentimiento, retornó brevemente con su marido hasta huir de un modo definitivo en 1811, dejando en manos del marido algunas cartas comprometidas del amante en las que le presionaba para que abandonase el hogar. En una, fechada en Oporto, el 14 de noviembre de aquel año, decía lo siguiente:

Dices que aguardas mi resolución, que más resolución devías aguardar que saber que no vivo sin ti, que sabes que te aguardo por instantes; dime quando determinas para aguardarte: dale algún motivo a tu marido para reñir, bende la yegua por lo que te den y alquila una bestia buena para tu maleta y para ti y az la cosa de modo que quando tu marido te eche menos estés aquí o a muy cerca. Ahora no me busques pretestos. Si me engañas, aora lo beré y si no vienes no me escribas jamás22.

Desde aquella última huida, el militar no había vuelto a ver a su esposa, si bien sabía que, tras muchos avatares, había terminado por residir en la localidad de Almendralejo, en Extremadura. Fue entonces, en 1829, casi 20 años después de su separación definitiva, cuando decidió abrir el proceso de divorcio, tras la presión de las autoridades que le exhortaban a que regularizase su situación, bien haciendo vida con ella o bien alcanzando una sentencia favorable de divorcio en el tribunal eclesiástico. Ante tal disyuntiva, Salazar optó por la segunda opción, pues, en su opinión, en el caso de volver con ella «sería criminal su condescendencia, porque ella conserva consigo misma los testigos del adulterio y de su vida, cuando no disoluta, al menos de mui antigua amancebada». Se refiere a la existencia de dos hijas fruto de su amancebamiento.

Otra causa de divorcio que busca regularizar una separación de facto es la iniciada en el 28 de junio de 1829, por Dña. María Villasegura contra su esposo, el sargento segundo de artillería destinado en la plaza de A Coruña D. Juan Antonio García. En este divorcio, se une, como el anterior, la incidencia de la Guerra de Independencia con el deseo reiterado por parte del marido de no vivir bajo el mismo techo que su esposa, junto con evidencias también de sevicia. Al momento de la apertura del proceso, Dña. María se hallaba residiendo en la ciudad de Valencia, es decir, a más de 950 kilómetros del destino de D. Juan Antonio. Se habían casado, precisamente en A Coruña en la lejana fecha de 1805, atisbando Dña. María desde el principio, como en tantos otros ejemplos de casos de sevicia ya analizados, una actitud violenta y de desapego hacia su esposa por parte del artillero. Tras tres años de convivencia, se iniciaba «la gloriosa guerra de nuestra independencia contra el tirano del mundo», asentando él plaza en el regimiento de voluntarios de Borbón, con el que se desplazó al frente, sin dar noticias a su mujer de su situación por un amplio período de tiempo, abandonando a su suerte tanto a ella como al fruto de su relación:

Abandonada así esta infeliz esposa, llorava su desgracia y convertía todos sus cuidados a criar su tierno hijo que le servía de consuelo en su aflicción, pero se falleció poco después de la ausencia del padre, no la quedando otro recurso para su alivio en situación tan dolorosa que el afecto de su madre, a cuio lado con una conducta irreprehensible pasava su vida, procurando conservarla con el producto de su laboriosidad y con la esperanza de llegaría el día en que reconociese su yerno el marido y bolviese a unirse a ella.

Hasta la paz de 1814 Dña. María no volvió a tener noticias de su esposo, si bien sabía, por referencias de vecinos, que había participado en uno de los sitios de Zaragoza, como resultado de lo cual había sido hecho prisionero por los franceses. A su regreso, solamente compartió techo con su esposa por espacio de 15 días «que sin duda contempló suficientes para restablecerse de las fatigas del viage y trabajos que havía padecido» y aunque pudo entonces retirarse del servicio, decidió sentar plaza en el regimiento de voluntarios de Aragón, con destino en Murcia, dejando de nuevo sola e indefensa a su esposa. En 1824, de nuevo licenciado, volvió al hogar, protagonizando episodios violentos muy similares a los ya analizados:

Hallándose sin recursos ni medios de subsistencia se reunió con ella en el de 24 para consumar su odio, pues ingrato, inmoral y pérfido solo se unió para plagarla del mal venéreo que padecía y para aumentar más sus males y desgracias, se entregó a la embriaguez continua y egerció con ella una sevicia intolerable, maltratándola frecuentemente de obra y ofendiéndola con el uso de palabras las más torpes e injuriosas, de manera que muchas veces se vio con peligro eminente de perder la vida23.

Tras estos y otros comportamientos de semejante índole, de manera precaucional, el comisario de policía del cuartel donde habitaban en Valencia tomó la decisión de separarlos mientras no se disponía lo más conveniente, circunstancia que aprovechó el esposo en abril de 1825 para huir a Galicia y regresar a sus quehaceres castrenses en A Coruña. Cuatro años más tarde, persistiendo el abandono del hogar, la esposa decidía interponer la demanda de divorcio.

Y es que si la Iglesia podía permitir, en casos de especial gravedad, la suspensión de la vida en común de los cónyuges, no toleraba el abandono del hogar por propia iniciativa de estos, por muy razonables que fueran los motivos que les llevaran a tomar esa decisión. Si la sacralización del matrimonio trajo consigo un importante esfuerzo por parte de la Iglesia para acabar con los matrimonios clandestinos, con los divorcios sucedió algo semejante. En este caso, tuvo que enfrentarse a los llamados divorcios voluntarios. Esta práctica, por lo que parece bastante común durante la Baja Edad Media, siguió teniendo importancia en los siglos posteriores, incluso a finales del Antiguo Régimen. El divorcio voluntario tenía evidentes ventajas, desde el punto de vista tanto económico, al ahorrarse los gastos del proceso legal, como práctico, ante la resistencia de las autoridades eclesiásticas a autorizar las separaciones. Además, podía convertirse en una buena solución para evitar escándalos públicos que pudiesen afectar a la fama de las dos familias implicadas24.

Como hemos podido comprobar en los ejemplos anteriormente expuestos, parece evidente que la naturaleza de la vida militar, con su carácter errante, podía facilitar este tipo de prácticas que conocemos de manera indirecta a través de algunas alusiones a las mismas en misivas de los tenientes vicarios castrenses. Pero al margen de ellas y aun teniendo en cuenta su importancia, nos centraremos en las denuncias por abandono que se vieron en el tribunal ferrolano durante el período objeto de estudio. Estas fueron muy poco importantes, apareciendo, al margen de las dos señaladas, solamente otros cuatro casos, tres de los cuales las iniciaron los maridos a los que sus esposas habían abandonado.

Cuando en 1791 un capataz de aserradores del arsenal ferrolano denunciaba a su esposa por haberse ido a vivir a casa de su hermano, el tribunal le daba un plazo de seis días para que depusiese su actitud, bajo pena de 20 ducados y excomunión mayor, tanto para ella como para su hermano. No obstante, intuyendo que la huida se había podido motivar por los malos tratos de su esposo, el juez la animaba a que, si tenía algo que objetar sobre la actitud de su cónyuge, lo hiciera por los cauces legales existentes. También parecen intuirse los efectos de los malos tratos en el abandono del hogar protagonizado en 1800 por Dña. María Josefa Santiago y Rodal que se negaba a abandonar la casa de sus padres para residir con su esposo, el piloto de la Armada, D. Diego Antonio López en la feligresía de Sedes. La negativa de Dña. María Josefa se sustentaba en el hecho de que decía tener miedo a volver a padecer los malos tratos por los que había pasado mientras convivían sin el amparo de sus progenitores.

Unos años antes, concretamente en 1772, el demandante fue D. Juan Nugent, capitán del regimiento de infantería de Ibernia y caballero de la orden de Santiago. Acusaba a su esposa, Dña. Elena Nugent y Ocalleghan, de abandono del hogar. Ella aducía como causa de su comportamiento la falta de alimento y vestido por la actitud cicatera del oficial. Tras los testimonios y las pruebas de los gastos que había afrontado el militar «para complacerla», el juez obligó a la mujer a regresar a la casa. Finalmente, solamente nos queda por referir la demanda por abandono interpuesta por la esposa de un capitán en el Ferrol de 1792. La mujer aseguraba que mientras estuvo destinado en Cádiz su esposo había mantenido relaciones con una mujer casada, razón por la que se tuvo que retractar ante el teniente vicario castrense de aquel departamento. Sin embargo, tras su llegada a Ferrol, continuó con su propensión al libertinaje, llegando a abandonar a la esposa.

Al margen de estas demandas en que lo que buscan las partes denunciantes es restablecer la cohabitación, en ocasiones los jueces eclesiásticos podían permitir una separación temporal del matrimonio en casos justificados, como de hecho hicieron en 1805 cuando, a petición de un soldado del regimiento de voluntarios de Navarra, acuartelados en Ferrol, permitió a su esposa marcharse a vivir con sus padres a Zamora, ante las dificultades económicas que padecía la pareja por entonces.

Conclusiones

El estudio cualitativo de los pleitos de divorcio del tribunal eclesiástico castrense gallego nos ha permitido analizar las dimensiones de la violencia en el seno del hogar en este importante sector socio-laboral a finales del Antiguo Régimen. Una violencia que, siendo consustancial a la sociedad de la época, resultaba especialmente gravosa para muchas mujeres que soportaban auténticos tormentos en su vida cotidiana ante la actitud tiránica de sus esposos. Los testimonios nos hablan de una violencia extrema, con el uso de armas, con amenazas de muerte, con roturas de huesos y con el peligro, en la mayoría de las ocasiones, de la propia supervivencia de la víctima. Nos hablan también de otro tipo de vejaciones de palabra, que generaban a veces tanto dolor como los propios golpes y nos refieren, asimismo, la combinación bastante frecuente de alcoholismo y adulterio como elementos que reforzaban esa situación insostenible para la convivencia. Ciertamente, son los testimonios de las supuestas víctimas los que de un modo más extenso dejan su huella en la documentación judicial, pero también es cierto que vienen muchas veces fortalecidos por el aval de las declaraciones del vecindario, de familiares y de miembros del servicio doméstico que parecen otorgarle un alto nivel de verosimilitud, al margen de la evidente intención de los representantes de las demandantes de conmover al juez.

Si en el caso de los procesos de divorcios iniciados por las mujeres, es la sevicia el hilo conductor, en los protagonizados por los varones son, fundamentalmente, los episodios de infidelidad o de comportamiento escandaloso de las esposas sus principales causas. En estos casos, los varones buscan una reparación moral de cara a la sociedad frente a la mancha que habían provocado tales actitudes y tratan de buscar el encierro, temporal o definitivo, de la esposa en un centro de reclusión en donde poder rencauzarla hacia la vida honesta.

A veces la ruptura de la convivencia viene de lejos y tanto hombres como mujeres acuden al tribunal eclesiástico para formalizar una situación que de facto es así desde hace tiempo. En otras ocasiones, los jueces eclesiásticos tienen que obligar a los cónyuges a convivir, ante la resistencia de alguna de las partes, quizás, en el caso de ellas, por haber empleado la huida como un camino de salvación ante episodios de violencia doméstica.