Prácticas judiciales, discursos normativos y experiencias femeninas
Conjugal Violence and Gender in Early Modern Spain: Judicial Practices, Normative Discourses and Women’s Experiences
Trabajo elaborado dentro de las actividades patrocinadas por el proyecto PID2020-117235GB-I00 «Mujeres, familia y sociedad. La construcción de la historia social desde la cultura jurídica. Ss. XVI‑XX».
Este artículo analiza los archivos judiciales españoles con el propósito de comprender cómo se documentaban y abordaban los episodios de malos tratos en el ámbito conyugal durante la Edad Moderna. A partir del examen de procesos civiles y criminales, se investiga no solo la incidencia de la violencia, sino también su percepción social y tratamiento legal. Los resultados permiten reconstruir las circunstancias en que se producía la violencia doméstica, identificar a sus protagonistas, evaluar las actitudes culturales hacia estos comportamientos, examinar las sanciones impuestas a los agresores y valorar las reacciones tanto de las víctimas como del entorno comunitario ante tales hechos.
Palabras clave: violencia conyugal, violencia de género, Edad Moderna, historia de la Justicia, archivos judiciales
This article examines Spanish judicial archives with the aim of understanding how episodes of conjugal abuse were documented and addressed during the early modern period. Through the analysis of civil and criminal proceedings, it explores not only the prevalence of violence but also its social perception and legal treatment. The findings allow for the reconstruction of the circumstances in which domestic violence occurred, the identification of its main actors, the assessment of cultural attitudes toward such behaviors, the examination of sanctions imposed on perpetrators, and the evaluation of the responses from both victims and the surrounding community.
Keywords: conjugal violence, gender-based violence, early modern period, history of Justice, judicial archives
Como ha demostrado María Luisa Candau Chacón, la teología moral postridentina configuró una concepción del matrimonio centrada en la procreación y el control de la concupiscencia, subordinando los afectos personales al bien familiar y social. Esta «pastoral de la carne», que proponía una vivencia conyugal sobria y espiritualmente orientada, contrastaba con los deseos individuales de los contrayentes, cada vez más sensibles a la atracción emocional y a la experiencia afectiva. La tensión entre estos modelos normativos y las prácticas sociales reales generaba numerosos conflictos conyugales que, en ocasiones, desembocaban en violencia1.
La obra de M. L. Candau Chacón, Entre procesos y pleitos: hombres y mujeres ante la justicia en la Edad Moderna (Arzobispado de Sevilla, siglos XVII y XVIII), constituye un observatorio privilegiado desde el cual explorar la vida conyugal del periodo a través del estudio de los expedientes matrimoniales y las causas criminales vinculadas a la violencia conyugal en el ámbito eclesiástico. Su investigación pone de manifiesto que los malos tratos, aunque rara vez nombrados explícitamente como tales en la documentación, constituían una realidad extendida, muchas veces naturalizada y legitimada por las normas culturales y las interpretaciones religiosas imperantes2.
M. L. Candau Chacón destaca cómo la violencia doméstica era percibida como una parte casi normalizada del matrimonio, vista muchas veces como una herramienta «legítima» para corregir a la esposa. Esta percepción estaba arraigada en la moral de la época y era reforzada por la literatura moral y los discursos religiosos, que sostenían la superioridad masculina y el derecho del esposo a corregir a su esposa, incluso físicamente, si se consideraba necesario.
El estudio muestra con claridad que las demandas de divorcio por malos tratos eran, en su mayoría, promovidas por mujeres, lo que pone de relieve el profundo desequilibrio de poder que caracterizaba las relaciones conyugales en la Edad Moderna, así como la posición de especial vulnerabilidad en que se encontraban las esposas. Si bien los registros judiciales eclesiásticos solo permiten acceder a una parte limitada de la realidad –pues muchos casos no llegaban a formalizarse o eran deliberadamente silenciados–, los datos conservados indican que la violencia conyugal constituía una causa recurrente en las solicitudes de divorcio impulsadas por mujeres.
El trabajo de M. L. Candau Chacón no solo permite constatar la extensión de la violencia doméstica en la Sevilla de los siglos 173 y 18, sino que también analiza en profundidad las respuestas institucionales ante dicha problemática. Su estudio revela una clara tendencia a abordar estos conflictos dentro de los límites del vínculo matrimonial, mostrando una notable reticencia por parte de las autoridades eclesiásticas a autorizar la separación conyugal, salvo en casos de riesgo extremo para la integridad física de la esposa. Incluso en tales circunstancias, tanto la Iglesia como la sociedad favorecían activamente la reconciliación frente a la ruptura.
Alicia Duñaiturria Laguarda en su artículo «El maltrato a las mujeres en el siglo XVIII» publicado en la revista Clío & Crimen, ha realizado un exhaustivo análisis del tratamiento judicial del maltrato a las mujeres en la España del siglo 18. Utilizando los documentos de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte de Madrid, esta autora ha destacado la excepcionalidad y relevancia de los casos que efectivamente llegaron a juicio, dado que muchas mujeres optaban por no buscar justicia por miedo, coacción o presión social y familiar.
El artículo detalla cómo las mujeres de la época utilizaban los instrumentos jurídicos disponibles para defenderse del maltrato y cómo la Justicia respondía a estas denuncias. Se observa un patrón de maltrato físico y verbal predominantemente masculino, donde los maridos eran los principales agresores. Además, los tribunales tendían a penalizar el maltrato con una gama de penas que iban desde el trabajo en obras públicas y el presidio hasta la reclusión en un hospicio, destacando también la posibilidad de destierro y trabajos forzados en arsenales.
A. Duñaiturria destaca que las penas impuestas por malos tratos a mujeres variaban en función de factores como la reincidencia del agresor o la gravedad de los hechos denunciados, aunque predominaba una inclinación general hacia la moderación. Esta actitud judicial se traducía con frecuencia en la imposición de sanciones leves, en consonancia con una percepción atenuada del daño social derivado de la violencia doméstica frente a otros delitos. En determinados casos, dicho enfoque permitía incluso que las propias víctimas intervinieran en la mitigación de la pena, especialmente cuando se trataba de una primera infracción o cuando el agresor expresaba algún signo de arrepentimiento4.
En sus conclusiones, A. Duñaiturria subraya la relativa indulgencia con la que los tribunales del siglo 18 abordaban los casos de maltrato en el ámbito familiar, reflejo de una cultura jurídica que tendía a minimizar la gravedad de la violencia conyugal. Al mismo tiempo, destaca la relevancia de la voz femenina en el proceso judicial, reconociendo que las mujeres no eran meras espectadoras, sino que podían desempeñar un papel activo en la denuncia y el desarrollo de los procedimientos. No obstante, este margen de intervención se veía condicionado por el temor a represalias futuras y por las normas de sumisión impuestas por una cultura patriarcal que limitaba profundamente su autonomía y capacidad de acción.
El artículo de María del Carmen García Herrero, titulado «La marital corrección: un tipo de violencia aceptado en la Baja Edad Media», analiza la legitimación social y jurídica de la llamada «corrección marital», una forma de violencia doméstica institucionalizada mediante la cual se reconocía al marido el derecho de castigar físicamente a su esposa con fines disciplinarios. La autora interpreta esta práctica como una prolongación del deber del pater familias de gobernar y corregir a los miembros de su unidad doméstica –incluidos hijos, sirvientes y esposa– recurriendo, si era necesario, al uso de la fuerza. M. C. García Herrero señala que esta conducta encontraba respaldo en textos legislativos, doctrinales y educativos de la época, algunos de los cuales llegaban incluso a justificar la violencia extrema, incluido el homicidio involuntario, siempre que se entendiera como producto de un propósito correctivo. Asimismo, advierte que durante la Baja Edad Media se produjo un progresivo deterioro de la posición legal y social de la mujer, alimentado por la influencia del aristotelismo y la recepción del derecho romano, corrientes que reforzaban su consideración como un ser inferior, subordinado al dominio masculino5.
El texto pone de relieve las contradicciones estructurales de la práctica de la corrección marital, al evidenciar el doble rasero aplicado al comportamiento sexual según el género. Mientras que un hombre podía conservar su reputación de «bueno» a pesar de incurrir en adulterio u otras formas de promiscuidad, la mujer era sometida a un severo escrutinio moral, y su fidelidad era objeto de vigilancia constante. Bastaban sospechas de deslealtad conyugal para que se legitimara la aplicación de castigos físicos, amparados en la lógica correctiva que atribuía al marido la potestad de disciplinar a su esposa en aras del honor familiar y del buen orden doméstico.
En su artículo «Los malos tratos a las mujeres en Castilla en el siglo XVII», Pedro Luis Lorenzo Cadarso examina la ambivalencia en la percepción y el tratamiento jurídico de las mujeres en la Castilla del Seiscientos. A través de un análisis historiográfico, el autor identifica dos corrientes interpretativas enfrentadas: por un lado, la que sostiene que la posición de la mujer se deterioró respecto a la Edad Media, como resultado del fortalecimiento del orden patriarcal; por otro, la que argumenta que el humanismo renacentista y las transformaciones socioeconómicas contribuyeron a ampliar sus márgenes de libertad y a reforzar sus mecanismos de protección legal6. Este autor señala que ciertos avances vinculados a la creciente intervención del Estado Absoluto, así como algunas críticas provenientes del pensamiento humanista –como las formuladas por Boccaccio– contra la violencia y otras prácticas abusivas hacia las mujeres, permiten entrever una tímida mejora en su protección jurídica. Sin embargo, subraya que la existencia de leyes que condenaban los malos tratos contrastaba con una realidad cotidiana muy distinta, en la que la violencia contra las mujeres era frecuente y socialmente legitimada como mecanismo de control y salvaguarda del honor familiar. En este contexto, la virginidad y la reputación femeninas adquirían un valor económico y simbólico fundamental, de modo que cualquier amenaza a estos atributos podía desencadenar episodios de violencia extrema orientados a «limpiar» el honor mancillado.
Además, P. L. Lorenzo Cadarso resalta que el comportamiento restrictivo hacia las mujeres no solo implicaba un control sobre su libertad física, sino que respondía a una lógica de control socioeconómico, en la que las mujeres eran percibidas como medios para conservar o elevar el estatus familiar. En esta sociedad, la mujer estaba sometida a una vigilancia constante, y cualquier desviación del comportamiento considerado adecuado podía acarrear consecuencias severas, entre ellas la imposición de un matrimonio por conveniencia familiar, sin atender a sus deseos ni a su bienestar personal.
El análisis desarrollado por Nere Jone Intxaustegi Jauregi en su obra La mujer vasca ante la violencia y los malos tratos resulta especialmente esclarecedor por varias razones. En primer lugar, la autora expone con notable claridad cómo determinadas estructuras sociales y legales han contribuido a la persistencia y diversificación de la violencia contra las mujeres a lo largo del tiempo y en distintos contextos geográficos. Este enfoque multidimensional permite captar tanto la extensión del problema como la complejidad de sus causas y manifestaciones. Uno de los aportes más significativos del estudio es el énfasis que otorga a las formas de violencia ejercidas fuera del matrimonio.
Al ampliar el análisis hacia el entorno familiar en sentido amplio y hacia las interacciones sociales cotidianas, N. J. Intxaustegi Jauregi rompe con una narrativa restrictiva que ha tendido a circunscribir la violencia de género exclusivamente al ámbito conyugal. Esta perspectiva más amplia permite comprender que dicha violencia no constituye un fenómeno estrictamente doméstico o privado, sino que refleja relaciones de poder profundamente arraigadas en la cultura y la sociedad. La elección metodológica de recurrir a los procesos de divorcio como fuente primaria resulta particularmente acertada, pues estos expedientes no solo documentan las rupturas matrimoniales, sino que también ofrecen valiosos indicios sobre la cotidianidad de la violencia doméstica y las respuestas –sociales e institucionales– que suscitaba. Asimismo, el estudio cuestiona la visión de la mujer como víctima pasiva, al poner de relieve casos en los que las propias mujeres adoptan conductas violentas. Al hacerlo, N. J. Intxaustegi Jauregi no solo enriquece la comprensión del fenómeno, sino que subraya la necesidad de abordarlo en el marco más amplio de las relaciones de poder y de los mecanismos de resistencia, reconociendo que, aunque en menor medida, las mujeres también pudieron ejercer violencia en determinados contextos7.
En un artículo publicado en 1996 en Studia Zamorensia, Francisco Javier Lorenzo Pinar analiza la participación femenina en los procesos de divorcio y nulidad matrimonial tramitados ante el Tribunal Diocesano de Zamora durante el siglo 16. El autor destaca que las mujeres constituían la parte demandante en una abrumadora mayoría de los casos, llegando a representar cuatro de cada cinco litigios, lo que evidencia su papel activo en la búsqueda de soluciones legales a conflictos conyugales. Su estudio revela, además, que muchas de estas demandas procedían de mujeres del medio rural, lo que desmiente la idea de que este tipo de procedimientos estuviera reservado a las élites sociales.
Entre los motivos alegados para solicitar la nulidad o el divorcio se encuentran la consanguinidad, la impotencia del esposo y el denominado «uso de la fuerza», siendo frecuente que estas causas vinieran acompañadas de acusaciones por malos tratos físicos o verbales, dilapidación del patrimonio conyugal o adulterio. F. J. Lorenzo Pinar examina también el papel desempeñado por la Iglesia y la Corona en la regulación del matrimonio, señalando cómo el Concilio de Trento reforzó la autoridad eclesiástica en la materia, promoviendo una actitud más intervencionista que llegó incluso a contemplar la amenaza de excomunión para quienes desafiaran las decisiones canónicas en asuntos matrimoniales8.
El estudio de Arturo Jesús Morgado García, titulado «El divorcio en el Cádiz del siglo XVIII» y publicado en la revista Trocadero, examina los procedimientos y obstáculos vinculados a los procesos de separación y nulidad matrimonial en la ciudad de Cádiz durante el siglo 18, un periodo en el que tanto la legislación eclesiástica como la civil dificultaban enormemente la disolución del vínculo conyugal. El autor señala que, aunque el divorcio estaba teóricamente permitido en determinadas circunstancias –como adulterio, malos tratos o peligro grave para el cuerpo o el alma de uno de los cónyuges–, en la práctica resultaba inalcanzable para muchos solicitantes debido a los elevados costes del procedimiento y a las trabas legales impuestas por la Iglesia católica. La anulación del matrimonio solo era posible en casos muy concretos, como la existencia de impedimentos espirituales o de parentesco, impotencia o coacción en el momento de la unión, y la mayoría de las decisiones requerían la validación final de la Santa Sede9.
A pesar de estas restricciones, se registraron en Cádiz 380 solicitudes de separación o nulidad durante el periodo analizado, de las cuales A. J. Morgado García estudió en detalle una muestra de 289 casos. La mayoría de las demandas fueron presentadas por mujeres, lo que confirma una tendencia observada también en otros territorios de la monarquía hispánica: la activa participación femenina en la búsqueda de soluciones jurídicas ante situaciones de conflicto conyugal. Entre las causas más frecuentes de estas solicitudes figuran los malos tratos físicos severos, la infidelidad conyugal y las dificultades económicas derivadas de la prolongada ausencia de los maridos, especialmente aquellos que habían emigrado a América. Estas tensiones se veían agravadas por las condiciones materiales de vida –como el hacinamiento doméstico– y por la centralidad de la taberna como ámbito de ocio masculino, frecuentemente vinculado al descuido del hogar y al deterioro de la convivencia matrimonial.
Las resoluciones judiciales rara vez resultaban plenamente satisfactorias para las demandantes. En muchos casos, las mujeres eran simplemente trasladadas a casas de familiares o ingresadas en instituciones religiosas con el objetivo de «preservar su honor», mientras que la concesión efectiva del divorcio o de la nulidad resultaba excepcional. La Iglesia tendía a privilegiar la reconciliación y la reforma de las conductas por encima de la ruptura formal del vínculo, reforzando así una concepción sacramental e indisoluble del matrimonio.
El estudio ofrece una visión detallada y crítica sobre los límites que imponían tanto el orden jurídico como las normas sociales a las mujeres que buscaban salir de matrimonios abusivos o insatisfactorios. A través de su análisis, A. J. Morgado García revela la paradoja de un sistema que, mientras proclamaba la santidad del matrimonio, desatendía en gran medida el bienestar y la dignidad de quienes lo sufrían. Su investigación aporta, en definitiva, una valiosa perspectiva sobre la complejidad del matrimonio como institución simultáneamente religiosa, legal y social en el Cádiz del siglo 18, y sobre las tensiones latentes entre los principios normativos y la realidad cotidiana de las relaciones personales.
Un estudio elaborado por Alonso Manuel Macías Domínguez y M. L. Candau Chacón, publicado en 2016 en la Revista Complutense de Historia de América, analiza los fenómenos del abandono, el divorcio y la nulidad eclesiástica en la Andalucía del siglo 18, centrándose en el arzobispado de Sevilla. El trabajo se fundamenta en la documentación conservada en los archivos diocesanos, en particular en los pleitos matrimoniales, que constituyen una fuente privilegiada para comprender la regulación institucional y la práctica cotidiana del matrimonio en el marco del Antiguo Régimen español10.
El estudio pone de relieve el predominio de las mujeres como parte demandante en los procesos de separación, siendo los malos tratos conyugales la causa más frecuentemente alegada. Este patrón revela la extrema vulnerabilidad de muchas mujeres, que recurrían a la vía judicial no tanto movidas por una estrategia de afirmación personal, sino impulsadas por situaciones límite que comprometían su integridad física y su subsistencia. A menudo, las mujeres afectadas por el abandono del esposo quedaban desamparadas, sin medios de vida, lo que las empujaba a solicitar la intervención de los tribunales eclesiásticos en busca de algún tipo de protección o manutención.
Los autores subrayan que las demandas de divorcio y separación no eran homogéneas desde el punto de vista socioeconómico. Aunque afectaban a todos los grupos sociales, eran más frecuentes entre sectores medios y acomodados, lo que sugiere que la capacidad para iniciar y sostener un pleito de esta naturaleza dependía en buena medida de los recursos disponibles y del capital social del que se dispusiera. Esta desigual distribución también refleja percepciones diferenciadas del matrimonio y de los conflictos conyugales según la posición social.
La violencia de género emerge como causa central en muchas de las demandas de separación, evidenciando la pervivencia de una normativa legal y cultural que, aunque empezaba a ser cuestionada, aún toleraba ciertas formas de «corrección» ejercidas por el marido. El estudio retrata así un panorama complejo del matrimonio en la Andalucía del siglo 18, marcado por profundas asimetrías de género tanto en la vivencia del vínculo como en su tratamiento judicial.
Asimismo, se observa que la infidelidad, pese a estar reconocida legalmente como motivo legítimo de separación, ocupaba con frecuencia un lugar secundario en las demandas interpuestas por mujeres. Esta constatación indica que las preocupaciones más urgentes giraban en torno a la violencia física, el abandono del hogar y la necesidad de asegurar la supervivencia económica, relegando el adulterio a un segundo plano en la jerarquía de los agravios matrimoniales.
Margarita Ortega López ha examinado las dinámicas y estrategias judiciales en el tratamiento de las causas matrimoniales en la España del siglo 18. En este contexto, los tribunales españoles, fuertemente influenciados por las normas patriarcales, orientaban sus esfuerzos a preservar la unidad familiar a toda costa, promoviendo la autoridad masculina y la obediencia femenina. Esta orientación respondía a la concepción predominante de la familia como microcosmos de la sociedad, reflejo y pilar de la estructura social y política más amplia de la época11.
El estudio pone de relieve que, a pesar del modelo idealizado del pater familias autoritario y de la esposa obediente y sumisa, la realidad doméstica era mucho más diversa. Algunos varones mostraban actitudes afectuosas y relaciones armoniosas en el ámbito familiar, influenciados por el auge de la literatura sentimental del siglo 18, que valoraba la sensibilidad y los vínculos emocionales. Asimismo, M. Ortega López subraya que no todas las mujeres se ajustaban al estereotipo de la sumisión: existían casos en los que adoptaban actitudes activas y desafiaban abiertamente el orden patriarcal establecido.
Su análisis se centra en el papel de los tribunales como instancias de mediación en los conflictos familiares, con una marcada preferencia por la conciliación y la preservación del núcleo conyugal, recurriendo a la mediación y a soluciones extrajudiciales antes que al litigio formal. Esta práctica refleja la voluntad de evitar el escándalo público y mantener el honor familiar dentro de un marco de discreción.
No obstante, la autora también advierte que ciertos conflictos, especialmente aquellos que implicaban violencia o ponían en cuestión la autoridad masculina, eran abordados con mayor severidad, pudiendo desembocar en medidas drásticas como el encierro de la mujer en conventos u otras instituciones. Estas prácticas, concebidas como mecanismos de corrección o castigo, tenían por objeto disciplinar a aquellas mujeres consideradas rebeldes o desviadas del modelo normativo.
El estudio revela así las contradicciones inherentes a las prácticas judiciales del siglo 18, las cuales, si bien orientadas a sostener el orden y la moral tradicionales, debían enfrentarse a una sociedad en transformación, donde las relaciones de género comenzaban a ser cuestionadas y el ideal de familia patriarcal no siempre se correspondía con las complejidades de la vida conyugal real. La investigación de M. Ortega López resulta especialmente valiosa por cuanto no solo analiza las estrategias institucionales del periodo, sino que también visibiliza las resistencias y negociaciones cotidianas que desafiaban las normas impuestas, ofreciendo una visión más rica y matizada de la sociedad española del siglo 18.
Un artículo de María José de la Pascua Sánchez ha abordado con notable profundidad la violencia y los conflictos familiares en la España del Antiguo Régimen, ofreciendo un análisis detallado de las estructuras sociales y jurídicas que perpetuaban las dinámicas de dominación, especialmente en la ciudad de Cádiz entre los siglos 17 y 18. Su estudio se inscribe en una corriente historiográfica que ha comenzado a considerar la familia no solo como un núcleo de cohesión y apoyo, sino también como un espacio en el que emergen tensiones, conflictos y diversas formas de violencia12.
Una parte central de su análisis se dedica a la violencia familiar, mostrando cómo esta era legitimada y sostenida por estructuras patriarcales profundamente arraigadas en el entramado legal y cultural de la época. La autoridad del padre sobre la esposa y los hijos estaba firmemente asentada en la tradición, y era reforzada por discursos provenientes del derecho, la medicina y la religión. Este poder no solo regulaba las conductas individuales dentro del hogar, sino que también se extendía a la gestión de los bienes y a la toma de decisiones familiares.
La profesora M. J. de la Pascua Sánchez también aborda la importancia del código del honor, un eje central de la sociedad del momento, que vinculaba estrechamente la pureza sexual de la mujer con el prestigio familiar y público. Esta concepción dio lugar a formas extremas de control sobre el cuerpo femenino, tales como la penalización severa del adulterio femenino, el ocultamiento de hijos nacidos fuera del matrimonio e incluso, en los casos más extremos, el infanticidio o el abandono. La legislación ofrecía a los maridos herramientas legales como el emparedamiento, la deportación o el encierro en monasterios para castigar a las mujeres consideradas transgresoras, protegiendo así el honor familiar a costa de su libertad y bienestar.
El artículo explora, además, la complejidad de los pleitos familiares, que evidencian las tensiones estructurales del sistema patriarcal. Conflictos por dotes, disputas entre parientes y desacuerdos intergeneracionales por el control de bienes materiales eran frecuentes y revelaban los mecanismos de poder y coerción dentro del ámbito doméstico. Estas disputas no solo tenían implicaciones jurídicas y económicas, sino que también afectaban de manera significativa a la estabilidad emocional y social de las familias implicadas.
El trabajo de Selina Gutiérrez Aguilera sobre la violencia familiar en el Buenos Aires del siglo 18 ofrece un análisis exhaustivo de las conductas violentas en el ámbito doméstico, poniendo de relieve cómo estas prácticas formaban parte de la realidad cotidiana. El estudio documenta la persistencia de los malos tratos, que iban desde la negligencia económica hasta manifestaciones extremas de violencia física y psicológica, incluyendo el homicidio. A través del análisis de fuentes judiciales, la autora muestra cómo la sociedad porteña, si bien condenaba los episodios más graves de violencia, también evidenciaba una tolerancia implícita hacia la autoridad patriarcal y el control ejercido sobre mujeres y niños.
En comparación con los estudios sobre violencia y familia en la España del Antiguo Régimen, este trabajo pone de manifiesto importantes similitudes en las estructuras de poder doméstico y en la forma en que la violencia era legitimada tanto social como jurídicamente. En ambos contextos, la figura del pater familias ejercía un control casi absoluto sobre su entorno familiar, amparado por un marco normativo y por valores culturales que sostenían la subordinación de la mujer y aceptaban la violencia como un medio legítimo de corrección y disciplina.
Estos estudios evidencian cómo las normativas jurídicas y las expectativas sociales en torno al honor y a la pureza sexual de las mujeres configuraban las dinámicas familiares, alimentando una cultura de violencia y represión. No obstante, mientras que en el caso español la violencia aparece más reglada y documentada por diversas instancias legales y eclesiásticas, en el Buenos Aires del siglo 18 se presenta de forma más directa y menos encauzada institucionalmente, con una intervención estatal menos efectiva.
Asimismo, en ambos contextos se aprecia una ambivalencia social: por un lado, una condena explícita de los excesos de violencia; por otro, una aceptación tácita de cierto grado de autoridad masculina como algo natural y necesario. Esta ambigüedad pone de manifiesto la complejidad del orden patriarcal, que, al tiempo que aspira a mantener el orden familiar y social, reproduce mecanismos estructurales de abuso y dominación, especialmente hacia mujeres y menores13.
Este estudio se apoya en un amplio corpus documental procedente de diversos archivos históricos españoles, con el objetivo de examinar la violencia conyugal durante la Edad Moderna a través de la óptica judicial. Para ello, se ha recurrido fundamentalmente a fuentes primarias localizadas gracias al catálogo del Portal de Archivos Españoles (PARES), lo que ha permitido acceder a documentación conservada en instituciones tan relevantes como el Archivo de la Corona de Aragón, la Real Chancillería de Valladolid y el Archivo General de Simancas, entre otros. Esta diversidad geográfica y jurisdiccional garantiza una perspectiva amplia sobre la aplicación de la Justicia y las actitudes institucionales ante la violencia en el ámbito matrimonial. El marco cronológico de la investigación abarca desde finales del siglo 15 hasta finales del siglo 18, permitiendo así observar las continuidades y transformaciones en las prácticas jurídicas, los discursos sociales y la percepción cultural de la violencia en el seno del matrimonio a lo largo de tres siglos. Este enfoque diacrónico facilita la identificación de patrones persistentes.
Se han analizado diferentes tipos de documentación: pleitos civiles, procesos criminales, ejecutorias, cédulas y provisiones reales. Los pleitos civiles han resultado especialmente útiles para estudiar conflictos patrimoniales –dotes, bienes gananciales, reclamaciones por abandono–, mientras que los procesos criminales ofrecen un acceso directo a los testimonios sobre malos tratos, agresiones físicas y amenazas. En conjunto, este material ha permitido reconstruir con cierto grado de precisión las dinámicas de poder, las formas de coerción y los mecanismos de resistencia desplegados por las mujeres ante situaciones de violencia conyugal.
El volumen documental tratado es significativo. Solo en las Salas de lo Criminal de la Real Chancillería de Valladolid se han examinado 117 procesos relacionados con violencia en el contexto conyugal. Esta muestra ha proporcionado una base empírica sólida para identificar tendencias generales y analizar casos particulares con mayor profundidad.
No obstante, conviene señalar los límites inherentes a este tipo de fuentes. Muchos casos de violencia doméstica nunca llegaron a los tribunales, ya fuera por miedo, insuficiencia económica o presiones sociales que disuadían a las víctimas de denunciar. Asimismo, cuando se documentaban, los hechos podían aparecer atenuados, reinterpretados o envueltos en una retórica que respondía más a los códigos jurídicos o morales que a la realidad vivida. Por tanto, los datos disponibles deben ser leídos con atención crítica, entendiendo que la violencia conyugal documentada es solo una parte –a menudo mínima– de una realidad más amplia y silenciada.
Desde el punto de vista metodológico, se ha adoptado un enfoque cualitativo, centrado en el análisis textual de las fuentes judiciales. Esta metodología permite explorar no solo la frecuencia y tipología de los casos de violencia, sino también los discursos sociales, las representaciones culturales y las respuestas institucionales articuladas en torno a ellos. Se ha prestado especial atención al lenguaje utilizado en los documentos, a los argumentos de las partes implicadas, a las decisiones de los jueces y a las formas de mediación o castigo aplicadas.
En conjunto, el análisis de estas fuentes ha permitido no solo identificar la existencia de la violencia conyugal y su tratamiento jurídico, sino también comprender cómo era percibida socialmente, qué actores intervenían en su resolución, qué papel jugaban las víctimas y cómo se justificaban –o se condenaban– los comportamientos violentos en el seno de la institución matrimonial.
Durante la Edad Moderna, la violencia contra las mujeres dentro del matrimonio se manifestó en un contexto de tensiones en la relación de pareja, a menudo vinculado a celos, infidelidades, dilapidación de la dote, abuso de alcohol, ludopatía, falta de compromiso con las obligaciones económicas, conflictos con familiares políticos y disputas por la distribución de la propiedad en casos de divorcio.
Adentrémonos en este relato marcado por la tensión y la desconfianza, donde los celos oscurecen el vínculo entre el marido y la mujer. El esposo, consumido por la sospecha de la infidelidad de su esposa, responde con violencia desmedida, convirtiendo el hogar en un campo de batalla.
En los casos analizados, la violencia conyugal adopta dos formas principales: por un lado, como mecanismo de corrección ejercido dentro del ámbito doméstico; por otro, como reacción impulsiva derivada de la percepción de una amenaza al honor masculino, en consonancia con los códigos de virilidad vigentes en la época. A veces, el marido actúa movido por la sospecha –o por la convicción– de una infidelidad real o imaginada, recurriendo a la agresión física con el propósito de corregir lo que considera una deslealtad. Otras veces, la violencia estalla como reacción impulsiva ante el menoscabo de su honra viril, públicamente cuestionada por los rumores vecinales o por la actitud de la esposa. Las agresiones, lejos de cesar, se recrudecen: en una ocasión le atraviesa el brazo con una navaja; en otra, le rompe un palo en las costillas. Cada golpe encierra una carga de desesperación y dominio, dejando huellas visibles en el cuerpo de la mujer e invisibles en su ánimo. Aunque ella procura disimular el conflicto, los vecinos perciben lo que ocurre tras las puertas cerradas, y la violencia deja de ser solo un asunto doméstico para convertirse en un hecho socialmente reconocido, aunque no siempre sancionado.
Algunos clérigos reprenden al marido, haciéndole ver que, aunque sus sospechas fueran ciertas, no podía tratar así a su esposa. Sin embargo, la intervención de los guías religiosos resulta infructuosa. La mujer, en un acto de desesperación, decide buscar justicia ante las autoridades locales: presenta una denuncia ante el corregidor de Guadalajara, ciudad en la que residía el matrimonio. Pero el mencionado juez se niega a actuar, ya que mantenía una relación amorosa con una revendedora del mercado, y el esposo de la denunciante –de profesión alguacil– encubría sus andanzas. Así, la mujer queda desamparada, al menos por el momento. Más tarde, en 1794, la Chancillería de Valladolid se encargaría de esclarecer las negras sombras que envolvían a la Justicia guadalajarense14.
En el contexto del adulterio, es crucial destacar el grave deterioro que sufrían las relaciones conyugales por la conducta desleal del marido. Este comportamiento desencadenaba una espiral de violencia y sufrimiento para la mujer, quien se veía atrapada en una situación insostenible. Los malos tratos físicos infligidos por el marido hacia la esposa no eran meramente ocasionales, sino que se convertían en una triste rutina. Las quejas de la mujer por la infidelidad y la falta de respeto eran respondidas con puñetazos y patadas, convirtiendo el hogar en un campo de batalla.
Es importante resaltar que estos actos de violencia no surgían de conflictos menores, sino que estaban enraizados en la deslealtad continuada del marido, que a menudo llevaba una doble vida con su amante. Este comportamiento no solo implicaba el abandono del hogar y la relajación de sus responsabilidades familiares, sino que también provocaba hondas cicatrices físicas y emocionales en la mujer y los hijos15.
La llegada tardía y frecuente del marido a altas horas de la madrugada no solo era expresión de su falta de compromiso y respeto hacia su familia, sino también un recordatorio constante de la traición y el abuso sufridos por la esposa. Estos episodios de maltrato exacerbaban el sufrimiento y la desesperación de la mujer, dejándola atrapada en un ciclo de violencia del que le resultaba difícil escapar.
El proceso de divorcio se llevaba a cabo ante los tribunales eclesiásticos, donde se manifestaban disputas entre los cónyuges sobre diversos aspectos, tales como los derechos alimenticios de la mujer16, la distribución de los bienes del hogar o la restitución completa de la dote17. En medio de estas tensiones, el esposo, exacerbado por la situación, estallaba en ira y ejercía una violencia brutal contra quien todavía era su esposa. A partir de este punto, el asunto adquiría una dimensión penal, permitiendo que la reparación del daño pudiera ser solicitada ante la Justicia criminal.
Un caso particularmente destacado fue el de Íñigo López de Ayala, regidor de Salamanca, quien, en el año 1501, encerró y agredió a su esposa en Almenara de Tormes. Esta acción se produjo como respuesta a la solicitud de divorcio presentada por ella ante el obispo de Zamora. Vale destacar que la justificación de la esposa para buscar el divorcio era de peso, pues había descubierto que Íñigo había contraído matrimonio previamente con otra mujer, lo que lo había convertido en bígamo18.
Pasaba que algunos hombres casados se enredaban en relaciones extramatrimoniales caras, financiando el costo de vida de sus amantes mediante el uso indebido de los bienes dotales pertenecientes a sus esposas. Esta práctica exacerbaba las tensiones dentro del matrimonio, generando conflictos, desavenencias y, en numerosas ocasiones, episodios de violencia doméstica19. Dicha violencia impulsaba a algunas mujeres a tomar la decisión de separarse. Sin embargo, cuando la dote permanecía bajo el control del esposo, existía el riesgo de que este continuara deteriorando y dilapidando dichos bienes, lo que hacía imprescindible emprender acciones legales para recuperarlos20.
El caso entre Catalina de Villalón y su marido Pedro Portillo, litigado en la Chancillería de Valladolid entre 1576 y 1585, constituye un conflicto significativo sobre los derechos de la mujer en el matrimonio durante el siglo 16 español. A pesar de que legalmente los maridos no tenían derecho a vender los bienes de sus esposas sin su consentimiento, algunos maridos, como Pedro Portillo, de Mijancas (Álava), ignoraban estas restricciones. Según los documentos del caso, Pedro vendió unas heredades pertenecientes a Catalina sin su aprobación, empleando amenazas y malos tratos para coaccionarla.
Este caso ilustra cómo la ley, aunque teóricamente protectora de los derechos de propiedad de las mujeres, en la práctica no era suficiente para garantizarlos frente a la dominación masculina y la violencia conyugal. La resistencia de Catalina al sometimiento y su decisión de llevar el asunto a la corte judicial demuestra una forma de agencia femenina en un contexto en el que las mujeres generalmente tenían opciones limitadas para defender sus intereses legales y personales21.
Por otro lado, se han documentado situaciones en las cuales esposas abandonadas y sometidas a maltrato se veían forzadas a vender propiedades dotales para subsistir y alimentar a sus hijos. Esto, a su vez, provocaba que el marido iniciara procedimientos judiciales en su contra por haber realizado la venta sin su consentimiento22. Adicionalmente, se registraron casos de maridos que infligían malos tratos a sus esposas con intención de apoderarse de la dote23. Frente a denuncias por parte de las mujeres sobre estos abusos, la Justicia tenía la facultad de detener al esposo y enjuiciarlo penalmente. En circunstancias extremas, los jueces podían llegar a presionar al acusado hasta el punto de obligarlo a firmar la anulación de las capitulaciones matrimoniales para obtener su libertad. No obstante, una vez liberado, el individuo podría disputar la validez del acuerdo firmado bajo coacción, alegando que se había ejecutado bajo el temor de morir en la prisión24.
Los conflictos de herencia podían entrelazarse con dinámicas de poder y abuso dentro del matrimonio. En este escenario, vemos a Diego Braceros actuando como procurador, en representación de sus hijos y de Mencía López, en un litigio contra los testamentarios de Juan de la Cruz sobre la propiedad de los bienes dejados por María López. Lo notable y trágico de este caso es el contexto en el que María López decide nombrar a su abusivo esposo como heredero universal, bajo la presión y el miedo resultantes de los malos tratos25.
El caso presenta elementos de notable interés jurídico, al poner de relieve cómo los malos tratos y amenazas graves podían condicionar decisiones patrimoniales adoptadas por la víctima. María López otorgó testamento en un contexto de violencia continuada por parte de su esposo, Juan de la Cruz. Gracias a ello el marido fue nombrado heredero universal de todos sus bienes. Si bien el testamento era considerado un acto libre por excelencia, la doctrina jurídica vigente reconocía que su validez podía quedar comprometida cuando existía fuerza o miedo coactivo. Así lo admitía la interpretación común de las Leyes de Toro, en particular la Ley 16, que alude a la voluntad «libre y no forzada», y autores como Gregorio López, quien en su glosa a las Partidas (Partida VI, Título I) advertía que «el miedo o la violencia pueden viciar la voluntad del testador, haciendo nulo el acto si se prueba la coacción»26. En este contexto, la violencia intrafamiliar no solo generó sufrimiento físico y moral, sino que alteró el contenido de un acto jurídico de gran trascendencia, afectando a la transmisión patrimonial post mortem y vulnerando el principio de libertad en la disposición de bienes.
Esto sucedía en 1583, en plena Edad Moderna, un periodo en el que las mujeres se encontraban jurídicamente subordinadas a sus maridos dentro del matrimonio, especialmente en lo relativo a la gestión de los bienes y a la toma de decisiones legales. El caso que nos ocupa ilustra con claridad cómo dichas limitaciones estructurales podían ser instrumentalizadas, dejando a las mujeres en situaciones de vulnerabilidad. Maridos sin escrúpulos llegaban a conculcar el derecho de sus esposas a disponer libremente de sus propios bienes –como la dote– o de la parte que legalmente les correspondía en los bienes gananciales. Aunque el pleito gira en torno a la titularidad y disposición de determinados bienes, el trasfondo revela un patrón de abuso doméstico que plantea interrogantes sobre la capacidad del ordenamiento jurídico de la época para detectar, impedir o reparar este tipo de situaciones. Casos como este constituyen un recordatorio inquietante de cómo el marco legal y las convenciones sociales podían ser utilizados para perpetuar relaciones de dominación e injusticia, especialmente en perjuicio de quienes se encontraban en posiciones de desigualdad estructural. Reflexionar sobre estos episodios históricos permite comprender mejor las raíces de muchas desigualdades actuales y subraya la necesidad de construir sistemas jurídicos y sociales verdaderamente orientados a la protección, la equidad y el empoderamiento de todas las personas.
En 1558, se registró en León un caso emblemático de abuso de poder marital y manipulación económica. Felipe Alonso, desoyendo las protecciones legales sobre los bienes de su esposa, administró y finalmente vendió un prado perteneciente a ella, empleando coerciones y malos tratos. Esta acción forma parte de una práctica extendida en la época, donde algunos maridos administraban los bienes de sus esposas a su antojo; a menudo recurrían a chantajes emocionales y físicos para someter a sus cónyuges a sus deseos, pero afortunadamente, la Justicia intervino de manera efectiva en este caso. La venta fue anulada, tanto en la sentencia inicial como en la definitiva, permitiendo así que la mujer recuperase la propiedad legítima de su prado. Cabe subrayar la importancia de la intervención judicial para proteger los derechos de propiedad de las mujeres y el papel crucial de los tribunales de justicia en la mitigación de los abusos derivados del poder desigual en las relaciones matrimoniales de aquella época27.
La embriaguez, el juego y la holgazanería eran causa de discusiones y riñas matrimoniales que fácilmente derivaban en violencia hacia la mujer. La afición de los hombres al juego y a las tabernas en la Edad Moderna ha quedado perfectamente reflejada en la literatura del Siglo de Oro. Las tabernas constituían espacios de encuentro social, donde se compartían bebida, conversación y, con frecuencia, juegos de azar. La afición al juego y a las tabernas ha impregnado la literatura del Siglo de Oro, que en este aspecto ofrece un vívido retrato de las costumbres de la época.
Los juegos de azar, como los dados, las cartas o la pelota, gozaban de gran popularidad entre todas las clases sociales. Eran juegos con componentes sociales y competitivos que incitaban a los jugadores a gastar mucho tiempo y dinero para mantenerse al nivel de sus amigos o competidores, lo que eventualmente contribuyó a comportamientos de juego problemáticos. En las tabernas, se improvisaban partidas entre vecinos, soldados, estudiantes y gentes de toda consideración social, buscando fortuna o simplemente entretenimiento. Eran lugares bulliciosos y llenos de vida, donde se fraguaban amistades, se discutía y se celebraban eventos. Sin embargo, también eran espacios asociados con la vagancia, la delincuencia y la prostitución28.
Por tanto, la afición al juego y a las tabernas en la Edad Moderna era un fenómeno social complejo, con repercusiones tanto positivas como negativas. En los archivos judiciales han quedado registradas las perjudiciales, las tocantes a relaciones problemáticas. Pero debemos ser conscientes de que las mujeres no se querellaban contra sus maridos por el mero hecho de ser jugadores o borrachos. Acudían a la Justicia para preservar la dote, para defender su integridad física, etc. Las mujeres hubieron de soportar estos problemas sin más apoyo que el consuelo de la familia, el confesor, las vecinas y su entorno social más inmediato.
En este sentido la Pragmática Sanción de Carlos III, del año 1783, pudo proporcionar alivio a muchas esposas sufridoras porque las libró de maridos que no les aportaban nada y les causaban mucho sufrimiento29. Dicha Pragmática Sanción, conocida como «ley de vagos», se promulgó en un contexto de profunda desigualdad social, con objeto de aprovechar, sin costo, una mano de obra ociosa que vagaba por las ciudades y a la que se hacía responsable de muchos robos. Como la Justicia fue instada a proceder de oficio contra ellos, condenándolos, entre otras cosas, a trabajos forzados, sus atribuladas esposas se libraron de las palizas que les daban. Desde luego, no era ese el objetivo primordial de la ley, pero tuvo ese efecto indirecto30.
En el marco de este estudio sobre la violencia conyugal y las prácticas matrimoniales conflictivas en la Edad Moderna, destacaremos el caso denunciado ante la Chancillería de Valladolid por la esposa de Andrés Herrero de Ponte, un escribiente acusado de maltrato físico y emocional. El núcleo del conflicto residía en las demandas sexuales del esposo, consideradas por la esposa como «prácticas sexuales perversas». Durante los dos años de matrimonio, Andrés obligaba a su esposa a sufrir actos que ella describía como contrarios a la fe cristiana, iniciando el coito por vías no naturales y causándole graves lesiones31.
La esposa, buscando escapar de estas prácticas que consideraba pecaminosas, fue repetidamente amenazada de muerte por Herrero de Ponte, quien la sometía a ellas bajo la amenaza de una navaja. Un cirujano confirmó las lesiones de la mujer, diagnosticándole una fístula anal asociada a una enfermedad venérea. Este testimonio corroboraba claramente la gravedad de los abusos sufridos por la esposa.
Al margen de la violencia física y sexual que ejercía sobre su esposa, el acusado mantenía en público la imagen de un hombre piadoso, fiel y cortés, proyectando así una fachada de respetabilidad cristiana que contrastaba de forma radical con su comportamiento en el ámbito doméstico. De manera particular, destacaba la hostilidad y las amenazas dirigidas contra los padres de su esposa, con quienes mantenía una relación de enfrentamiento constante. Además, Herrero de Ponte mostraba un claro desprecio hacia el trabajo, actitud que justificaba mediante argumentos abiertamente racistas. Según él, trabajar era propio de negros, con lo cual justificaba su ociosidad y hacía alarde de una jerarquía social basada en el desprecio racial.
La Chancillería, tras instruir causa secreta, decidió concluirla con una simple amonestación hacia Herrero de Ponte, instándole a reformar su comportamiento y abstenerse de juegos de azar bajo la amenaza de mandarlo a prestar servicios militares obligatorios durante ocho años. Este caso, archivado en 1779 tras varios meses de diligencias, refleja las complejidades en el tratamiento judicial de la violencia conyugal y las disfunciones matrimoniales en el contexto histórico de la época, así como las limitaciones de las instancias judiciales para proteger a las víctimas de los abusos.
En el contexto de la convivencia familiar y las relaciones conyugales durante la Edad Moderna, se constata una dinámica compleja, frecuentemente condicionada por la presencia de otros miembros de la familia extensa en el hogar conyugal. Esta práctica, habitual en muchas unidades domésticas, no estaba exenta de tensiones y podía derivar en conflictos de gravedad. El caso de Antonio Rodríguez, ocurrido en Valladolid en 1758, constituye un ejemplo ilustrativo de cómo la convivencia con la cuñada contribuyó a agravar unas ya deterioradas relaciones matrimoniales, desembocando en episodios de violencia que requirieron intervención judicial32.
El incidente se desencadenó a raíz de un grave altercado nocturno, que culminó en una violenta agresión física por parte de Rodríguez tanto a su esposa como a su cuñada. Este último ataque tuvo lugar cuando el marido intentó expulsar a su cuñada del domicilio conyugal a las diez de la noche, una hora considerada socialmente inadecuada para que una mujer soltera circulara sola por la vía pública. La negativa de la joven a marcharse en esas condiciones provocó la reacción desmesurada del marido, quien luego trató de justificar su conducta ante la Justicia alegando haber sido provocado por ambas mujeres. Aunque el tribunal no aceptó plenamente esta defensa, su argumento refleja las ambigüedades culturales y jurídicas que rodeaban la violencia doméstica en el Antiguo Régimen. La resolución judicial –que ordenó la salida de la cuñada del hogar y exigió a Rodríguez un comportamiento marital adecuado– ilustra el papel de la Justicia como instancia de mediación en los conflictos familiares, si bien con escasa capacidad para prevenir o sancionar de manera efectiva la violencia contra las mujeres. El caso pone también de relieve el protagonismo de la comunidad, y especialmente de las vecinas, que actuaron como primeras protectoras de las víctimas, asumiendo riesgos personales ante posibles represalias del agresor33.
Desde el punto de vista jurídico, la legislación castellana vigente –fundamentalmente las Siete Partidas y las Leyes de Toro– reconocía teóricamente la protección de la mujer frente al maltrato, pero conceptos como el ius corrigendi o derecho del marido a corregir «con mesura»34, otorgaban amplio margen a interpretaciones que justificaban la violencia conyugal bajo ciertos supuestos. En la práctica judicial del Consejo de Castilla, una sentencia fechada en 1618 refiere un proceso contra un señor local acusado de causar «daños físicos y temor grave» a su mujer y sus criados. En ese caso, el Consejo ordenó el arresto del agresor, mostrando que la intervención judicial era posible, aunque fuera excepcional35.
La doctrina jurídica del momento, y en particular la formulada por Juan de Hevia Bolaños en su tratado Curia Philipica, reconocía ciertos límites a la autoridad del marido sobre su esposa. J. Hevia advertía expresamente que, si en el ejercicio de dicha autoridad se incurría en excesos notorios, el marido debía responder ante la Justicia36. Esta cautela doctrinal pone de manifiesto la tensión entre la defensa del orden patriarcal –que otorgaba al varón poder disciplinario sobre la mujer– y la exigencia de evitar abusos manifiestos dentro del marco conyugal. En esa misma línea, otros juristas del ámbito castellano, como Antonio Gómez o Diego de Covarrubias y Leyva, reconocían que el derecho de corrección no podía amparar conductas crueles o desproporcionadas, y que la Justicia debía intervenir cuando se quebraban los límites de la moderación exigida37. Esta preocupación no era exclusiva del mundo hispánico: en otras tradiciones jurídicas europeas, como el derecho canónico o el derecho común germánico, también se admitía la posibilidad de limitar la potestad marital cuando se ponía en riesgo la integridad física o moral de la esposa38. Así, pese al dominio del modelo patriarcal, se abrían resquicios normativos que permitían a las mujeres –al menos en teoría– buscar amparo frente a los abusos más graves.
La implicación de los suegros en los litigios por maltrato, actuando como demandantes en defensa de sus hijas, pone de relieve la preocupación de las familias por la violencia dentro del matrimonio39. Sin embargo, la recurrencia de estos conflictos sugiere que dicha violencia había sido, en cierta medida, tolerada o naturalizada por el entorno social, y que las medidas judiciales disponibles resultaban insuficientes para abordar sus causas estructurales. En este contexto, la violencia doméstica no se concebía exclusivamente como una cuestión privada entre los cónyuges, sino también como un asunto concerniente a toda la familia, que alteraba el equilibrio moral y convivencial de la comunidad.
La dimensión social de estos conflictos se hacía evidente en la intervención de vecinos, parientes, autoridades locales e incluso miembros del clero, cuya participación como mediadores, testigos o denunciantes era frecuente y coherente con su función pastoral. Lejos de ser una excepción, la implicación del clero en la resolución de disputas familiares formaba parte de su papel habitual como garante del orden moral y defensor de la estabilidad del hogar cristiano40. El escándalo público, la alteración de la convivencia vecinal o el riesgo de ruptura del núcleo familiar eran motivos suficientes para movilizar a la comunidad, que se sentía moralmente obligada a intervenir, ya fuera por razones de honra, por temor a la propagación del conflicto o por el deseo de mantener un ideal de armonía social. Las Justicias locales, por su parte, solían actuar no tanto ante la mera existencia del maltrato, sino cuando este adquiría notoriedad pública o se volvía reiterado, comprometiendo así la paz doméstica y generando alarma entre los vecinos.
Sin embargo, las soluciones implementadas –fianzas, amonestaciones, reconciliaciones forzadas, breves separaciones o penas menores– solían ser parciales y temporales. Pese al reconocimiento de la violencia como un problema colectivo, las respuestas institucionales eran limitadas, y la protección efectiva de las mujeres quedaba condicionada por su posición social, la presión familiar o la visibilidad del conflicto. En definitiva, el peso de las redes familiares y comunitarias en la gestión de estos casos muestra tanto la implicación social en el control de la vida doméstica como las carencias de un sistema judicial que rara vez garantizaba el bienestar de las víctimas a largo plazo.
Los estudios sobre violencia de género en el Antiguo Régimen han centrado habitualmente su atención en el ámbito doméstico y conyugal, poniendo de relieve cómo las mujeres eran frecuentemente objeto de maltrato por parte de sus esposos, padres u otros familiares varones. No obstante, es esencial ampliar la mirada y reconocer que la violencia contra las mujeres no se limitaba al entorno familiar. Numerosos casos documentados muestran cómo hombres ajenos al círculo doméstico ejercían también violencia física, verbal y simbólica, especialmente cuando sus proposiciones eran rechazadas.
Un caso particularmente significativo tuvo lugar en Valladolid en el año 1624 y tiene como protagonista a Juan de Palacios, escribano del número de la ciudad. Palacios manifestó un interés, no correspondido, hacia una mujer casada que deseaba permanecer fiel a su esposo41. La negativa de la mujer desencadenó en Palacios una reacción desmesurada y pública: en presencia de varias «mujeres honradas», la agredió físicamente, provocando un escándalo notorio. Su conducta no se limitó a la violencia física. El escribano profirió amenazas graves, entre ellas la intención de desfigurar el rostro de la mujer para privarla de su atractivo y la amenaza de matar a su esposo si ella no accedía a sus deseos.
Este episodio pone de manifiesto una forma de violencia de género ejercida por hombres que, respaldados por su posición social o profesional, se consideraban legitimados para imponer su voluntad sobre las mujeres. La negativa femenina era percibida como una ofensa personal que debía ser sancionada, y la violencia –especialmente cuando se ejercía en espacios públicos– funcionaba como un acto ejemplarizante, destinado no solo a castigar a la mujer que se resistía, sino también a advertir a otras. En este contexto, la conducta de Juan de Palacios no perseguía únicamente someter a su víctima, sino también reafirmar un orden patriarcal en el que el consentimiento de las mujeres carecía de valor frente al deseo y la autoridad del varón.
La gravedad del caso radica en que no se trató de un conflicto doméstico, sino de una agresión ejercida desde fuera del núcleo familiar. En él se ponen de manifiesto diversas formas de violencia de género: la agresión física, las amenazas, el hostigamiento verbal y la humillación pública. Todo ello afectaba no solo a la integridad física y emocional de la víctima, sino también a su honra, un capital simbólico fundamental para las mujeres en la sociedad de la Edad Moderna. Este tipo de casos permite comprender la amplitud y complejidad de las violencias ejercidas contra las mujeres, más allá del ámbito del matrimonio, y obliga a reflexionar sobre las formas históricas de coerción, dominación y castigo social asociadas a la negativa femenina.
El impacto de este tipo de actos violentos trasciende con mucho la dimensión física del daño. En el contexto de la Edad Moderna, la agresión a una mujer comprometía no solo su integridad corporal, sino también su honra, entendida como el principal capital simbólico de las mujeres y de sus familias. En una sociedad fuertemente estructurada por valores de honor y reputación, la violencia sufrida por una mujer, especialmente cuando se producía en público, acarreaba consecuencias sociales duraderas, tanto para la víctima como para su entorno familiar, afectando a su posición dentro de la comunidad, a sus posibilidades de establecer alianzas matrimoniales y a su reputación pública.
La reacción de las autoridades en el caso de Juan de Palacios, que se saldó con la imposición de un breve destierro, muestra que los poderes públicos reconocían formalmente la existencia de un abuso y consideraban necesario sancionarlo. Sin embargo, la levedad de la pena aplicada –una medida temporal y de escasa capacidad disuasoria– revela los límites del sistema judicial a la hora de proteger a las mujeres víctimas de violencia de género. Este tipo de respuestas refleja una doble tensión: por un lado, el deseo de evitar el escándalo público y mantener la estabilidad de la comunidad; por otro, la reticencia a aplicar sanciones ejemplares cuando el agresor era un varón con buena reputación o vinculado a oficios de prestigio, como era el caso de los escribanos. Esta condescendencia institucional contribuía a reforzar los privilegios de los varones socialmente influyentes y a perpetuar la impunidad frente a conductas violentas hacia las mujeres.
La brecha entre el reconocimiento formal del delito y la insuficiencia de la pena impuesta plantea interrogantes sobre el alcance real de la Justicia en estos casos y sobre la capacidad del sistema legal para garantizar la seguridad, la reparación y la dignidad de las víctimas. En última instancia, estos episodios revelan el carácter estructural de la violencia de género en la sociedad moderna, en la que el ejercicio del poder masculino podía manifestarse tanto en la acción violenta como en la respuesta complaciente de las instituciones encargadas de regularla.
Durante la Edad Moderna, algunas mujeres optaron por abandonar el hogar y solicitar el divorcio ante los tribunales eclesiásticos como respuesta a los malos tratos conyugales. Sin embargo, aunque este recurso legal existía, implicaba afrontar importantes dificultades personales y sociales. Volver a la casa paterna o ingresar en un convento suponía reconocer públicamente el fracaso del matrimonio y aceptar la quiebra de sus expectativas vitales42. Esta decisión conllevaba no solo una derrota íntima, sino también un estigma social que afectaba profundamente a su identidad y a su estatus dentro de la comunidad43.
Un ejemplo revelador de esta compleja realidad lo ofrece el caso de Ángela Serafina, analizado por Rosa María Alabrús Iglesias. Nacida en Manresa en 1543, su vida estuvo marcada desde la juventud por situaciones de abuso y explotación. Forzada a contraer matrimonio con Francisco Serafín, un hombre que le fue impuesto y con el que experimentó infidelidades y malos tratos, Ángela encontró finalmente una vía de escape en la vida conventual. Tras enviudar, se dedicó plenamente a la vida religiosa y a actividades sociales, convirtiéndose en un modelo de conducta para otras mujeres que optaron por seguir su ejemplo de devoción y desapego del mundo.
Su biografía encarna la tensión entre dos itinerarios posibles para la mujer cristiana en la Edad Moderna: el matrimonio y la vida monástica, ambos considerados caminos hacia la santidad. Tras el Concilio de Trento, se reforzó la percepción de que el convento ofrecía un entorno espiritualmente más seguro y digno para las mujeres que el hogar, con frecuencia escenario de sufrimientos domésticos. El caso de Ángela Serafina ilustra cómo el matrimonio, a pesar de ser un ámbito de violencia y sacrificio, podía interpretarse como una forma de martirio que conducía a la santificación a través del dolor44.
A partir de este punto, cabe examinar la actuación de las autoridades ante los casos de violencia matrimonial. Por lo general, la intervención de la Justicia requería una denuncia formal por parte de la víctima o de sus familiares. No obstante, los tribunales podían iniciar el proceso de oficio cuando los hechos eran de conocimiento público o llegaban a su conocimiento por otras vías. Ahora bien, esta intervención ex officio no se producía de forma automática ni estaba asegurada, ya que solía exigirse una reiteración de los malos tratos o la ocurrencia de episodios particularmente graves para justificar la actuación. Este elevado umbral para intervenir pone de manifiesto una actitud institucional tendente a minimizar o tolerar la violencia doméstica y al condicionar la protección de las víctimas a la existencia de manifestaciones extremas de dicha violencia.
En el tratamiento judicial de la violencia conyugal, las autoridades solían adoptar una actitud prudente, buscando evitar el escándalo público y contener las posibles repercusiones sociales del conflicto. Aunque no se recurría sistemáticamente a esta vía, en determinados casos se instruían causas secretas, una figura procesal reservada a situaciones especialmente delicadas45. Este tipo de procedimiento se aplicaba cuando la publicidad del caso podía comprometer el honor de familias notables, alterar la estabilidad social o disuadir a los testigos de declarar. Tenían competencia para autorizar e instruir este tipo de causas los oidores y alcaldes del crimen de las Audiencias y Chancillerías, así como los corregidores en el ámbito local. También podían hacerlo, aunque con limitaciones, los alcaldes mayores y jueces ordinarios en jurisdicciones señoriales, y los tribunales eclesiásticos en asuntos de su competencia. Estas medidas evidencian una clara prioridad institucional: preservar el orden social y el honor familiar por encima del reconocimiento de la violencia sufrida por la mujer. En última instancia, la utilización de procedimientos reservados respondía a los valores de una sociedad patriarcal, en la que el prestigio colectivo y la reputación de los linajes prevalecían sobre los derechos individuales de las víctimas.
Las penas impuestas a los agresores eran, por lo general, moderadas y orientadas a restablecer la convivencia conyugal antes que a sancionar efectivamente la violencia. Incluso en los casos más extremos, cuando los malos tratos culminaban con la muerte de la esposa, los jueces eran proclives a poner en duda la intencionalidad del marido y a relativizar la gravedad de los hechos46. Esta actitud judicial refleja una resistencia a reconocer la violencia doméstica como un delito grave y punible, y evidencia una cultura jurídica más inclinada a preservar el vínculo matrimonial que a castigar al agresor.
Las resoluciones judiciales de la época muestran con claridad una preferencia institucional por la reconciliación de la pareja frente a la imposición de penas significativas al agresor. Esta lógica descansaba en la convicción de que la verdadera paz y la unión debían prevalecer en el ámbito conyugal, incluso si ello implicaba ignorar o minimizar actos de violencia graves47. En este modelo, la seguridad y el bienestar de la mujer quedaban subordinados al objetivo superior de preservar la cohesión familiar.
Cuando la violencia doméstica derivaba en la muerte de la esposa, la actuación judicial seguía patrones similares: muchos jueces se mostraban reacios a calificar el hecho como homicidio intencionado, considerando en su lugar que se trataba de una consecuencia desafortunada o accidental del conflicto conyugal48. Esta disposición a restar gravedad al acto refleja una preocupante banalización de la vida de las mujeres dentro del matrimonio y una tendencia a interpretar el crimen desde parámetros que protegían la figura del marido.
La imposición de sanciones leves, como destierros breves o multas económicas, evidencia la reticencia del sistema judicial a aplicar castigos ejemplares en casos de violencia doméstica49. Estas penas eran frecuentemente negociables, especialmente en lo económico, lo que permitía a los agresores influir en su cumplimiento y disfrutar de un amplio margen de maniobra50. Esta flexibilidad reducía drásticamente el poder disuasorio de la Justicia, proyectando una imagen de tolerancia hacia la violencia conyugal y debilitando la protección efectiva de las víctimas. Además, algunas decisiones judiciales llegaban a restringir derechos fundamentales de las mujeres, como su libertad de movimiento. En ciertos casos, los jueces prohibieron a la esposa visitar a sus padres o salir del hogar sin autorización, con el pretexto de evitar conflictos51. Este tipo de medidas no solo limitaba la autonomía femenina, sino que reforzaba la noción de que el marido tenía un derecho legítimo a controlar los desplazamientos y relaciones sociales de su esposa. Así, la administración de justicia no solo fallaba en frenar la violencia, sino que, en ocasiones, contribuía a perpetuar las dinámicas de poder desiguales propias del orden patriarcal del Antiguo Régimen.
Los casos en los que los maridos eran condenados a galeras52 o, de forma aún más excepcional, a la pena capital por uxoricidio constituyen excepciones destacadas dentro de un panorama general marcado por la indulgencia judicial hacia la violencia conyugal53. Estas sentencias permiten identificar los límites de la tolerancia institucional y las condiciones que llevaban a romper, al menos en apariencia, con la tendencia dominante a la condescendencia. Lejos de reflejar una voluntad sistemática de castigar con severidad los crímenes cometidos contra las mujeres, estas decisiones eran motivadas por factores extraordinarios: la acumulación de actos violentos particularmente brutales, la notoriedad del caso, la presión ejercida por los familiares de la víctima o la conmoción provocada en la comunidad. En tales circunstancias, las autoridades sentían la necesidad de emitir un mensaje de control y justicia que preservara la imagen de rectitud del sistema, evitando la percepción de impunidad54. No obstante, estas condenas no implicaban una ruptura con el orden patriarcal vigente. Más bien, representaban una forma de gestión simbólica del escándalo, en la que se castigaba al agresor no tanto por haber ejercido violencia contra su esposa, sino por haber transgredido los márgenes aceptables de esa violencia, comprometiendo con ello el equilibrio social y la autoridad del propio sistema judicial.
Incluso después de haber sido condenados, algunos maridos conseguían que sus esposas solicitaran su liberación, apoyándose en la autoridad del rey, quien tenía la facultad de conceder el indulto. En los casos más graves, cuando se dictaba la pena capital por uxoricidio, esta práctica también podía observarse. Un ejemplo significativo es el de Pedro Ortiz, vecino de Medina del Campo, quien en 1573 fue condenado a muerte por garrote y a la pena accesoria de que su cadáver fuera cosido dentro de un cuero de vaca junto a un perro y un gato vivos. El castigo respondía al asesinato de su esposa, Juana de Porras, tras años de malos tratos. La sentencia fue dictada in absentia en un proceso iniciado por la suegra del acusado. No consta que la pena se ejecutara, y lo habitual en estos casos era que el reo intentara obtener el perdón de la familia de la víctima y solicitara, pasado un tiempo, el indulto real55.
La posibilidad de que algunos agresores lograran que sus esposas firmaran escrituras de concordia favorables a sus intereses, o incluso que solicitaran su excarcelación, pone de relieve la compleja interacción entre poder, coerción y vulnerabilidad en el seno del sistema judicial. Estas maniobras, a menudo fruto de presiones directas o indirectas, reflejan hasta qué punto la autoridad del marido podía extenderse más allá del espacio doméstico y condicionar el desenlace del proceso penal. En este contexto, las víctimas se enfrentaban no solo a la violencia física, sino también a la manipulación emocional, jurídica y social ejercida por sus agresores.
Este fenómeno ilustra con claridad el peso de las normas sociales que conferían al marido un poder casi absoluto sobre su esposa, incluso cuando su conducta lo convertía en una amenaza para su vida. Es legítimo preguntarse si las acciones de las mujeres que abogaban por la liberación de sus esposos no eran, en muchos casos, una extensión de la misma violencia estructural que habían sufrido en el ámbito doméstico. El control ejercido por el varón durante el matrimonio podía perpetuarse a través del proceso judicial, prolongando la situación de sometimiento de la víctima mediante estrategias de presión, chantaje afectivo o dependencia económica.
La voluntad –o más frecuentemente, la necesidad– de las mujeres de solicitar la liberación de sus agresores, a pesar de haber sido objeto de su violencia, pone de relieve la complejidad de los vínculos afectivos y de las relaciones de dependencia que las unían a ellos56. En una sociedad en la que el matrimonio era la principal fuente de legitimidad y protección para las mujeres, la perspectiva de separarse legal o físicamente del marido podía resultar más perjudicial que permanecer junto a él. A esto se sumaba el temor al estigma social asociado a la ruptura matrimonial, así como la precariedad económica derivada de la pérdida del sostenimiento material. En tales condiciones, el regreso a la autoridad marital podía percibirse como la única salida posible, aunque esta perpetuara la situación de abuso.
La disposición de los jueces a atender estas solicitudes de excarcelación, sin tener plenamente en cuenta el contexto de coacción o dependencia en que eran formuladas, revela las limitaciones del sistema judicial para ofrecer una protección efectiva a las víctimas de violencia doméstica. La Justicia no siempre fue capaz de identificar las formas sutiles de presión ejercidas sobre las mujeres ni de valorar adecuadamente los factores emocionales, económicos y sociales que influían en sus decisiones. Esta falta de sensibilidad institucional contribuía a perpetuar el ciclo de violencia y a debilitar la función garantista que el sistema debía cumplir.
El análisis del conjunto de casos estudiados pone de manifiesto la necesidad de una protección más eficaz para las víctimas de violencia conyugal, así como la urgencia de establecer marcos legales y judiciales capaces de reconocer y abordar la complejidad de las relaciones familiares marcadas por el poder, la dependencia y la coacción. Los ejemplos históricos muestran cómo la Justicia de la época era incapaz de proporcionar una respuesta efectiva a las situaciones de maltrato, y subrayan la importancia de aprender de estas deficiencias para evitar su reproducción en contextos contemporáneos.
La disparidad en las penas impuestas –desde simples sanciones económicas o breves destierros hasta condenas a galeras o ejecuciones– revela un panorama judicial profundamente desigual en el tratamiento de la violencia doméstica. Si bien las sanciones más severas reflejan un reconocimiento de la gravedad de ciertos actos, también muestran las limitaciones estructurales de un sistema que, en muchos casos, priorizaba la preservación del orden familiar y social por encima del castigo al agresor y de la seguridad de la víctima. Esta lógica de intervención selectiva y desigual favorecía la perpetuación del abuso en numerosos hogares.
El tratamiento judicial de la violencia doméstica en la Edad Moderna debe entenderse, por tanto, como el resultado de una compleja interacción entre normas legales, valores sociales y representaciones de género. Las sentencias tendían a privilegiar la reconciliación matrimonial antes que el castigo al agresor, y cuando éste se producía, respondía más a imperativos de orden público o presión comunitaria que a una política orientada a la defensa de los derechos de las mujeres. Esta actitud judicial no solo fracasaba en su función protectora, sino que también reforzaba las bases estructurales de un orden patriarcal legitimado por el derecho.
Un repaso detallado de los procesos demuestra que, aunque la mayoría de los agresores eran varones, existieron también casos excepcionales en los que las mujeres ejercieron violencia extrema contra sus maridos. Uno de los más notorios ocurrió en 1590, en Navaescurial (Ávila), cuando Francisca Díez asesinó a su esposo, Domingo Martínez Brieva, motivada por los malos tratos que había recibido durante el matrimonio57. El homicidio tuvo lugar mientras él dormía, momento en que ella le golpeó en la cabeza con un palo. Este tipo de violencia femenina, aunque excepcional, revelaba también las tensiones y resistencias que podían generarse dentro del marco de subordinación conyugal.
La respuesta judicial en este caso fue especialmente dura: tanto Francisca como su padre fueron condenados a muerte por el alcalde mayor, y la sentencia incluyó que ambos fueran arrastrados por las calles atados a caballos antes de ser ejecutados. Esta pena fue confirmada por los alcaldes de Valladolid. La severidad de la condena refleja la firmeza con la que se sancionaban las transgresiones al modelo patriarcal, especialmente cuando la autoridad masculina era desafiada mediante el homicidio del esposo. La Justicia no solo castigaba el delito, sino que reimponía el orden simbólico del poder masculino mediante un castigo ejemplar y público.
Otro caso especialmente impactante es el ocurrido en Valdilecha (Madrid), en 1591, donde Pedro Redondo y María Martínez fueron procesados y condenados por el asesinato de su hija María, de apenas seis años de edad. Aunque el castigo físico a los niños era una práctica aceptada socialmente en la época, este caso traspasó los límites de la corrección tolerada, derivando en una muerte violenta a manos de los propios progenitores. La brutalidad del acto y su carácter transgresor con respecto a los límites tácitos del castigo familiar motivaron una reacción judicial más enérgica de lo habitual.
El hecho de que los padres decidieran enterrar el cuerpo de la niña en el portal de su casa añadió un componente de horror al caso que no pasó desapercibido. Esta acción contribuyó a generar una mayor indignación social y forzó a las autoridades a actuar con firmeza. Inicialmente, ambos progenitores fueron condenados a la horca, una pena que refleja el rechazo absoluto de la sociedad y la Justicia hacia un acto considerado aberrante incluso en una época en la que los castigos físicos a menores eran comunes. La calificación judicial del crimen como filicidio marcó un umbral de intolerancia innegociable ante el abuso extremo hacia los más vulnerables58.
Posteriormente, las sentencias fueron modificadas: Pedro Redondo fue enviado a galeras y María Martínez fue castigada con el destierro. A pesar de esta conmutación, el proceso continuó reflejando la gravedad del delito y la voluntad de la Justicia de actuar con severidad ejemplarizante en casos de violencia intrafamiliar extrema. Este episodio constituye un valioso testimonio de los límites de la permisividad judicial en el castigo doméstico durante la Edad Moderna en España, y evidencia cómo, incluso dentro de una sociedad que toleraba ciertas formas de violencia familiar, existían líneas infranqueables cuya transgresión provocaba una respuesta punitiva tajante por parte del poder judicial.
Lejos de responder a los principios de la Justicia penal contemporánea, la actuación de los jueces en los casos de violencia conyugal debe entenderse a la luz de los valores y estructuras propias del Antiguo Régimen. En aquel tiempo, el matrimonio no era solo una unión privada, sino una institución profundamente religiosa, jurídica y social, sancionada por la Iglesia y regulada por el derecho. La familia, por su parte, era considerada la célula fundamental del orden social y moral, y su estabilidad se percibía como garantía del buen funcionamiento de la comunidad y del Estado. En ese marco, la intervención de la Justicia buscaba ante todo restaurar la paz doméstica, evitar el escándalo público y preservar la autoridad patriarcal, más que atender al sufrimiento individual o castigar de forma proporcional la violencia. Esta forma de actuar no puede evaluarse con los parámetros de la Justicia actual, sino que debe entenderse dentro del marco normativo y mental propio de la época. En la sociedad del Antiguo Régimen, la armonía familiar se consideraba un valor primordial, al que se subordinaban otras preocupaciones, incluida la protección individual. Solo desde esta perspectiva es posible analizar con rigor los límites, los criterios de intervención y el sentido profundo que tuvo la Justicia en su respuesta a la violencia conyugal durante la Edad Moderna.
El análisis de los expedientes judiciales sobre la violencia conyugal en la España de la Edad Moderna permite reconstruir un universo normativo, cultural y jurídico profundamente marcado por el orden patriarcal. Lejos de ser un fenómeno marginal o excepcional, la violencia ejercida por los maridos contra sus esposas fue una realidad reiterada y, en muchos casos, social y legalmente legitimada. A través del examen de pleitos civiles, causas criminales y disposiciones legales de la época –complementadas en algunos casos con interpretaciones doctrinales de la época–, este estudio ha puesto de manifiesto cómo el derecho de corrección marital, amparado por la tradición jurídica y reforzado por discursos religiosos y morales, proporcionó cobertura legal a prácticas de maltrato que hoy consideramos inaceptables.
Los tribunales de justicia, tanto civiles como eclesiásticos, mostraron una clara tendencia a preservar el vínculo matrimonial por encima de la seguridad de las mujeres. La reconciliación era el horizonte preferente de la acción judicial, incluso en contextos de violencia reiterada, y solo el peligro extremo para la vida de la esposa motivaba la separación. Las condenas a los agresores fueron generalmente leves y moduladas por factores como el estatus social del acusado, la insistencia de la víctima, la notoriedad pública del caso o la intervención de familiares influyentes. Estas prácticas judiciales no solo reflejan los límites estructurales del sistema, sino que también reproducen las lógicas de poder que sostenían la subordinación femenina.
Desde el punto de vista historiográfico, este trabajo se inscribe en una línea de estudios que buscan visibilizar el papel de las mujeres como agentes jurídicos activos, aunque profundamente condicionados por las restricciones legales, los vínculos familiares y las presiones sociales. Frente a la imagen de víctimas pasivas, los expedientes muestran estrategias de denuncia, resistencia y negociación, que si bien no lograban revertir las desigualdades estructurales, sí permitían a muchas mujeres interpelar al poder judicial en busca de protección o reparación. Esta dimensión ofrece una lectura más compleja del orden patriarcal, que no debe entenderse como un sistema cerrado e inamovible, sino como un campo de tensiones, contradicciones y posibilidades.
Las conclusiones aquí presentadas contribuyen también a los debates contemporáneos sobre la historicidad de la violencia de género, la construcción jurídica del matrimonio y la agencia femenina en contextos adversos. Invitan a seguir explorando, con nuevas fuentes y enfoques, las formas en que el derecho, la moral y las prácticas cotidianas articularon modelos de convivencia que, lejos de garantizar la paz doméstica, institucionalizaron formas de abuso y sometimiento. A su vez, señalan la necesidad de estudiar con mayor detalle los mecanismos comunitarios de intervención –vecinos, clérigos, suegros– como instancias paralelas o complementarias a la acción judicial.
Como línea de investigación futura, resulta especialmente sugerente profundizar en la comparación entre territorios y jurisdicciones dentro de la Monarquía hispánica, así como en el contraste con otros modelos europeos, para calibrar hasta qué punto el caso español se inscribe en un patrón general o presenta especificidades propias. Del mismo modo, el cruce de fuentes judiciales con registros parroquiales, notariales o literarios puede abrir nuevas vías para captar mejor las voces de las mujeres y los contornos culturales de la violencia conyugal en el Antiguo Régimen.
José Luis de las Heras Santos
Palabras clave: violencia conyugal, violencia de género, Edad Moderna, historia de la Justicia, archivos judiciales
Keywords: conjugal violence, gender-based violence, early modern period, history of Justice, judicial archives
This article examines Spanish judicial archives with the aim of understanding how episodes of conjugal abuse were documented and addressed during the early modern period. Through the analysis of civil and criminal proceedings, it explores not only the prevalence of violence but also its social perception and legal treatment. The findings allow for the reconstruction of the circumstances in which domestic violence occurred, the identification of its main actors, the assessment of cultural attitudes toward such behaviors, the examination of sanctions imposed on perpetrators, and the evaluation of the responses from both victims and the surrounding community.