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Tapa de Familia y violencia en tierras hispanohablantes (Edul, 2025) Show/hide cover

Conflictividad, herencia y familia en León en la Edad Moderna

Conflict, Inheritance and Family in León in the Modern Era

Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación (PID2021-124970NB-100) «Violencia, conflictividad y mecanismos de control en el noroeste de la Península Ibérica (siglos XVI‑XIX)», financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

Los últimos 20 años del siglo 161 las familias Barba Campos y Sarmiento las tuvieron ocupadas pleiteando por el pequeño mayorazgo de Castrofuerte y Castilfalé2. En los años finales de la década de los 80, D. Luis Sarmiento denunció al entonces titular, su tío D. Diego, por jactancia y abandono del patrimonio, pero fue la primera de las causas la que más problemática encerró: el demandante trataba de demostrar que la persona que aquel señalaba para sucederlo, su hija Dña. Isabel Osorio3, era ilegítima. El segundo pleito4 tuvo comienzo en la década de los 90 y su resultado no cambió el curso de los acontecimientos que había dictaminado la sentencia anterior. En junio de 1598, la Chancillería de Valladolid ratificaba en grado de revista el veredicto que había pronunciado el 13 de junio de 1595, en contra de D. Pedro Barba Villagómez, Dña. Isabel Barba Osorio, su esposa, y Dña. Luisa Barba Villagómez, hija de ambos, y fallaba a favor de la familia Sarmiento. El siguiente paso de la pareja era poner un recurso ante el Consejo de Castilla, pero no llegó a formalizarlo.

El mayorazgo de Castrofuerte y Castilfalé se mantuvo en la familia Sarmiento hasta 1767, año en que falleció D. Nicolás María Iñigo, titular de los marquesados de Mondejar, los Palacios y Castrofuerte y el condado de Tendilla. En el de Castrofuerte le sucedió D. Pedro Bustamante y Olaso, y cinco meses después presentó una demanda de tenuta5 Dña. Francisca Barba, cuyo dictamen judicial, emitido en 1770, le fue favorable. Como pruebas, para justificar de que su «cuarta» o «quinta abuela» era hija de D. Diego Barba, presentó la ejecutoria, fechada el 30 de junio de 1592, de un pleito que había mantenido D. Brianda de Mendoza contra Dña. Isabel Osorio, «como hija de D. Diego Barba»6, y su marido, D. Pedro Villagómez; otra sentencia a favor de D. Lucas Barba, de 1641, emitida a raíz de un enfrentamiento judicial contra su curador, por vender un juro, durante su minoría de edad, que había heredado «de su abuelo», D. Diego Barba7; el testamento de D. Lucas8, de 1646, y la posesión del mayorazgo de Pampliega en poder de la hermana de Dña. Francisca9.

Tras la muerte de Dña. Francisca, en 1775, heredó el título su hermana, Dña. Mariana Barba Osorio, y fue entonces cuando D. José María Jalón, descendiente de la rama que lo había perdido cinco años antes, interpuso una demanda ante el Consejo para recuperarlo, como así sucedió. Los derechos que les asistían a las partes eran los siguientes: Dña. Francisca y Dña. Mariana eran descendientes directas de Dña. Isabel Osorio y D. José María de Dña. María Barba Campos (fig. 1). Tras aquella sentencia, Dña. Mariana quiso activar el recurso de segunda suplicación que en el siglo 16 debía haber llegado al Consejo de Castilla, pero que por muerte de D. Pedro Villagómez se paralizó. Tras serle autorizado a Dña. Mariana y a su esposo, D. José Olivera, el inicio de este proceso y su defensa «por pobre», no sin la oposición de D. José María Jalón, el Consejo mandó elaborar un memorial ajustado, sobre el que tenía que dictaminar. Tal documento nos ha permitido conocer cómo se gestó, a finales del siglo 16, el cambio en la línea sucesoria de los Barba:

Elaborado por M. J. Pérez Álvarez a partir del árbol genealógico de los ascendentes de D. Juan Barba de la Real Academia de la Historia (RAH), Índice de la Colección Salazar y Castro, 23482

El mayorazgo de Castrofuerte y Castilfalé

El mayorazgo, que se puede rastrear en el derecho romano y se difundió en los siglos bajomedievales, constituía una forma de vincular propiedades para que se fueran transmitiendo de acuerdo con el orden de sucesión que había establecido su fundador. Esta forma de proteger los patrimonios10 y ofrecer una seguridad económica a los descendientes11, propia de nobles, quedaría avalada jurídicamente por las Leyes de Toro y acabaría por convertirse en un modelo de organización del capital imitado por otros grupos de escalones socioeconómicos inferiores.

En el caso que nos ocupa, D. Pedro Barba redactó en 1507 una carta de fundación de mayorazgo –siete años después de recibir real facultad para ello12–, pero en realidad era un traslado. En la solicitud, que a tal fin había realizado a los monarcas, explicó que las villas leonesas de Castrofuerte y Castilfalé –«con sus fortalezas, e rentas, pechos e derechos, e otras cosas»– y otros bienes, que llevaba administrando 49 años, eran «de mayorazgo muy antiguo […] tanto que memoria de hombres no es contrario». Lo hacía remontar, al menos, a la época de su bisabuelo13, Rui Barba14. Continuaba señalando en la petición, que siendo menor había quedado huérfano y durante esa etapa, bajo la tutela del conde de Trastámara –D. Pedro Álvarez Osorio– y del marqués de Astorga –D. Alvar Pérez Osorio–, la antigua escritura de mayorazgo se había extraviado, por lo que, al no tener papeles justificativos, temía que aquel se perdiera. Los monarcas le dieron permiso para que hiciera una nueva, en la que debían reflejarse las mismas condiciones en las que habían disfrutado de tal patrimonio sus antecesores. Pero, como la anterior no se conservaba, cabe la posibilidad de que respetara ese mandato o que alterara alguna de las cláusulas, acorde a sus intereses.

D. Pedro quiso que se recogiera en el documento de nueva formalización del mayorazgo parte de la escritura de la dote que hizo a raíz del casamiento de su hijo y sucesor, D. Luis, con Dña. Isabel Cusanza. Pretendía dejar constancia de que para pagar los 310 000 maravedís que ofrecían a la novia, en concepto de arras, y asegurar sus dotales había tenido que desprenderse, con autorización real15, de la villa de Castilfalé. Se la había vendido a su consuegro, D. Juan León, protonotario, con la condición de que cualquier miembro de la familia Barba, cuando quisiera y pudiera, la recuperara en el mismo precio que se había vendido y una vez rescatada volvería, forzosamente, a integrarse en el mayorazgo. Añadía las normas por las que se regularía la sucesión, que sería la de tipo regular16, para lo que establecía los dos escenarios, el masculino y el femenino. Pasaría a varones por progenitura y en caso de que la línea directa y la colateral más próxima no tuvieran descendencia lo heredaría el pariente más cercano y de mayor edad, excluyendo a los que tuvieran lesiones físicas o mentales graves y religiosos, salvo si pertenecían «a las órdenes de San Pedro», aunque fuera célibe, o a la de Santiago. Si recaía en una mujer, el requisito fundamental para detentarlo hacía referencia a los permisos para el matrimonio. Siguiendo con la idea de salvaguardar el patrimonio, encargaba que se acrecentaran las propiedades, que lo perdiera, en favor de su sucesor, el que no lo gestionara adecuadamente o que si alguno de los que estaban al frente del mismo cometía algún delito17 pasara a encabezarlo18, antes de que interviniera la Justicia, su descendiente, pudiendo recuperarlo si era exculpado. Preservaba los bienes ordenando que no se pudieran hacer arrendamientos por «luengo tiempo», para que la cesión no se extraviara «en la memoria». Los titulares de este mayorazgo deberían llevar, inexcusablemente, el apellido Barba y utilizar su escudo de armas, «sin ninguna mixtura», pudiendo añadir los emblemas de los que lograran incorporar.

En el siglo 16, la litigiosidad en torno al mayorazgo de la familia Barba fue notable, si bien se concentró en los últimos años de la centuria. Muy poco después de su nueva constitución ya surgieron los primeros problemas. En 1510, D. Luis Barba pleiteó contra su padre y el conde de Benavente, D. Alonso Pimentel, porque el primero había vendido al noble la villa de Castrofuerte19. La sentencia fue favorable al demandante, legalmente fundamentada en las cláusulas del antiguo mayorazgo. El conde apeló sin éxito, basándose en que D. Luis no era aún el propietario de los bienes.

El heredero de D. Luis Barba, regidor en la ciudad de León, fue su hijo D. Juan20, nombrado caballero de la orden de Santiago en 153921, quien se casó en dos ocasiones: con Dña. Francisca Bernuy y Dña. Inés Osorio de Guzmán. Con la primera esposa residió en Burgos, donde nacieron dos hijas, Dña. Isabel y Dña. María. Fruto del segundo enlace fueron D. Pedro y D. Diego.

Los pleitos por el mayorazgo de Castrofuerte y Castilfalé a finales del siglo 16

El marco histórico

En los pleitos que tuvieron lugar en las dos últimas décadas del siglo 16 en torno a la posesión del mayorazgo de los Barba, hubo dos cuestiones que generaron gran confusión y que, por falta de documentación, tampoco pudieron clarificar. La primera fue la acusación de bígamo22 a D. Diego Barba y la otra si D. Diego Osorio, D. Diego Quiñones y D. Diego Barba eran la misma persona.

La institución matrimonial pasó por diversas regulaciones antes de que fuera normativizada en el Concilio de Trento23. Uno de los problemas que venía arrastrándose, y que la Iglesia había intentado solucionar, era el de los matrimonios clandestinos y secretos24, detrás de los cuales podía esconderse la bigamia25. En concilios y sínodos anteriores se habían establecido normas para prevenir la celebración de ese tipo de uniones y la solución que encontraron, en el siglo 12, el consentimiento de los contrayentes26, tomado del derecho romano, no logró acabar con aquellas prácticas27. En el cuarto Concilio de Letrán se introdujeron nuevas pautas para la celebración de los enlaces, a fin de obstaculizar la bigamia: obligatoriedad de publicitarlos28 en la misa mayor y que el párroco hiciera una investigación sobre la existencia de legítimos estorbos29 que invalidaran la celebración. En estas imposiciones se basó la normativa que recogió el Decreto Tametsi, que salió del Concilio de Trento para la validación del sacramento30.

En el arzobispado de Toledo, que es dónde tuvieron lugar parte de los hechos que se abordan en este trabajo, encontramos en las constituciones sinodales elaboradas por Francisco Jiménez de Cisneros, en 1498, una pequeña referencia, que remitía a las de Alonso Carrillo31, al matrimonio clandestino. Sería las siguientes, de 1566, las que recogieron la normativa tridentina para atajar la bigamia32.

D. Diego, aunque tal y como se recoge en los juicios su periplo vital lo llevó por varios destinos nacionales e internacionales, era, en principio, un hombre de vida ordenada33. Vivió, o estuvo destinado, además de en su localidad de origen, en León, Salamanca, Sevilla, Valladolid, Italia, Madrid o Portugal34. Por otro lado, si atendemos a las explicaciones que dieron los diferentes testigos, ninguno de los dos enlaces matrimoniales que le imputaron podemos calificarlos, en el amplio sentido, como clandestinos. Tanto el de 1555 como el de 1556 fueron públicos, si bien, en ninguno se hizo alusión a amonestaciones previas ni a indagaciones, por parte del párroco, sobre la existencia de algún inconveniente que embarazara el casamiento. Por otro lado, como ambos fueron anteriores al Decreto Tametsi, no tenía obligación, como forastero, de aportar una certificación de su parroquia en la que constara que era libre para recibir ese sacramento.

En lo que respecta al uso de los apellidos, la normativa no fue clara hasta la implantación del registro civil. Bien es verdad que en siglos precedentes el hecho de que comenzara a llevarse a cabo un registro parroquial de bautismos facilitaba, teóricamente, demostrar la filiación e identidad de las personas, pero la realidad era otra35. El orden o el número de apellidos podían cambiarse arbitrariamente sin que ello acarreara ningún tipo de medida legal, salvo si se hacía con un fin punible36. Tales alteraciones eran muy frecuentes si nos estamos refiriendo a familias que ostentaban mayorazgos, en cuya carta fundacional imponían al heredero el uso de un apellido concreto. Esa situación se complicaba cuando recaían más de un vínculo en una persona, puesto que dependiendo del que estuviera representando daba prioridad a un apellido u a otro.

En el caso que nos ocupa, D. Diego no estaba llamado a recibir el mayorazgo, por lo que no tenía obligación de utilizar el apellido del fundador. Según algunos testigos usó el de la madre, Osorio, hasta que falleció su hermano, D. Pedro, y pasó a ser el responsable del linaje.

La conflictividad judicial

A finales del siglo 16, hubo dos pleitos principales por la sucesión del mayorazgo de Castrofuerte y Castilfalé, que se vieron cruzados por otros secundarios. El primero se inició, en octubre de 1587, tras denunciar D. Luis Sarmiento Mendoza a su tío, D. Diego Barba. Lo acusaba de descuidar el patrimonio y de jactancia37, en base a que divulgaba que iba sucederlo una hija que el demandante estimaba que no era legítima38. Conseguir demostrar lo primero ya suponía que el entonces titular sería desposeído en favor del siguiente en la línea sucesoria, que era Dña. Isabel39, madre de D. Luis. El primer inconveniente al que se enfrentó D. Luis fue que su progenitora se posicionó en la parte contraria40.

Respondió, tras ser notificada, que al no ser ella «parte interesada» tampoco lo era su hijo; reconoció a Dña. Isabel Osorio como hija de su hermano y se mostró favorable a su gestión al frente del mayorazgo. Por su parte, D. Diego, en aquel momento se encontraba en Valladolid, atendiendo el proceso de divorcio de su esposa –Dña. Brianda de Mendoza41– y después de varias idas y venidas de comunicados y despachos acabó siendo acusado de rebeldía y encarcelado.

El proceso judicial42 se focalizó en determinar el tipo de filiación que unía a Dña. Isabel Osorio con D. Diego, al que acusaron de bígamo. Demostrarlo suponía que aquella mujer no podía ser su hija legítima. Por la parte de D. Luis Sarmiento tomaron declaración, en 1588, a más de 40 testigos, en las localidades de Torrecampo (Córdoba), Valdepeñas (Ciudad Real), Villardompardo (Jaén) y Talavera de la Reina (Toledo). Entre los testigos estaban varios parientes directos de Catalina Vilches, que decían haber sido la primera esposa de D. Diego, y varios vecinos de Talavera, donde, al parecer, había sido descubierto cuando estaba velándose con María Gómez de Adrada y Durán, madre de Dña. Isabel Osorio.

Los encuestados coincidían en que en torno al año 1554 había llegado a la villa de Villardompardo un hombre «pobre y necesitado», al que solo un vecino calificó como «mancebo», que se hacía llamar D. Diego de Quiñones. Lo había acogido el conde y señor jurisdiccional de dicho lugar, D. Fernando de Torres de Portugal, y transcurrido un año se había casado con una viuda de aquella localidad, que se llamaba Catalina Vilches43, «a la que abandonó al cabo de pocos meses»44. Continuaban declarando que un año después tuvieron noticia de que aquel había sido encarcelado en Talavera, tras ser delatado por un criado del Sr. Torres que lo reconoció cuando, con el nombre de D. Diego Osorio, se estaba velando con María Gómez45. Los testigos no tenían duda del hecho, pues decían recordar que el conde había enviado a dos criados para que se aseguraran si se trataba de la misma persona, como así fue. Continuaban exponiendo, que seis meses antes de iniciarse el interrogatorio tuvieron conocimiento de que «el bígamo» había cambiado el apellido por el de Barba Campos y era señor de dos villas cerca de León. Entendemos que, casi tres décadas después de los hechos y tratándose de localidades tan alejadas, alguien estuviera interesado en transmitirles esa información. En ningún momento se indagó sobre los rasgos físicos o la edad aproximada de la persona que se investigaba.

Por su parte, los deponentes de Talavera explicaban que María Gómez había tenido una hija con D. Diego Osorio, quien había sido encarcelado tras descubrirse que era bígamo. En el juicio posterior, un hombre, que decía haber sido su compañero de encierro, relató como lo habían ayudado a fugarse, «por ser deudo del marqués de Astorga». Algunos de los informadores manifestaron que María Gómez se había casado en 1563, con Juan Álvarez. Siguiendo el derecho canónico, y suponiendo que María no sabía que contraía nupcias con un hombre casado, ella retomaba su estado civil inicial, el de soltera, por lo tanto, podría casarse, como así había hecho, y la hija que tuvo sería a ojos de los que buscaban heredar el mayorazgo ilegítima46.

La sentencia judicial, emitida en 1588, favoreció a D. Luis, convirtiéndolo en heredero del mayorazgo siempre y cuando D. Diego no tuviera hijos legítimos. Unos meses después, a comienzos de 1590, sin que el primer contencioso se cerrara, la hermana de D. Diego reclamó, en la Chancillería de Valladolid, su derecho a la sucesión, que se anteponía al de su hijo. Fue entonces cuando Dña. Isabel Barba Campos dejó de considerar legitima a la hija de su hermano. Pocos meses después D. Diego renegó, según decía obligado por las circunstancias47, de la paternidad que se atribuía48, a pesar de reconocerla en el pleito de divorcio con Dña. Brianda49 y volver a hacerlo aquel mismo año, cuando dotó a la muchacha50 para casarse con Pedro Villagómez.

Si en el primer pleito la meta de D. Luis Sarmiento era demostrar que su tío había cometido un delito de bigamia y que la hija que decía tener no era legítima; en el segundo esa cuestión pasó a segundo plano y se centraron en probar que entre D. Diego y la joven era imposible que pudiera existir ningún tipo de relación paternofilial. Se trató de un enfrentamiento legal muy desigual: a Dña. Isabel Osorio, una vez muerto su padre, los únicos apoyos que le quedaban era alguna prima de aquel, y D. Luis Sarmiento estaba amparado por una familia bien posicionada, de la que formaban parte varios miembros del alto clero51.

El 7 de febrero de 1591 falleció en Valladolid D. Diego; tenía unos 53‑54 años. En el testamento, elaborado pocas horas antes, no reconocía la paternidad de Dña. Isabel52, aunque la dejaba como heredera de todos sus bienes. Tres días después del deceso, la hermana del fallecido pidió tomar posesión de la jurisdicción de Castrofuerte y de los bienes del mayorazgo, y al día siguiente hacía lo propio en Castilfalé. En el mismo mes, el concejo de la segunda villa explicaba que «habían sabido, y certificado que Dña. Isabel Osorio Barba, mujer de Pedro Villagómez Barba, era hija legitima de D. Diego Barba», por lo que le entregaban a la pareja la vara de la Justicia. La reacción de Dña. Isabel Barba fue personarse ante el alcalde mayor de León amparándose en la sentencia de 1588, en cuyo auto se nombraba como heredero del mayorazgo a D. Luis Sarmiento si el titular no tenía hijos legítimos. El matrimonio Villagómez, para defender los derechos de la esposa, aportó como pruebas de su filiación legitima el juicio de divorcio entre D. Diego y Dña. Brianda, donde aquel declaraba que su herencia iba a recaer en su hija; la declaración que había hecho a su favor Dña. Isabel Barba, a raíz del juicio de jactancia emprendido por su hijo; la carta de dote y una certificación de legitimidad que apresuradamente habían avalado, ya muerto su padre, cuatro testigos del entorno.

En ese pleito, los informadores favorables al matrimonio Villagómez, habían declarado que D. Diego Barba había estado encarcelado por bigamia en Talavera, de allí había marchado para Italia y cuando murió la madre de su hija se hicieron cargo de ella unos tíos, que se trasladaron a vivir a Toro. A esa villa les llegó un comunicado del padre de la menor ordenándoles que la enviaran a la casa de la marquesa de Tábara, en Valladolid. Ese cambio de residencia había tenido lugar en torno a 1578, según el que entonces era médico en Mayorga. Con posterioridad fue conducida al monasterio de Santa Catalina, en Madrid, donde permaneció mientras su padre, capitán de caballos, estaba luchando en la Guerra de Portugal. Cuando aquel regresó, se casó con Dña. Brianda y fueron a vivir a Castrofuerte, donde se llevaron a la joven, que poco después, a raíz del divorcio de aquellos, fue enviada al convento del Sacramento, de Valladolid. Según el relato de la priora, la admitieron porque D. Diego le había jurado que era su hija y sucesora en el mayorazgo, y en los dos años que permaneció enclaustrada le pagó todos los gastos de su estancia y los de una criada que la acompañaba; la visitaba con frecuencia y le enviaba regalos y comida. El mismo proceder tenía la hermana de aquel, Dña. Isabel Barba, que la trataba de sobrina y había llegado a decir que «su hermano era un baraton, y la traía de Monasterio en Monasterio y nunca la acababa de remediar». En torno a 1584, la muchacha ingresó en el convento de Santa Catalina, en León, donde estuvo cinco años. Las gestiones para su admisión las había hecho una prima carnal de D. Diego, Dña. María Osorio Guzmán, y así lo confirmó ella y la entonces priora, Dña. Beatriz Robles, quien explicó que la recibieron por sus orígenes –«porque en el convento no se recibía ninguna seglar si no era de calidad»–. Respaldada por otras religiosas, y al igual que habían hecho en Valladolid, confirmaron que los gastos corrían a cargo de D. Diego, quien la agasajaba con presentes, le escribía cartas o que la visitaban «muchas personas principales de la ciudad de León». En los intermedios de todas esas estancias en centros religiosos, estuvo hospedada en casas principales.

La resolución de la Chancillería, en junio de 1591, fue a favor de la hermana de D. Diego, sin embargar el derecho de la parte contraria a seguir pleiteando, como así lo hicieron. Mientras se estaba desarrollando la apelación, en marzo de 1592, el corregidor de Talavera inició un pleito de oficio contra un hombre llamado Diego Estrada o Diego Rojas –«como había sido conocido en Ávila»–, al que identificó con el Diego Osorio que había sido condenado por bígamo y había escapado de la cárcel 30 años atrás. Aquel, tras ser encarcelado, declaró tener 80 años, que en torno a 1556 se había casado con María Gómez, con la que habían tenido a Isabel Osorio, y que había sido condenado a «herrarle el rostro» –pero en ningún momento se dice que tenga tal señal– y a diez años en galeras53, pena que decía haber cumplido después de los dos años de encierro. Paralelamente, en el juicio por la sucesión del mayorazgo, se hizo un interrogatorio a vecinos de Talavera y su entorno, y un buen número de ellos no identificaba a Diego Estrada con el antiguo D. Diego Osorio. El detenido acabó por desdecirse, denunciando que había declarado bajo presión, «amenaza de tormentos» y persuadido por un primo de D. Luis Sarmiento. Contra todos ellos se querelló el matrimonio Villagómez: a los parientes y a la Justicia de Talavera los acusaban de pagar e inducir, en la dirección que más les convenía, las declaraciones de los testigos; y a Diego Estrada de mentir. En la sentencia que emitió aquel tribunal, en grado de revista, en 1593, excepto Diego Estrada, condenado a seis años de destierro, el resto fueron absueltos.

También en 1592, tras apelar los Villagómez el auto del año anterior que excluía a la esposa del derecho de sucesión al mayorazgo, comenzaron a tomar declaración a numerosos testigos, a instancia de Dña. Isabel Barba Campos y su hijo, para justificar que Dña. Isabel Osorio no podía ser hija de D. Diego. De los 93 testigos que se interrogaron, una parte manifestaba que no existía relación paternofilial54 entre aquellos y la otra lo contrario, amparándose en la forma en que los habían visto comportarse55. Entre los primeros, algunos dieron detalles para avalar su declaración, tales como el lugar en el que se habían conocido D. Diego y Dña. Isabel, con explicaciones que agredían la moral de la joven56, o las circunstancias del momento en que surgió la relación entre ellos. La hacían coincidir con un violento desencuentro entre D. Diego y su cuñado, D. Antonio Sarmiento57, que había desembocado en una pelea física. Aquella había sido el germen de la inquina entre ambas familias y por la que el leonés, continuaban los testigos, comenzó a divulgar que Dña. Isabel era su hija y sucesora «por quitarles la sucesión del mayorazgo».

Una de las cuestiones que trataron de esclarecer los Sarmiento a lo largo de este segundo proceso fueron las características físicas de la persona que había sido acusada de bigamia, para intentar demostrar que resultaba imposible que la que se postulaba como heredera al mayorazgo tuviera derechos de sangre. Los testigos toledanos que presentaron describían a D. Diego como un hombre ya bien entrado en la treintena, edad que concordaría con la que tenía Diego Estrada entre 1555 y 1557, pero en ningún caso con la de D. Diego Barba, que por entonces no llegaría a la veintena58. Por su parte, los que declararon en León y Valladolid coincidían en haber tenido relación con Diego Barba o haberlo conocido en las fechas del doble casamiento. En ese momento lo situaban en la capital vallisoletana y enumeraban las pocas y cortas ausencias que había hecho. Para poder identificar a Diego Barba con el bígamo tendría que haber estado ausente al menos dos o tres años. Otra de las pruebas presentadas fue la partida de bautismo de Dña. Isabel Barba –fechada, del 29 de enero de 1557–, pues estimaban que les favorecía porque en aquella la registraron como «hija de María Gómez la Montañesa» y no pusieron el nombre del padre.

Por su parte, en 1593, los Villagómez pidieron que se añadieran otras preguntas en los interrogatorios para favorecer su causa, como determinar si D. Diego Barba era la persona que había estado encarcelada en Talavera. Prácticamente todos los que contestaron afirmativamente no habían sido testigos directos, decían conocerlo por boca de D. Diego, y los que manifestaban haberlo sido en ningún momento hicieron alusión a la bigamia. Otra de las cuestiones que requirieron que se encuestara, a fin de poder establecer una relación directa entre la madre de Dña. Isabel, María Durán, y D. Diego, era el parentesco que unía a aquella mujer con uno de los criados de la casa de Castrofuerte, Gómez Duran. Los que depusieron dijeron que habían sido hermanos y que ese hombre se había trasladado, con su mujer y su hija, a trabajar y a vivir en la casa de D. Diego, quien después lo nombró alcalde mayor de Castrofuerte y Castilfalé. El matrimonio Villagómez también trató de demostrar mediante instrumentos la relación paternofilial que existía entra la pretendienta al mayorazgo y el titular fallecido. Para ello, aportaron 32 cartas que D. Diego le había escrito a Dña. Isabel; solo dos tenían fecha, una de 1565 y la otra de 1586, y todas estaban dirigidas «a mi hija Dña. Isabel Barba». Por lo tanto, la primera, que se la envió cuando aquella tenía unos ocho años, era anterior al enfrentamiento que había tenido el Sr. Barba con su cuñado, lo que desmontaría la teoría de la parte contraria sobre las actuaciones del primero para vengarse de la familia Sarmiento.

El fallo judicial en la Chancillería de Valladolid, como ya hemos expuesto, fue contrario, nuevamente, al matrimonio Villagómez, que decidió acudir al Consejo de Castilla, pero el traslado quedó pendiente por la muerte del esposo. Uno de sus hijos, D. Lucas Villagómez, disfrutó de una parte de la herencia de Dña. Inés Osorio de Guzmán, que era su «bisabuela»; entendemos que sería de la que no formaba parte del mayorazgo, y cuando hizo testamento, en 1646, registró que tenía un pleito pendiente en la Chancillería con el marqués de Castrofuerte y encomendaba a sus descendientes que «era su voluntad» que si alguno quisiera seguir adelante con el litigio que lo hiciera. Pero parece que hasta el siglo 18 aquel no volvió a activarse.

Conclusiones

Estamos ante unos pleitos complicados, en los que las dos partes trataron de legitimar sus derechos ante los tribunales ayudados por testigos incondicionales, cuyo relato estaba basado en acontecimientos que habían sucedido tres décadas atrás y cuyos testimonios podían estar alterados por la memoria, pero también por la voluntad. Los hechos que se juzgaron en los procesos de los siglos 16 y 18 se basaron en las mismas pruebas, aunque los más recientes no pudieron consultar la totalidad de la documentación, por estar en parte deteriorada. En los del siglo 16 no se lograron legitimar los derechos de Dña. Isabel Osorio al mayorazgo de Castrofuerte y Castilfalé y en los últimos una de sus descendientes obtuvo un veredicto favorable, pero no su sucesora. Desde la perspectiva actual resulta muy complicado posicionarse, ante lo que podría considerarse arbitrio judicial a la luz de las sentencias, y son numerosas las dudas que nos asaltan y para las que no tenemos respuesta. Lo que es evidente, es que si los mandatos que ya habían ordenado en el cuarto Concilio de Letrán, relacionados con el matrimonio, se hubieran aplicado, gran parte de aquella litigiosidad no hubiera tenido recorrido.