Periodo o año de ingreso | Número anual de ingresos |
1778-1780 | 94 |
1795 | 123 |
1844 | 219 |
1865 | 243 |
1866 | 182 |
1871 | 167 |
1877 | 164 |
1884 | 134 |
1886 | 121 |
1887 | 119 |
El caso cántabro a través de la restitución de niños
Child Abandonment in the Nineteenth Century: A Family Violence? The Case of Cantabria through Child‑Restitution Files
Trabajo elaborado dentro de las actividades patrocinadas por el proyecto PID2024-158460NB-I00 «Feminidades y masculinidades desde la cultura jurídica en las sociedades atlánticas. Ss. XVI‑XX» y del grupo de investigación reconocido (GIR) «Sociedad y conflicto desde la Edad Moderna a la contemporaneidad», de la Universidad de Valladolid.
Quizás pueda considerarse el abandono infantil como una de las mayores violencias familiares, la de unos padres, o mejor dicho la mayoría de las veces de unas madres, hacia los seres más indefensos del círculo familiar, o sea los niños. Desde el precursor estudio de Antonio Eiras Roel dedicado a la casa cuna del Real Hospital de Santiago en el siglo 181, ya son muchos los trabajos centrados en la difícil situación de los niños expósitos en la España moderna y contemporánea2. No obstante, por lo que respecta a la situación cántabra, los fondos disponibles casi no se han estudiado3. Lo mismo ocurre con el discurso de los padres, y en particular de las madres, que algún día tuvieron que deshacerse de una criatura4. De hecho, pocos estudios han considerado la temática del abandono infantil desde una perspectiva materna, muchas veces por falta de datos puesto que el estudio de la niñez desamparada presenta dificultades mayores cuando se trata de alejarse de los discursos institucionales para centrarse en el de los propios protagonistas5. Colmar en parte este vacío historiográfico es el propósito de este artículo.
Para llevarlo a cabo nos valdremos de los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cantabria (en adelante AHPC), y en particular de los expedientes de restitución de niños iniciados ante la Comisión de Expósitos de Santander. Centrada en los años 1849‑1899, esta documentación permitirá acercarnos desde una perspectiva parental al fenómeno del abandono infantil en la segunda mitad del siglo 19, un periodo clave caracterizado por una reorganización y mayor regulación de la asistencia a los expósitos después de la promulgación de la Ley General de la Beneficencia de 18496. Demostraremos que, detrás de una supuesta violencia familiar, se esconden la gran mayoría de las veces una soledad y un cariño maternos. Con este propósito, primero recordaremos brevemente las condiciones de acogida y abandono, así como el porvenir de los expósitos cántabros. A continuación, nos centraremos en la situación y el discurso de las familias que decidieron reclamar a un hijo que la pobreza o/y las convenciones morales les habían inducido a abandonar unos meses o unos años antes.
A petición del obispo de la comarca, la primera casa cuna cántabra fue fundada por real cédula el 30 de julio de 1778 bajo la denominación de Real Casa de Expósitos de Santander. Como consecuencia se constituyó una junta directiva el 31 de agosto del mismo año y se oficializó la apertura del nuevo establecimiento el 4 de diciembre, apuntándose en el primer folio del registro de admisión a la niña Primitiva San Emeterio y Celedonio7.
Fruto de la Ilustración y de la voluntad filantrópica de socorrer a los más humildes8, así como de motivaciones utilitaristas y poblacionistas9, la fundación de la Real Casa de Expósitos de Santander fue anterior al real decreto del 11 de diciembre de 179610 que exigía la apertura de una inclusa en todas las diócesis del Reino11.
Conforme avanzaba el progresivo proceso de secularización de todas las instituciones de socorro de la península ibérica, la dirección de la nueva cuna santanderina sufrió varias modificaciones. Ligada al principio a la Iglesia, fue administrada en un primer tiempo por una Real Junta de Expósitos presidida por el señor obispo don Rafael Thomas Menéndez e integrada por personal eclesiástico y civil12. Como consecuencia de la nueva Ley de Beneficencia del 20 de junio de 1849 y el correspondiente reglamento de mayo de 185213, pasó bajo control de la Junta Provincial de Beneficencia a mediados del siglo 1914, para que luego la diputación de Santander se hiciera cargo de su gestión a partir del primero de julio de 187115.
Desde su apertura en 1778 y hasta el 30 de junio de 1871, el orfanato santanderino dio cobijo a unos 13 280 expósitos16. Sumando a esta cifra los 1 550 niños de familia pobre auxiliados17, llegamos a un total de 14 830 pupilos18. Considerando las variaciones anuales, la progresión de las admisiones fue en un primer tiempo lenta, ingresando los tres primeros años de apertura un total de 283 expósitos, o sea 94 niños por año. Posteriormente, sin pasar de una centena, los ingresos se mantuvieron constantes hasta 1795, año en que llegaron a registrarse 123 auxilios. Siempre superiores a esta última cifra, las siguientes altas permanecieron entre 145 y 193 unidades anuales antes de elevarse a 219 en 1844 y 243 en 1865, año de mayor ingreso desde la creación del orfanato. Después de esta progresión, asistimos a finales del siglo 19 a una disminución relativa del abandono infantil, puesto que solo se registraron 182 casos en 1866, descendiendo a 167 y 164 entradas en 1871 y 1877 respectivamente. Para terminar, después de 1884, siguieron bajando los ingresos manteniéndose siempre por debajo de 134 unidades por año19. En resumidas cuentas, asistimos a lo largo del siglo 19 a un prolongado incremento del abandono infantil hasta alcanzar un máximo en 1866, año que marca el principio de una tendencia a la baja. Aunque siempre es tarea arriesgada comparar los abandonos de distintas regiones20, estas variaciones cántabras son bastante similares a las registradas en otras inclusas del Norte peninsular21.
Periodo o año de ingreso | Número anual de ingresos |
1778-1780 | 94 |
1795 | 123 |
1844 | 219 |
1865 | 243 |
1866 | 182 |
1871 | 167 |
1877 | 164 |
1884 | 134 |
1886 | 121 |
1887 | 119 |
Abordando el origen de estas fluctuaciones, las autoridades cántabras establecen una relación clara entre exposición y crecimiento demográfico y económico, considerando que la región occidental de la provincia registró mayor incremento de abandono infantil por ser mayor de población y de más movimiento a causa de la explotación de las minas, embarques de minerales y reuniones semanales que se celebraban en los mercados de esta zona22. Siendo muchos expósitos frutos de encuentros «fortuitos» y embarazos extraconyugales no deseados, muchos autores, como María José Pérez Álvarez, también señalaron esta estrecha relación entre crecimiento urbano y exposición23. No obstante, también se puede establecer una conexión entre las numerosas crisis de subsistencia padecidas a lo largo del siglo 18, el incremento de las concepciones extraconyugales y, como consecuencia, la progresión del abandono infantil24. De hecho, la ilegitimidad del expósito siempre va asociada con la pobreza y la soledad de la madre25.
Pero, no todos los huérfanos atendidos por las autoridades cántabras eran ilegítimos. Con el fin de limitar los infanticidios y las exposiciones de recién nacidos, la inclusa santanderina abría sus puertas a infantes legítimos cuya familia carecía de recursos para mantenerlos26. No obstante, las escasas informaciones contenidas en nuestras fuentes no permiten dilucidar la proporción de abandonos motivados exclusivamente por dificultades económicas27.
Si nos fijamos en las distintas modalidades de abandono, muy pocos eran los progenitores que decidían entregar en persona al pequeño desafortunado, aumentando de este modo su esperanza de vida, pero aceptando a la vez salir del anonimato. Según los datos de la inclusa cántabra, esta primera vía de ingreso sólo concernía al 2,2 % de los huérfanos hasta 188028. Posteriormente, esta proporción aumentó, pero siempre se mantuvo por debajo de un 7 %29.
Para las familias que no querían revelar su identidad, recurrir al torno del orfanato era una de las otras dos opciones posibles. Esta segunda modalidad de abandono siempre fue la más frecuente, recurriendo a ella el 50,6 % de los padres hasta 188030. Además, con el transcurso de los años, este tipo de abandono se convirtió en una práctica cada vez más común, afectando al 61,2 y 61,6 % de los incluseros en 1883 y 1886 respectivamente31.
Otra práctica que garantizaba el anonimato de los progenitores, pero que limitaba las posibilidades de supervivencia de los infantes, era la exposición, es decir un abandono callejero realizado la mayoría de las veces en las puertas de una iglesia, o en un lugar de paso bastante concurrido32 como una plaza, unas escaleras, un molino, un horno, o la puerta de un domicilio privado33. Señal de una mayor voluntad de disminuir los riesgos mortales de las exposiciones, la proporción de párvulos que sufren este tipo de abandono baja en Cantabria del 47,2 % para el periodo 1871‑1880 al 34,3 % en 1883 y al 31,5 % en 188634.
En caso de abandono callejero, el protocolo a seguir siempre era el mismo. Primero, administrarle cuanto antes el bautismo de socorro al párvulo para garantizarle una vida celestial eterna en caso de rápida defunción. Luego, si sobrevivía, conducirlo con rapidez hasta la casa cuna de Santander donde una nodriza interna se haría cargo de alimentarlo, a la espera de encontrarle un ama de cría externa que le cuidaría hasta los nueve años a cambio de una indemnización35.
En total, cualquiera que fuera la época considerada, más de nueve de cada diez huérfanos cántabros fueron abandonados anónimamente, a través del torno o de una exposición salvaje36. Sin embargo, a pesar del mayor riesgo de ser descubierto y reconocido, con el paso de los años, el recurso al torno fue aumentando a medida que disminuían los abandonos salvajes, evolución que releva una mayor preocupación por la supervivencia de los infantes.
Podemos afirmar que la voluntad de salvar de una muerte segura a los expósitos cántabros de los siglos 18 y 19 no tuvo el éxito esperado. Felipe Benito Villegas valora en un 52 % la tasa de mortalidad de los expósitos ingresados en la Casa de Misericordia de Santander en 1808, porcentaje que llegaría a representar el 155 % de los ingresados en 1839, o sea al final de la primera guerra carlista37. Decenas más tarde, en 1870, la mortalidad de los incluseros seguía representando el 73 % de las altas38. Esta última cifra concuerda bastante con los datos proporcionados en julio de 1871 por la dirección de la Casa de Expósitos de Santander que calcula que el 69,5 %39 de los huérfanos ingresados en los últimos nueve años fallecieron40.
Sin entrar en detalles, las autoridades cántabras explican en 1871 que la viruela, que «por entonces se desarrolló», «se llevó a muchos recién nacidos al cielo»41. También reconocen que, por los años 1869 y 1870, muchos de los niños que fallecieron habían sido confiados a amas de leche externas, pero después devueltos a la inclusa, hasta que «remediado el apuro con el pago a las nodrizas estas volvieron a recoger los niños, notándose desde entonces una favorable diferencia de menos en la mortalidad de los expósitos»42.
En 1883, la Casa de Expósitos de Santander evocó implícitamente las dificultades a las que se enfrentaba a la hora de mejorar las perspectivas vitales de sus huéspedes, afirmando que su mortalidad «se mant[enía] en niveles bastante parecidos» desde hacía años. También consideraba que las circunstancias del abandono, es decir «las pésimas condiciones con que en lo general se expon[ían] en el torno» así como, en caso de exposición, «las pésimas condiciones de transporte entre los lugares de abandono y la casa cuna, les conducían [a los párvulos] hacia una pronta y segura muerte»43.
Nuestros fondos no permiten establecer la mortalidad de los infantes en función de su edad. No obstante, como en todas las inclusas del Reino, eran frecuentes las muertes de expósitos en el propio hospital, pocas horas o escasos días después de ser acogidos44. En Santander, sabemos que 12 de las 32 defunciones ocurridas en 1883 afectaron a expósitos recién recibidos que murieron antes de inscribirse en los registros y ponerse entre las manos de una nodriza. En este mismo año, hasta se recogieron en el torno seis recién nacidos «hechos ya cadáveres»45. En el periodo 1871‑1880, esta muerte prematura alcanzó a 27 de los 830 niños depositados en el torno, o sea el 3,25 %46.
Una vez atravesado el umbral de la Casa de Expósitos de Santander, ¿qué futuro les esperaba a los niños que conseguían superar el momento del abandono? La casa cuna santanderina se hacía cargo de la educación de los expósitos hasta cumplidos los nueve años, edad en la que unos entraban en aprendizaje –si de varón se trataba– o de criado o criada en alguna casa, mientras que la mayoría ingresaban en la Casa de Misericordia47. No obstante, como ya lo hemos dicho, una temprana muerte era el destino de la mayoría de los expósitos cántabros. Pero, para los más resistentes y unos pocos «afortunados», también cabía la posibilidad de salir de la inclusa antes de acabar el periodo de crianza, mediante el prohijamiento o por recuperación de los padres. Entre 1871 y 188048, solo el 0,4 % de los niños acogidos en la Casa de Expósitos de Santander (seis de 1 642) fueron prohijados49, mientras que otros 28 (o sea, el 1,7 %50) volvieron al domicilio familiar siendo reclamados por sus progenitores51.
En los expedientes de restitución iniciados por las familias cántabras, llama la atención la alta proporción de ilegitimidad de los niños, puesto que sólo cinco de los 40 incluseros reclamados eran frutos de legítimo matrimonio. Tal fue el caso del pequeño Pío López Crespo, hijo de Robustiano y Manuela, ingresado con un día de vida en la inclusa «por falta de recursos», y cuyos padres reclamaron el primero de noviembre de 1886, o sea tan solo 11 días después del abandono, «por tener ya la seguridad de ser atendidos por una familia caritativa»52. Muy parecida fue la historia de los dos hijos de un padre que se vio en 1843 «en la forzosa necesidad de tener que ingresar[los]» en la casa de caridad puesto que «carecí[a] de lo más indispensable José Peña»53. A la miseria inicial y precariedad de esta familia pobre, se había sumido la enfermedad de los dos padres, los cuales fueron en busca de su prole una vez restablecidos, es decir después de nueve meses de auxilio. En 1863, muy penosa también fue la historia de una niña de tierna edad que, «nacida en la cárcel de la presa María Ricondo», fue confiada a la asistencia pública por su legítimo padre, que no podía hacerse cargo de ella y de su lactancia, hasta que «su madre cumpl[iera] su condena», o sea durante 16 meses54. La condena por la Justicia de Torrelavega a la pena capital, y después a presidio perpetuo, de Joaquín Díaz también dio lugar al ingreso en la inclusa de su legítimo hijo Pedro Díaz Bustamante, hasta que, el 8 de febrero de 1869, a petición del «desgraciado padre» y «por [el] cariño» que le tenía, su tío decidió pedir su entrega para criarle y educarle55. Para terminar, en octubre de 1882, también era de matrimonio Agapito, un niño de dos meses expuesto en el torno por una madre «aconsejada por su familia», porque, viviendo en la miseria, «no era socorrida por su marido»56.
Cuando el párvulo rechazado era consecuencia de relaciones extraconyugales, los expedientes de reclamación permiten esbozar el perfil de los reclamantes. Al respecto, llama la atención el hecho de que, de un total de 35 casos, tres hombres solitarios fueron en busca del auxiliado ilegítimo. Así, el 13 de mayo de 1850, Beneficencia aceptó entregarle a don Estanislao Vélez el niño que hubo con una joven con quien ya iba a contraer matrimonio57. Considerando estas últimas circunstancias, no cabe duda de que el abandono de este primer infante fue ocasionado por la voluntad de esconder, para evitar el escándalo, una relación inconfesable, que por fin podía salir a la luz dadas las perspectivas nupciales de los progenitores. En enero de 1850, mucho menos esperado fue el caso de un abuelo que, enterado de la reclusión en la casa cuna, a petición del alcalde de Ampuero, de su hija adoptiva Ramona de San Emeterio, como consecuencia «de la debilidad de su sexo»58, y del recién nacido que esta joven tuvo siendo soltera, pidió que se pusieran en libertad dichas «hija adoptiva y nieta», para que él pudiera hacerse cargo de la crianza de las dos59. En 1856, menos corriente aún fue el ejemplo de don Agapito de Lantarron que reclamó a Simón de San Sebastián, un expósito de padres incógnitos, cuya paternidad y educación deseaba asumir, pero cuya madre no quería delatar, «siendo un asunto muy delicado donde se interesa[ba] el honor y la tranquilidad de las familias»60. Estos dos últimos casos son dignos de interés, no solo porque eran muy pocas las madres solteras que podían contar con un apoyo masculino, sino también porque, al decidir amparar a un niño fruto de relaciones «escandalosas», estos hombres se saltaron las convenciones morales de la época.
La gran mayoría de los recurrentes61 que iban a por un niño ingresado en la inclusa santanderina eran madres que, por falta de amparo económico y moral, habían tenido que deshacerse de un hijo unas semanas, o unos meses antes. Dichas mujeres siempre presentaban las mismas características sociales. Solían ser solteras que habían aceptado mantener relaciones sexuales extraconyugales con una pareja que, una vez conocido el escandaloso embarazo, no cumplió con una promesa matrimonial. A modo de ejemplo, el 25 de enero de 1859, al desear recuperar a su hija, Dolores Basaldúa explicaba que «hubo de echar por el torno» una párvula «habida en estado de soltería, con persona que tenía relaciones […] a fin de tomar estado»62. No obstante, única y muy distinta fue la historia de Magdalena de Bollar, una mujer casada que mantuvo una relación adúltera y cuyo marido le obligó en 1850 a deshacerse, «para la paz del matrimonio y de la misma niña»63, de la criatura ilegítima, fruto de esta relación escandalosa.
Casi siempre jóvenes, aunque mayores de edad64, la mitad de las madres eran originarias de un pueblo cántabro que habían dejado en busca de un trabajo en la capital provincial, donde desempeñaban profesiones poco remuneradas, como las de jornalera y costurera65. Así, la madre de Avelina «no c[o]nta[ba] más que con el triste jornal de costurera el día en que se le proporciona[ba]»66. En cuanto a Juliana Rapado, cuando pidió que se le entregara la niña que había depositado cuatro años antes en el torno provincial, «se dedica[ba] a trabajos personales en el muelle [de Santander] y en casas particulares para ganar su sustento»67, señal de una clara precariedad laboral. Otras tres recurrentes ejercían de criada, actividad que tampoco les permitía atender las necesidades de un bebé68. Para terminar, extrema era la pobreza de Tomasa San Emeterio que, cuando solicitó el 14 de enero de 1866 que se le devolviera a su hija Antonia, se dedicaba a la mendicidad, no teniendo domicilio fijo69. Sin excepción alguna, todos los testigos interrogados insistían unánimes sobre la pobreza de las madres70. Citemos de nuevo el expediente promovido por Dolores Basaldúa que contiene testimonio de tres vecinos que acreditaron que esta joven «[era] completamente pobre sin bienes, ni recursos algunos, adquiriendo su subsistencia como sirvienta»71. En diciembre de 1891, también se atestiguó, por declaración del alcalde de barrio, que Obdulia Pérez, quien había dado a luz y entregado al niño Jesús en la casa cuna provincial con 12 días de vida, «carec[ía] de recursos para cubrir sus necesidades»72.
Si muy pocas madres explicitaban a las claras las circunstancias que motivaron el deshacerse de un hijo, el desamparo material como uno de los motivos de abandono también se vislumbra en sus declaraciones, puesto que varias de ellas hacían referencia a la «necesidad» en la que se encontraban cuando dieron a luz. Este fue el caso de Perfecta Valdés Rivero, una soltera que, después de intentar criar sola y durante cinco meses a un recién nacido, encontrándose sin leche para amamantarlo, ni recursos para pagarle una nodriza, se resolvió a confiarle al torno de la casa cuna provincial en junio de 188273. Muy similar era la situación de pobreza de Obdulia Sánchez Pérez que, «por haber desaparecido la necesidad que motivó su ingreso», reclamó el 9 de marzo de 1891 la párvula que había abandonado 13 meses antes74.
No obstante, a juzgar por algunas declaraciones maternas, al desamparo económico también se podían sumir presiones morales y familiares. Así, siendo aún solteras, dos madres afirmaron querer reunirse de nuevo con el fruto de sus entrañas por haber cambiado una situación familiar que, unos meses antes, les había impedido conservarlo a su lado. En marzo de 1866, este fue el caso de Valeriana Carrera que reanudó su relación con la recién nacida, que 14 meses antes había abandonado, porque «no podía conservarla en su poder por razones de familia»75. En abril de 1866, lo mismo le ocurrió a Avelina de Arro quien afirmó su voluntad de recuperar al niño que llevaba 13 meses en la inclusa porque se vio obligada «por razones familiares [que ya] no ha[bía]» a deshacerse de él76. No habiendo terminado su celibato y no alegando estas dos últimas mujeres perspectivas matrimoniales, es muy probable que una coacción familiar y el miedo al escándalo que ocasionaría la crianza de un niño natural originaran el abandono de los recién nacidos. Al respecto, mucho más explícito es el testimonio de Ramona Fernández, una joven que «habiendo tenido una debilidad propia de su sexo»77, fue, el 8 de septiembre de 1849, en busca de un niño que había dado a luz el año anterior, y cuyos abuelos maternos «le llevaron al torno de la Villa de Reinosa sin su consentimiento para ocultar su falta»78. Casi 30 años más tarde, en 1876, Juana Rodríguez justificó el abandono de una criatura ilegítima evocando «consideraciones superiores de honra» y la necesidad de evitar el escándalo79. Para terminar, la condena social, la deshonra y vergüenza públicas, sufridas por las madres de párvulos que no eran de legítimo matrimonio, también se vislumbran en el caso ya citado del pequeño Simón de San Sebastián, niño natural cuyo padre se negó a revelar la identidad de la madre «pecadora», «para preservar el honor y la tranquilidad de las familias»80.
De nuestra documentación también emerge que deshacerse del fruto de relaciones ilícitas, con el fin de evitar el escándalo social, el rechazo y la extrema miseria, no siempre suponía, en el momento del abandono, desinterés o voluntad de deshacerse definitivamente del niño81. De este modo, en los expedientes de reclamación de prole se vislumbran muchas señales de cariño materno. Primero es de señalar que varias mujeres no dudaron en ir en busca de su hijo muy poco tiempo después de depositarlo en el torno. Tres de ellas ni siquiera esperaron una semana, lo que podemos interpretar como un claro indicio de aflicción y remordimiento. Otros cinco huérfanos fueron reclamados por su madre después de un mes de abandono, y otros cinco antes de que transcurrieran seis meses. Señal de una relativa pronta recuperación, más de la mitad de los expósitos reclamados salieron de la inclusa en compañía de las mujeres que les habían dado a luz menos de un año después de su ingreso. No obstante, la adversidad a la que se enfrentan ciertas progenitoras solteras también es obvia, considerando que cinco recién nacidos tuvieron que esperar más de cinco años antes de reanudar una vida familiar, siendo de 12 y 11 años los dos intervalos más importantes. Para terminar, aunque los pocos casos de los que disponemos no nos permiten sacar conclusiones definitivas, no es inútil indicar que los padres legítimos, al contrario de las madres solteras, casi siempre dejaron pasar varios meses antes de hacerse con un hijo confiado a Beneficencia. Si excluimos a Pío López Crespo, recuperado en 1886 por sus pobres progenitores tan solo 11 días después de ser entregado82, los hijos legítimos se quedaron al amparo de la inclusa santanderina entre dos y ocho meses, tiempo necesario para afrontar las dificultades económicas que asolaron las capacidades financieras de sus padres83.
El hecho de que la casi totalidad de las madres ilegítimas optaron por un abandono infantil mediante el torno de la inclusa evidencia la voluntad de que se descubrieran y atendieran a los pequeños cuanto antes, rechazando de este modo los peligros de una exposición callejera, a pesar del riesgo de ser sorprendidas al depositar al bebé en la caja institucional. Sólo la madre de la expósita Lorenza de San Martín optó, el 10 de agosto de 1864, o sea tan solo dos días después del nacimiento, por exponer a esta recién nacida en un pórtico, el de la iglesia de San Martín del pueblo de Zurita84. Sin embargo, cabe subrayar que este abandono salvaje tampoco debe interpretarse como una despreocupación por la párvula expuesta puesto que, para facilitar una posterior identificación y posible futura recuperación, fue descubierta con «dos efigies, una de San Juan Evangelista y otra de la Virgen del Carmen», así como «dos cédulas pegadas en dichas efigies, en la que decían estar bautizada y [que se] recoger[ía] a su debido tiempo en el hospicio, y haber nacido el día ocho de dicho mes»85.
Como en el caso de la pequeña Lorenza, al dejarla en el torno en la noche del 9 de octubre de 1862, Faustina Martínez también dejó al lado de su bebé un trocito de papel asegurando que «el niño se reclamar[ía]». Con la esperanza de conseguir un mejor trato por parte de la inclusa, esta madre hasta prometió por escrito pagar lo que se gastaría por la crianza del párvulo: «Se suplica se mira [el niño] con atención, que se abonarán 30 reales»86. Señal de un claro interés por los niños abandonados, fueron 11 progenitoras, o sea un tercio, las que se despidieron de su hijo con una nota. Se trata de una proporción bastante notable, puesto que, considerando la importante tasa de analfabetismo de la época87 y el origen sociocultural de las autoras de estas notas maternas, está claro que parte de estas tuvieron que recurrir a un tercero para redactar estas últimas palabras, revelando de este modo no solo la existencia de la criatura sino su voluntad de deshacerse de ella.
Solo en una nota se explicaba a las claras las razones que motivaron el abandono, estipulando por escrito la madre de Juan Manuel que le confiaba este niño a la asistencia pública en 1882 porque «[era] pobre y ha[bía] perdido los pechos y [era] el motivo porque se v[eía] en la necesidad de depositarlo en la caridad»88. Al contrario de lo que ocurría en otras zonas89, la mayoría de los escritos que acompañaban a los expósitos santanderinos no se preocupaban por el bautismo del pequeño, puesto que sólo cinco hacían referencia al primer sacramento. En dos casos, el objetivo era salvar el porvenir espiritual de la criatura indicando que «no esta[ba] bautizado», para que las autoridades tomaran las medidas adecuadas y bautizaran cuanto antes al pequeño rechazado. En las otras tres ocurrencias, se trataba al contrario de informar a la casa cuna de que el párvulo ya había recibido el primer sacramento. En uno de estos tres casos, hasta se mencionó donde y cuando se efectuó el acto: el 12 de abril de 1878, la niña Dorotea Luisa fue expuesta en el torno «con un papel que d[ecía]: nació esta niña en el hospital de San Rafael en marzo día 28, y se bautizó el mismo día en [la iglesia de] la Consolación. Se llama Dorotea Luisa»90. Aparte de la voluntad de aclarar la situación bautismal de la recién nacida, el contenido de este último albarán tenemos que relacionarlo con el deseo parental de identificar a la niña abandonada, facultando de este modo una posterior búsqueda. De hecho, la mayoría de los billetes encontrados en los pañales o colgando de los niños tenían en realidad como fin mantener el vínculo familiar, recordando la identidad y, hasta a veces, la filiación de la criatura91. De este modo, mediante la mención del nombre, apellido y lugar de nacimiento del niño, ocho de las 11 notas que acompañaban a los pequeños el día del abandono podían permitir dar con la madre, añadiendo tres de ellas como información la identidad completa de esta última. Representativa de estas prácticas maternales es la historia de la pequeña María José Gutiérrez expuesta en el torno de la Casa de Expósitos de Santander «con un papel escrito con un lápiz» que decía que «María José Gutiérrez, nacida el tres de abril de 1880, se ha[bía] inscrito en el registro civil el día cinco, [y] es hija de Francisca, soltera, Santander»92. Otra estrategia para no perder del todo el contacto con el niño consistía en guardar copia de la nota redactada, procedimiento al que, como Francisca Gutiérrez, recurrieron cuatro madres presentando, el día de la solicitud de regreso del niño al domicilio familiar, «un papel igual al que por señal llevaba»93 el expósito el día del abandono. Este también fue el caso de Adela Barreda Acero, quien se presentó en busca de su hijo el 27 de julio de 1884 con «una papeleta igual a la otra [que dejó con el niño], que la recurrente conserva[ba], y que d[ecía] así: nació el niño Nicolás Barreda día veinte y cinco de marzo del año citado miércoles, lleva aquel escrito dos iniciales, que son A, B, [y] que significan el nombre y apellido de su propia madre»94.
A parte de estas escasas palabras escritas en papelitos, ocho madres95 abandonaron a su criatura con un objeto personal96, lo que debe de nuevo considerarse como una clara preocupación por el hijo, así como la voluntad de poder facilitar una posterior reclamación. Al respecto citemos la declaración de María Cruz Gutiérrez quien, al desear hacerse con su hija natural el 8 de junio de 1888, recordó que cuando abandonó a la recién nacida «llevaba por señal para conocerle un anillo de plata en la oreja derecha»97. Manifestación de la piedad popular, así como del deseo de proteger la vida del pequeño, tres expósitos llevaban entre los pañales imágenes o alhajas religiosas. Así, en octubre de 1882, el niño Agapito fue expuesto con dos meses de edad con una «bolsita con un Santo Cristo dentro»98. Unos años antes, en agosto de 1864, ya hemos evocado el caso de Lorenza de San Martín quien escondía en sus ropitas dos efigies de San Juan Evangelista y de la Virgen del Carmen99. Para terminar, en 1881, se halló en el torno santanderino a Josefa García, una niña que «llevaba colgada al cuello y sujeta con una cinta de seda azul una medalla de plata en que se ostentaba la imagen de la Virgen del Pilar»100. Como en este último ejemplo y el caso vizcaíno101, las cintas también podían utilizarse para particularizar a los expósitos cántabros. Citemos el ejemplo de Juan Manuel, expuesto en el torno «envuelto en una camisa, dos jabones, el uno floreado, el otro rayado y marcado con una letra P, un gorro, faja de punto, una envoltura blanca, un pedazo de manta y un pañal con una cinta y marcado con la letra L»102. Como en este último caso, marcar la ropa y los objetos de los niños con letras, también era una práctica usual. De este modo, el 9 de octubre de 1862, Francisco fue depositado en el torno «con un corazón azul con una F y una M en una mano»103. En cuanto a Anacleto, el día de su abandono, además de «un pañuelo triangular» y «un arete pendiente» en la oreja derecha, también llevaba la ropa «tod[a] bien marcad[a] con las iníciales J. F. R». A la luz de este último caso, señalemos que la mitad de las madres, que decidían dejar algún efecto personal en los enseres del niño, multiplicaban las posibilidades de identificación, optando por depositar varios objetos. A modo de ejemplo, así actuó la madre de Valeriana, una párvula abandonada con «atada en la muñeca del brazo derecho una cinta blanca de seda con una cruz de tinta negra», un gorro con una envoltura amarilla marcada con la misma cruz, así como «un pañuelito de tres picos de hilo color de caña que se le puso en la garganta»104. A través de estas descripciones del hatillo de los niños, se desprende tanto el cariño materno como el miedo a no dar con ellos, si, un día, un cambio de fortuna permitiera ir a reclamarlos.
Cuando volvían a por sus hijos, pocas madres explicitaban lo que les permitía dar este nuevo paso. No obstante, señal de las dificultades de las solteras a la hora de hacerse cargo solas de una criatura, dos recurrentes aludieron a una ayuda, o a un perdón, familiar que ya hacía posible educar a la prole que habían tenido que abandonar varios meses antes. Este fue el caso de Tomasa de San Emeterio quien, después de más de cuatro años de abandono, acudió a reclamar a la pequeña Antonia, por tener la seguridad de que «los padrinos de ésta la cri[arían] y educ[arían] en la manera más conveniente». Probable indicio de que esta joven nunca perdió de vista a su hija, también se justificó declarando que «en la casa donde las hermanas de caridad ha[bían] puesto a la citada Antonia su hija […] no est[aba] bien sostenida»105. En cuanto a Dolores de Basaldúa, tuvo que esperar seis años para contar con el respaldo de una hermana y un cuñado, y poder reclamar a Paula Elvira de San Emeterio, recién nacida que había dejado en el torno el 25 de enero de 1859. En 1865, esta madre declaró:
El 25 de enero de 1859, se echó en el torno en la casa cuna provincial una hija mía habida en estado de soltería […] por entonces, ni después no me ha sido posible adquirir a mi expresada hija, aunque desde el momento que, con harto sentimiento mío, me desprendí de ella, tuve el deseo e intención fija de hacerme con ella mañana u otro día, y ésté ha llegado ya, porque la expresada mi hermana y su esposo, llenos de la mayor anihilación, y con un acuerdo mío, lo desean y deseo […]106.
Como en esta última declaración, al reclamar a su prole, cinco madres aludieron claramente a sentimientos maternos y en un caso a remordimientos. A modo de ejemplo, sintiendo la necesidad de justificarse, la madre de Francisco, abandonado «con un corazón azul» entre sus ropitas, evocó la «necesidad de volver(se) a su cariño»107. En cuanto a Ramona Fernández, cuando fue a por el párvulo cuyos abuelos maternos abandonaron sin su consentimiento, lo reclamó alegando «la voz de la razón y de la naturaleza, no menos que su conciencia», deseando «mantenerlo y educarlo […] con el sudor de su rostro»108.
Pero, ¿cómo reaccionaban las autoridades cántabras ante estas peticiones maternas? En el caso de Ramona Fernández, la respuesta quedó más que clara puesto que se le devolvió a la hija considerando que, aun después de un abandono, y aunque siendo soltera y pobre, nadie mejor que una madre podía educar a una criatura109. Así, el 13 de septiembre de 1850, la comisión inspectora de la Casa de Expósitos de Santander manifestó:
Aun cuando no es obligación el entregar dicho niño a la interesada toda vez que en el momento de abandonarle perdió absolutamente sus derechos maternales, atendiendo al bien de la humanidad, ya que nadie mejor puede cuidar de su educación física y moral, si no la que dio el ser, no encuentra inconveniente en que se entregue el niño a la interesada110.
Señalemos que este último ejemplo es anterior a la real orden del 22 de enero de 1863 que estableció que, en ningún caso, la exposición de un hijo significaba abandono, sino solo delegación temporal del cuidado del pequeño en manos del Estado111. Por lo que nos concierne, cualquiera que fuera la fecha del expediente de reclamación, no hemos encontrado ninguna denegación clara de devolución de un hijo a una madre112. No obstante, antes de recibir el visto bueno por parte de las autoridades provinciales, las recurrentes debían cumplir una serie de trámites. Primero, tenían que acreditar en suficiente forma la calidad de madre del niño reclamado, mediante declaraciones de testigos que presenciaron el parto o que condujeron al niño al torno provincial. Con el mismo fin, la dirección de la inclusa también confrontaba las señas e informaciones que proporcionaban las progenitoras con lo registrado en sus libros de ingreso. En segundo lugar, como ya lo hemos señalado, las madres tenían que justificar su pobreza, o pagar los gastos de crianza soportados por la casa cuna desde el abandono del pequeño reclamado. Para terminar, a partir del reglamento de 1852, se añadió la necesidad para la recurrente de acreditar una «buena conducta», pudiendo Beneficencia negarse a devolver a la criatura en caso contrario113.
Citemos a modo de ejemplo el caso de Dolores de Basaldúa quien pidió que se le admitiera una información de tres testigos entre las cuales la de Tomás, un vecino de 36 años, quien afirmó:
Le consta por haberlo visto, puesto que vivía en la misma casa que la doña Dolores que esta había dado a luz una niña, no recuerda fijamente si el día veinticuatro de enero de mil ochocientos cincuenta y nueve, pero sí que el siguiente veinticinco por la noche, se la echó al torno de la inclusa de esta ciudad [de Santander], con un papelito que expresaba el nombre que debía ponerle, y este sería Crescencia, y en una de sus muñecas envuelto un pedazo de seda del que guardó la madre un retal como en señal para cuando pudiera recogerla. Que le consta que la referida doña Dolores es absolutamente pobre y carece de toda clase de bienes y recursos, adquiriendo su subsistencia como sirvienta de sus hermanos legítimo y político114.
Los otros dos vecinos también avalaron la buena moralidad de Dolores, certificando que «goza[ban] buen concepto en ella sin que [tuvieran] noticia en contrario». A continuación de esta información de testigos, se sacó de los libros de la inclusa la partida de bautismo de la niña reclamada para comprobar que «tuvo lugar el ingreso, en la expresada Casa de Expósitos [de Santander], de la niña que se reclam[aba], en la misma fecha citada [en la] instancia e información de la interesada y testigos». Para terminar, como última diligencia, se le pidió a la superiora de la casa cuna provincial que «cortejar[a] el retal de seda amarilla que la madre del niño había unido a su información con el pedazo de la misma clase que lleva[ba] la niña en una de sus muñecas en la noche que fue colocada en el torno […] y […] manifiesta[ra], si ha[bía] completa conformidad en ambos pedazos de telas»115.
Una vez todos estos trámites concluidos, la niña Crescencia, ingresada en la Casa de Expósitos de Santander recién nacida y bautizada por esta misma institución con el nombre y apellido Paula Elvira de San Emeterio, le fue devuelta con más de seis años de edad a su madre en noviembre de 1865.
Dando fin a este estudio, no cabe duda de que las autoridades cántabras, siguiendo el paso de las mentes ilustradas del siglo 18, no dudaron en mejorar las condiciones de acogida y crianza de los expósitos de la provincia, creando en 1778 la Casa de Expósitos de Santander, inclusa que daría cobijo a unos 14 830 niños en los 120 primeros años de existencia. No obstante, al igual que en la gran mayoría de las inclusas españolas, la progresión del abandono infantil a lo largo del siglo 19, así como los apremios económicos institucionales y las pésimas condiciones de abandono no permitieron vencer la tremenda mortalidad de unos recién nacidos que la gran mayoría de las veces no sobrepasaban el primer año, y hasta los primeros días de vida. Si la casa cuna santanderina abría sus puertas a los hijos legítimos de pobre matrimonio, tanto las modalidades de abandono –al amparo de la noche bajo el anonimato del torno o de la exposición– como los expedientes de acogida o de reclamación evidencian que los huérfanos cántabros eran ante todo hijos ilegítimos cuyas madres solteras, víctimas de la pobreza y de un honor familiar basado en la abstinencia sexual femenina, se veían obligadas a rechazar, por lo menos temporalmente. En este aspecto el abandono infantil no solo puede considerarse como una violencia familiar padecida por unos niños indefensos sino también como una violencia moral y social sufrida por sus madres. De hecho, de las reclamaciones de niños conservadas en el Archivo Histórico Provincial de Cantabria emergen los sentimientos de unas mujeres que, en sus actuaciones y discursos, nunca renunciaron a deshacerse definitivamente del fruto de sus entrañas, cualquiera que fuera su situación de apremio.
Sylvie Hanicot‑Bourdier
Palabras clave: abandono infantil, porvenir, restitución, Cantabria, siglo 19
Keywords: child abandonment, future, restitution, Cantabria, nineteenth century
Este artículo se interesa al abandono infantil, una de las mayores violencias familiares, la de unos padres, o mejor dicho la mayoría de las veces de unas madres, hacia los seres más indefensos del círculo familiar, o sea los niños. A través de los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cantabria, y en particular de los expedientes de restitución de niños iniciados ante la Comisión de Expósitos de Santander, se trata de acercarse desde una perspectiva parental al fenómeno del abandono infantil en la segunda mitad del siglo 19, un periodo clave caracterizado por una reorganización y mayor regulación de la asistencia a los expósitos. Demostraremos que, detrás de una supuesta violencia familiar, se esconden la gran mayoría de las veces una soledad y un cariño maternos. Con este propósito, primero recordaremos brevemente las condiciones de acogida y de abandono, así como el porvenir de los expósitos de la provincia de Santander del siglo 19. A continuación, nos centraremos en la situación y el discurso de las familias cántabras que decidieron reclamar a un hijo que la pobreza o/y las convenciones morales les habían inducido a abandonar.
This article addresses child abandonment, one of the greatest forms of family violence, that of parents, or rather most of the time of mothers, towards the most defenceless members of the family circle, i.e. children. Through the archives of the Provincial Historical Archive of Cantabria, and in particular the files on the restitution of children initiated before the Foundling Commission of Santander, we will try to approach, from a parental perspective, the phenomenon of child abandonment in the second half of the nineteenth century, a key period characterised by a reorganisation and greater regulation of assistance to foundlings. We will show that, behind the supposed violence in the family, maternal loneliness and affection are more often than not hidden. To this end, we will first briefly recall the conditions of reception and abandonment, as well as the future of foundlings in the province of Santander in the nineteenth century. We will then focus on the situation and discourse of the Cantabrian families who decided to reclaim a child whom poverty and/or moral conventions had induced them to abandon.