A Condemnation of Violence against Children in the Family through Medical Treatises (Eighteenth‑Century Spain)
En un estudio reciente1, de febrero de 2024, varios pediatras españoles pusieron de manifiesto el papel relevante que ellos podían y debían desempeñar en la toma en cuenta y el posterior tratamiento de los niños y niñas víctimas de violencias. Recordaban que los orígenes de la aproximación médica al problema se remontan a 1883 en España, con la publicación del Estudio médico-legal sobre el infanticidio, de Auguste Ambroise Tardieu2. Suele considerarse efectivamente que este médico francés fue en 1860 el primero en documentar los malos tratos a los niños a partir de una serie de observaciones clínicas a las que procedió en París3. Resulta por tanto determinante el papel que desempañaron los médicos en la tipificación de los malos tratos a los niños y niñas, tanto en el ámbito familiar como en el mundo laboral a partir de la revolución industrial. Hoy en día parece obvio el enfoque médico de dicho problema, que, junto al aparato legislativo, constituye la base de la atención al menor y su protección. Esta perspectiva médica inspiró este estudio, en el que nos interesará ver cómo, ya en el siglo 184 y desde el ámbito médico, empiezan a cuestionarse los castigos, posibles malos tratos a los niños, rompiendo con la larga tradición de su valor educativo, que deriva de la omnipotencia del pater familias. La toma en cuenta por los médicos de la especificidad del niño, al intentar identificar lo que puede perjudicarle, evidencia el principio de un rechazo no solo de los castigos físicos, violencia obvia, sino también de todas aquellas violencias emocionales y psicológicas, que hoy en día integran el conjunto de los malos tratos a los niños. Así, apreciaremos las motivaciones, que pueden dar cuenta de un deseo, desde el poder, de implementar un nuevo modelo familiar, en el que reinen armonía y felicidad, tanto en los grupos sociales acomodados como en las capas más humildes de la sociedad, en un intento de civilizar a los súbditos, como garantía de paz social.
La aceptación de los castigos procede, desde una perspectiva jurídica, de la patria potestad. Así se podría recordar lo que se apunta en la Séptima Partida: «Castigar puede el padre á su hijo mesuradamente, et el señor á su siervo ó á su home libre el maestro á su discípulo»5. Como se nota en esta alusión a los castigos, lo que se rechaza y condena son los excesos, y no el castigo en sí mismo, pues la autoridad del padre no es cuestionada ni tampoco cuestionable, como tampoco lo es la autoridad del rey. De hecho, en la época moderna, esta autoridad se inscribe dentro del esquema de la monarquía absoluta, como lo demuestra por ejemplo la historiadora francesa Julie Doyon: «Dans l’ordre juridique de la monarchie absolue, la patria potestas romaine ou “puissance paternelle” sert de “modèle à la puissance royale”, puissance signifie alors une “autorité, une souveraineté, un pouvoir absolu”. Moins absolue que celle du souverain, moins étendue en pays de droit coutumier qu’en terres de droit écrit, l’autorité du père limite la capacité juridique de ceux qui vivent “sous sa dépendance” (femme, enfants, domestiques)»6. La autoridad del rey, que rige la vida de todos sus súbditos, considerados como sus inferiores, conlleva la posibilidad de castigar a aquellos que no respeten las normas determinadas, y al trasponerse este esquema autoritario al ámbito familiar, el padre llega a tener el derecho de corregir a sus hijos, mujer y sirvientes, como añade a continuación J. Doyon: «Garant de l’ordre public, le droit de punir est l’attribut par excellence de la souveraineté absolue du monarque. De même, le droit de correction est une prérogative essentielle du gouvernement domestique»7.
Este primer argumento jurídico-político viene a justificar los castigos a los hijos, pero no es el único: también se aconseja castigar a los hijos para que no caigan en el vicio, desde una perspectiva religiosa y moral. Muestra de la permanencia en el siglo 18 de esta aceptación moral y religiosa de los castigos podrían ser las numerosas reediciones del tratado escrito por el Padre Antonio Arbiol, titulado Familia regulada con doctrina de la Santa Escritura y santos padres de la Iglesia católica8. Publicado por primera vez en 1715, fue reeditado unas 20 veces a lo largo del siglo 18, como apuntó Roberto Fernández en su edición de la obra9. Basándose esencialmente en una glosa de los textos bíblicos, como los proverbios de Salomón, A. Arbiol insiste en la absoluta necesidad de los castigos, aplicando a la letra el proverbio «porque Yahveh reprende a quien ama, como el padre al hijo a quien quiere». A. Arbiol apunta así: «El padre que en la verdad ama a su hijo, le azota con frecuencia, dice el Espíritu Santo, y esto lo hace con amor verdadero, para morir alegre y descansado, dexando a su hijo virtuoso»10. Repite esa idea en otro capítulo: «El que perdona a la vara y a la disciplina, aborrece a su hijo, dice el mismo Sabio (Prov. 13. V. 24) y el padre que verdaderamente ama a su hijo, lo enseña con instancia en el tiempo más oportuno, y conoce bien, que el castigarlo templadamente es amarlo»11. Esa idea de templanza en el castigo, que ya vimos en el discurso jurídico de la Séptima Partida, vuelve a aparecer en varios momentos del tratado, así cuando A. Arbiol precisa que el castigo debe adaptarse a la falta cometida (y esto vale para todos los miembros de la familia: hijos, pero también mujer, criados y esclavos), y pues el padre no debe actuar como un tirano, asustando a todos:
Que [los padres de familia] no sean como leones en su casa oprimiendo y aterrando a sus familias, sino que las corrijan como racionales, haciendo con ellos el oficio de padres, y no de tiranos. [...] Que no conturben su casa con furores y atropellamientos, sino que enseñen caritativamente a todos los que comen el pan de su casa para que vivan como fieles siervos de Dios, con buen ejemplo y sin escándalo del Pueblo12.
Desde la perspectiva moralista de A. Arbiol, el pater familias justo y mesurado se hará respetar de sus inferiores, que no cuestionarán su autoridad. Los buenos castigos, si puede decirse así, son aquellos que son proporcionados, pero no dejan de ser una absoluta necesidad para que los niños crezcan virtuosos, para que sean bien educados. Esto se entiende desde la perspectiva de A. Arbiol, que considera que el diablo está siempre al acecho, esperando conquistar el alma del niño: por eso son necesarios los castigos, para alejar los vicios. En todo esto, A. Arbiol no hace sino confirmar uno de los proverbios de Salomón, «el qual dice que la corrección y la vara dan a los hijos sabiduría»13.
En el siglo 18, el discurso jurídico-político así como el religioso-moral confortan la idea de que el pater familias tiene que castigar a sus hijos para que obedezcan y no sean viciosos, y lleguen a ser a la vez buenos cristianos y buenos súbditos. Siguiendo esta vía, los castigos físicos, ya que se habla de vara, de disciplina y de azotes, no eran considerados como violencias o malos tratos, sino como meras muestras de amor paterno y necesidad absoluta para conseguir una perfecta educación14. Esta aceptación social de los castigos se daba en las clases acomodadas, a las que se dirige A. Arbiol por ejemplo, pero también era la norma en las clases más humildes, como puede sugerirlo la lectura del Libro de fechos del alcalde del barrio de la Comadre, Pedro García Fuertes, en los años 1791 y 1792, en el que ni siquiera se mencionan las violencias hacia los niños, a diferencia de las violencias contra las mujeres15. De hecho, llama la atención el hecho de que en ningún momento el alcalde aluda a posibles golpes dados por un padre borracho a sus hijos, cuando pormenoriza al contrario los agravios sufridos por la mujer. Así, en el conjunto de las rondas del alcalde16, solo una vez se alude a posibles castigos, pero insistiendo entonces en la obligación que tiene el padre de corregir a su hijo de tres años. Así, el 22 de junio de 1791 un hombre se quejó al alcalde de que no podía dormir la siesta por culpa del hijo de su vecino. El alcalde le recordó entonces al padre que «era indispensable guardar las horas de descanso y siesta según está prevenido y que corrigiese a su hijo para que no incomodase»17. El 25 de julio, volvió a quejarse el vecino, y el padre poco eficaz fue castigado con una multa de seis ducados18. Este único ejemplo puede darnos muestra de la obligación social para los padres de controlar a sus hijos, incluso cuando eran muy pequeños, castigándolos.
Estos ejemplos pueden dar cuenta del grado de aceptabilidad social de los castigos, a lo largo del siglo 18. Sin embargo, la insistencia en que los padres fueran comedidos en sus castigos, como vimos anteriormente en A. Arbiol, puede sugerir que muchos se propasaban, y que a veces se castigaba a los niños como si fueran puros delincuentes, lo que acabó llevando a un cuestionamiento de los castigos.
El cambio en el grado de aceptabilidad del castigo, desde una perspectiva ilustrada, puede verse en el ejemplo que, en el periódico El Censor, da inicio a una reflexión en torno a lo que puede ser considerado como violencia intrafamiliar, en un discurso de agosto de 1781:
Entrando en casa de un Caballero con quien llevo alguna correspondencia, le hallé tan fuera de sí, tan ciego de enojo con un hijo suyo, el qual podrá tener como unos cinco años, que apenas hizo aprecio de mí, ni me saludó siquiera. No parecía sino que despedían fuego sus ojos, le daba golpes sin consuelo; era aquello llober sobre el pobre muchacho patadas y bofetones, acompañados de amenazas aun mas terribles: enfin, sino se le quitan de las manos llevaba trazas de dexarle en el sitio. Yo que esto veía no me hartaba de admirar acá para conmigo, que en una edad tan corta hubiese cabido un delito tan grave, como suponía un castigo tan fuerte, y una irritación tan extraordinaria. Lo menos que yo imaginaba que habria hecho era haber puesto, ó intentado poner las manos en su madre, ó en su padre19.
Desde la perspectiva ilustrada que es la que propugna El Censor, solo un crimen contra el natural respeto a los padres, una agresión física semejante a un crimen de lesa majestad, podría justificar esa crueldad en el castigo. Lo exagerado de la reacción paterna surge cuando se expone «el delito tan grave» que cometió el niño: como se precisa a continuación, solo rompió una taza de porcelana de china, mientras jugaba con sus hermanos, en un cuarto en el que su padre lo había encerrado para estar tranquilo. Esta desproporción entre lo que hizo el niño y la violencia del castigo queda plasmada asimismo en el Capricho 25 Si quebró el cántaro de Francisco de Goya (1799), en el que un niño recibe una descomunal paliza por un motivo parecido, y que, como en el ejemplo del Censor, se debe a la torpeza natural de los niños en sus juegos. Asimismo, se enfatiza y rechaza la pérdida de control de los padres, pura violencia que sobrepasa el castigo.
Estos dos ejemplos parecen significativos de la actitud de los padres con los niños, justificada por la noción de castigo necesario, de su banalidad y aceptación social, pero también de la toma de conciencia de la violencia extrema y de la inadecuación del castigo, pues los niños son pegados con brutalidad cuando están jugando, ocupación habitual entre los niños. El castigo se convierte en maltrato cuando se pone en peligro la salud y la integridad física del niño. Este desliz del castigo al maltrato puede sugerir un cambio en la percepción del niño, facilitada por la emergencia de un discurso médico específico. De hecho, el cuestionamiento de los castigos se inscribe en una reflexión global en torno a la crianza física de los niños que se inició con las primeras reflexiones de John Locke, médico y filósofo, a finales del siglo 1720. Se extendió por Europa a partir de mediados del siglo 18, como puede sugerirlo el concurso de la Academia de Haarlem en 1761 al que alude, en su tratado dedicado a los niños expósitos y publicado en 1801, el arcediano de la Tabla de la catedral de Pamplona, Joaquín Xavier Uriz21: «¿Cuál es la mejor dirección que se puede seguir en la vestidura, alimentos y ejercicios de los niños desde el punto que nacen hasta la adolescencia para que vivan largo tiempo y con buena salud?». Se sabe que fueron numerosos los médicos en contestar dicha pregunta, y de hecho, J. X. Uriz recuerda la respuesta del médico suizo que ganó el primer premio, Jacques Ballexserd (1726‑1774) con su tratado titulado Discours sur l’éducation physique des enfants depuis leur naissance jusqu’à l’âge de puberté, publicado en 176222, el mismo año en que Jean-Jacques Rousseau publicaba su tratado Émile ou De l’éducation23. Dentro de la presentación de las precauciones que deben tomarse para la buena crianza física de los niños, los castigos constituyen un elemento recurrente, relacionado con la cuestión de la integridad física del niño, de su robustez y también desde una perspectiva psicológica, con la necesidad de que tenga buen carácter. Se establece una relación entre los castigos físicos violentos y su impacto negativo en la formación física y psíquica de un ser en construcción o devenir.
Los castigos vienen a ser considerados como malos tratos, cuando se empieza a tomar en cuenta la especificidad del niño y su debilidad. Desde esta perspectiva, el paso de lo jurídico-moral a lo médico se evidencia gracias a la coexistencia de dos reflexiones médicas en torno a los niños, en la segunda mitad del siglo 18: la de los cirujanos-parteros que se dedican al embarazo y al parto24, y que por tanto se interesan al niño, tanto antes como después del nacimiento, y la de los médicos (y/o cirujanos-parteros), que se centran en la «conservación» de los niños expósitos25. En ambos casos, cabe señalar que no se habla de los castigos físicos: se describen y denuncian las negligencias de las madres a la hora de cuidar de sus hijos y las negligencias en las inclusas, o más ampliamente, las violencias o malos tratos, no intencionales, que sufren los niños expósitos cuando son recogidos en las inclusas. La denuncia del abandono fuera del marco previsto lo asemeja a unos infanticidios, y lo considera una primera violencia ejercida por la madre (o los padres). También sirve para definir y pormenorizar a continuación todos aquellos malos tratos que surgen de la incompetencia y de la dejadez de los adultos que se hacen cargo de los expósitos recogidos. Desde esta perspectiva, es la realidad de los peligros que acechan al niño, después de la exposición, la que viene a modificar la percepción que se tiene de él. Esta reflexión viene a completar la que se da acerca del niño, hasta tal punto que los métodos para los expósitos vienen a ser aconsejados para las madres que crían ellas mismas a sus hijos26. La reflexión supera así los límites de su blanco inicial, los niños expósitos, para alcanzar a los niños criados por sus mismos padres, sentando así las bases de la puericultura y de la pediatría, que solo se conformaron como especialidades en el siglo 19. Con la extensión de esta mirada médica, emerge el concepto más moderno de malos tratos (aunque no aparezca identificado), es decir, más allá de los castigos físicos, todos aquellos que se relacionan con la negligencia o el maltrato psicológico o emocional. Se plantea una reflexión global sobre la primera educación, se llega a un esbozo de tipificación de los malos tratos, lo que contribuye a alimentar la reflexión sobre la pertinencia de los castigos, y el rechazo de las violencias sufridas por los niños, dentro del ámbito familiar.
Para mayor comodidad, aunque conscientes del anacronismo que puede significar, parece útil recordar cuáles son los cuatro tipos de maltrato infantil (MTI) apuntados hoy en día por los especialistas: la negligencia (en la alimentación, vestido, higiene, salud, protección, educación, necesidades emocionales, etc.), el maltrato psicológico o emocional (el niño no es querido, escuchado, valorado, protegido o aceptado), el maltrato físico y la violencia sexual27. Por supuesto, todas estas formas de maltrato no son presentadas o por lo menos identificadas en los tratados que nos interesan. La violencia sexual, por ejemplo, no es aludida en ninguno de los tratados. Esto no resulta sorprendente dado el tipo de documentos manejados, lo que constituye un claro sesgo. Sin embargo, esta clasificación puede ser útil a la hora de rastrear las alusiones a los maltratos que se pretendían eliminar, y para esto, vamos a centrarnos en este estudio en dos tratados que nos parecen significativos, con la característica de que ambos se publicaron por la Imprenta Real, lo que hace que puedan ser consideradas como obras aprobadas por el poder. Sus autores son un médico, José Ibertí (1795) y un cirujano-partero, Agustín Ginestá (1797), y ambos amplían la noción de castigo, de lo físico a lo psicológico o emocional, pensando en la salud futura.
La relación entre bienestar físico y moral del niño es desarrollada de manera más precisa por Agustín Ginestá, cirujano-partero, que fue «catedrático de partos y enfermedades de mujeres y niños del Real Colegio de Cirugía de San Carlos de Madrid», como se precisa en su breve tratado, El conservador de los niños (1797)28. En esta obra, que contempla el conjunto de las prácticas y cuidados para mantener a los niños con buena salud, A. Ginestá dedica unas páginas a los posibles maltratos de los padres a sus hijos, señalando dos tipos de violencias posibles: los castigos rigurosos y la demasiada indulgencia, tan dañinos lo uno como lo otro, desde un punto de vista moral y/o físico. Así escribe: «No conviene usar con ellos ni de un trato duro y riguroso que los ofenda o intimida, ni de una ciega condescendencia que los adule, porque ambos extremos los hacen viciosos y pueden desarreglar su salud»29. Puede verse que lo que se les reprocha a los padres, más allá de los castigos físicos, es también un amor que podríamos considerar como nocivo («una condescendencia que los adule»), algo que también subrayaba en su tiempo A. Arbiol, cuando aludía a la necesidad de que las madres no cedieran ante los caprichos de los niños, o que no manifestaran lo que A. Arbiol llama «un amor de fieras»30, es decir un amor descomedido o «desordenado»31. La diferencia notable es que A. Arbiol lo contemplaba desde una perspectiva exclusivamente moral, cuando A. Ginestá establece una relación directa entre este tipo de maltrato y la salud («pueden desarreglar su salud»). La violencia a la que se alude aquí es pues más insidiosa, e invita a reflexionar acerca de lo que podría ser un amor mesurado y responsable. Como señala luego A. Ginestá, las madres a menudo no castigan a sus hijos cuando sería necesario hacerlo, sino que los protegen demasiado y esto puede ser tan perjudicable a los niños como los castigos brutales. Los niños mimados se crían pusilánimes, tal como lo podemos ver evocado en uno de los Caprichos de F. Goya: El de la rollona (Capricho 4), que viene comentado así en el manuscrito del Museo Nacional del Prado: «La negligencia, la tolerancia y el mismo hacen a los niños antojadizos, obstinados, soberbios, golosos, periotosos e insufribles; llegan a grandes y son niños todavía. Tal el de la Rollona»32. Aunque en este caso se trate más directamente de aquellos nobles que no son criados por sus mismos padres, sino entregados a amas y lacayos que los malogran, no cabe lugar a dudas de que una educación basada en la adulación es dañina para el niño, desde el punto de vista de su salud emocional y psíquica.
Con esa idea del amor nocivo, se introduce también la de los tratamientos desiguales entre los niños de una misma familia, como lo nota de manera muy precisa José Ibertí, que es presentado en la portada de su libro Método artificial de criar a los niños recién nacidos, y de darles una buena educación física33 como «Médico honorario de Cámara de S.M., Profesor de Medicina clínica en el Real Hospital de Madrid, Socio de la Real Academia Médico-Matritense, de la de las Ciencias del Instituto de Bolonia, de la Sociedad Real de Medicina de París, de la Médica de Londres». J. Ibertí insiste en algo que considera ser una absoluta necesidad, la imparcialidad de los padres:
Los padres y madres que tienen el defecto de distinguir á un niño mas que á otro, son el azote de la humanidad, porque con semejante injusticia, y con el miedo que les inspiran, los hacen de mal corazon, disimulados, falsos, hipócritas, propensos al engaño, al odio y á la venganza; y los vicios que se contraen en la infancia, son difíciles de desarraigarse, y se conservan hasta el sepulcro34.
El niño que no se siente querido sufre una forma de maltrato, y se pormenorizan aquí las consecuencias psicológicas del maltrato emocional. J. Ibertí alude también al miedo que los padres inspiran al niño, algo que puede completarse con el recurso al temor, como método nocivo de educación35. Esta última idea viene desarrollada y completada por A. Ginestá, quien, dentro de lo que puede ser considerado como maltrato emocional, rechaza las menciones a seres imaginarios como el coco u otros monstruos terroríficos, apuntando que «es una inconsideración muy perjudicial hacerles miedo con el bu, el coco y otros dichos semejantes», añadiendo a continuación que conviene no contarles cuentos con «estriges o vampiros, duendes, brujas, hadas, encantamientos, ni otros asuntos disparatados que puedan herir vivamente su imaginación»36. El recurso al coco lo encontramos plasmado en el Capricho 3 de F. Goya, Que viene el Coco, una práctica común para amedrentar a los niños cuando hacían algo reprensible37.Todas estas prácticas educativas eran sumamente comunes y venían criticadas por el impacto moral que tenían38, pero con la extensión del discurso médico, ahora son vistas como violencias hechas al niño cuyo desarrollo emocional no le permite distinguir ficción y realidad (de allí que A. Ginestá utilice el verbo «herir»). Esa misma preocupación se encontraba desarrollada en el tratado de J. X. Uriz, al preocuparse por el sano desarrollo de los expósitos39. Aunque, desde la perspectiva ilustrada, también pueda verse en eso una voluntad de que los niños se críen lejos de las supersticiones, no cabe lugar a dudas que, si lo relacionamos con lo que se lee en los tratados médicos, así como en aquellos que venían divulgando sus enseñanzas y preceptos, el objetivo es que los padres (o más ampliamente, todos aquellos que cuidan de los niños), cambien sus métodos de educación, que renuncien a la educación por el miedo para ser obedecidos, lo que es una forma de maltrato psicológico, y que opten por una pedagogía de la suavidad, del juego y de la risa. Se plantea de hecho la cuestión de los castigos y de su idoneidad, que viene vinculada a la voluntad de que los padres sean capaces de ofrecer a los niños un ambiente de vida acogedor, donde puedan ser felices y crecer con buena salud.
El punto de inflexión en la manera de concebir los castigos viene de la toma de conciencia de que muchas veces se castiga a los niños cuando están jugando, lo que vimos en el discurso del Censor y el Capricho 25 de F. Goya, y es esta una circunstancia que debe ser tenida en cuenta por los padres, a la hora de castigar a los niños. Así señala A. Ginestá:
Se les ha de reprehender poco, y castigar menos, y todo con blandura y sin muestras de rencor pues muchos caen enfermos por la imprudencia de sus padres en este punto: para castigarlos no se ha de dar golpes que trastornen su máquina y los embrutezcan; basta privarlos del juego, de la comida, o de otra cosa que apetezcan. No hay peor costumbre que la de castigarlos severamente quando en sus juegos sencillos reciben algún daño; porque el miedo del castigo les hace ocultar después sus pequeñas desventuras, lo que da ocasión a que vengan tal vez a parar en males graves40.
Si los padres son demasiado violentos, además de las consecuencias físicas inmediatas («muchos caen enfermos», «dar golpes […] trastorn[a] su máquina»), los niños disimularán, y entonces es cuando pueden darse accidentes más peligrosos: el castigo viene a ser contraproducente y puede generar en los niños unos hábitos (disimulación, doblez) de graves consecuencias morales y psicológicas. El objetivo es mantener a los niños con buena salud, y para evitar consecuencias a corto y largo plazo, A. Ginestá, además de reclamar mesura y justa apreciación de las circunstancias, así como buenos castigos basados en la privación de lo que les gusta a los niños, exige que los padres se muestren atentos a la dimensión pedagógica, explicando al niño el porqué de la sanción: «Sea que se les castigue o que se les premie, hágaseles siempre entender, en quanto se pueda la razón de ella; por ser así conveniente a su salud y a su moral»41. Esto indica una toma en cuenta de la psicología de los niños, y, en cierta medida, el fin de la arbitrariedad de un padre todopoderoso. Al contrario, se dibuja el retrato de un padre atento, cariñoso y justo, que se hace obedecer gracias al amor y no al miedo.
Se ofrece así la visión de un hogar familiar que sí podría ser un «remanso de paz», un espacio seguro, y no un recinto de violencia, y para alcanzar este objetivo, es necesario que se tomen en cuenta las necesidades tanto físicas como emocionales del niño. De allí la importancia del juego, a la que aludíamos antes, una actividad necesaria y benéfica para los niños como señalan todos los especialistas de la época. Así, según A. Ginestá por ejemplo, el juego contribuye al bienestar físico y psíquico del niño: «[T]odos los niños sanos están en continuo movimiento, ocupados en juegos y ejercicios festivos sin fatigarse; lo cual no solo sirve para darles más salud y robustez, sino también para que se desenvuelvan más fácilmente sus facultad físicas y morales»42. De la misma manera la risa es una actividad sana e imprescindible, como apunta J. Ibertí: «Es muy útil el hacerles reir con moderación: esa especie de convulsión agradable pone en movimiento toda la máquina, y es muy saludable»43.
Castigos mesurados, justos y explicados, risa, juego: este es el método que puede hacer que los niños se conviertan en adultos sanos y equilibrados. La voluntad de implementar una educación física y moral eficaz es la que hace que se rechacen todas aquellas prácticas educativas que no eran sino formas de maltrato, al no tener en cuenta el desarrollo físico, psíquico y emocional del niño. Así escribe J. Ibertí:
Finalmente como el valor depende mucho del estado vigoroso de salud y de la fuerza muscular, porque quando una persona se siente sana y fuerte le parece que nada puede ofenderla, y que sola puede resistir á todo el mundo, y el mismo individuo quando está débil y enfermizo, tiembla al ruido de una hoja; es preciso corroborar la constitucion, y seguir el método que se propone para la educacion física de los niños44.
Este es el mensaje que se pretende difundir entre los padres de las clases acomodadas, cuando pasa a ser vulgarizado. Así, puede recordarse que, en un artículo publicado en el Semanario de agricultura y artes dirigido a los párrocos, de 12 de agosto de 1802 (número 293), se menciona la obra de A. Ginestá como lectura imprescindible para los padres, y en el número 333 de 19 de mayo de 1803, se publica un diálogo entre marido y mujer (Feliciano y Cecilia) a propósito de la educación de sus hijos (Matilde y Eugenio). En él se ofrece una síntesis de la educación ideal, que insiste en la triple necesidad de que los niños jueguen, que no se les castigue con violencia y humillación, ni que se les mime demasiado, perfecto resumen de lo que acabamos de ver:
Después de nacida la prole se procure tener en continua agitación, porque el movimiento exterior tranquiliza el ánimo, como se observa en los niños que lo necesitan aún para dormirse; que no se les contemple, ni se les disguste demasiado para que no salgan caprichosos ni tímidos; que al paso que van creciendo no tengan una vida deliciosa y regalada, sino que se les castigue sin envilecimiento45.
En esta cita, que vulgariza el discurso médico, se aprecia la voluntad de educar a los padres, para que luego actúen debidamente con sus hijos, enfatizando una posición intermedia entre castigos y suavidad, siendo ambos considerados como excesos nocivos. Esta educación del justo medio es la que debe extenderse entre los padres desde la perspectiva ilustrada, descartando cualquier comportamiento que pueda ser considerado, desde nuestro enfoque actual, como malos tratos. Es decir que los malos tratos, la violencia, sea física o psicológica, es rechazada porque es la muestra de una pérdida de control por los padres, o de una incapacidad para hacer con sus hijos aquello a que les obliga la sociedad: adultos sanos física y mentalmente, virtuosos, obedientes y útiles. Los padres deben ser ejemplares, para que los hijos quieran imitarlos, y son precisamente los excesos los que se quieren borrar. De hecho, se muestra que la voluntad de luchar contra los malos tratos no es sino una de las formas para «civilizar» al conjunto de la población, algo aún más claro para las clases más humildes.
En lo que precede, aludíamos a la influencia que tuvo el tema de los expósitos en la toma en cuenta de lo que era el maltrato infantil. Asimismo, vimos cómo el discurso médico sobre el niño y sus especificidades venía a modificar la cuestión del castigo, relacionándolo con la buena educación y el sano desarrollo de los niños en el ámbito familiar. Pero también cabe recordar que en esta cuestión, como en otras, la voluntad de que la familia se convierta en un remanso de paz no solo obedece a razones morales o de salud, sino que puede verse la voluntad de que reine la policía, es decir el «buen orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas, cumpliéndose las leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno»46, en todos los grupos sociales. En las clases acomodadas, el discurso médico pretende ante todo limitar la negligencia o el desinterés en la educación, persuadiendo a las madres de que les conviene criar y cuidar de sus hijos en los primeros años y a los padres, de que se hagan cargo de la educación moral e intelectual. En las clases más bajas de la sociedad, lo que se pretende es frenar los comportamientos violentos (borrachería, gritos, insultos, riñas entre marido y mujer) para que estos no incidan en los niños. Esto puede darnos un principio de explicación a la ausencia de la violencia que se les hace a los niños en el Libro de fechos del alcalde Pedro Fuertes al que aludíamos al principio. Como vimos, la violencia no es evocada directamente, no se alude a los golpes recibidos por los niños. Sin embargo, a menudo se comenta la violencia de un padre contra toda su familia, como en la nota del 5 de julio de 1791 en la que nota el alcalde:
Habiéndose venido a quejar Antonia Ramos, mujer de Diego Martínez, cerrajero que vive calle de la Comadre frente de la taberna de que su marido no solo no quería trabajar para mantenerla sí también le daba mala vida, castigándola indeciblemente y echándola de casa cuando se le antojaba, teniéndola desnuda e impedía que sus dos hijas que eran grandes fuesen a trabajar con lo cual tenían para alimentarse, y enterado de todo, hice comparecer ante mí al dicho Diego, y oído sus razones le hice ver las obligaciones en que vivía constituido, diciéndole del modo que debía portarse como cristiano, vasallo, patricio y en su estado de casado, sin dar mala educación a sus hijos, ni causar escándalos, amonestándole en lo sucesivo47.
Asimismo, el 21 de julio de 1791, son amonestadas por el acalde las madres despreocupadas que dejan que sus hijas salgan a la calle, corriendo así peligro de que algún hombre las corrompa o las prostituya. El mismo día, son los padres que dejan vagabundear a sus hijos los que son prevenidos por el alcalde: tras la queja de algunos vecinos a propósito del alboroto que causan algunos muchachos, «que se pervierten unos a otros», el alcalde ordena a los padres que «los tuviesen recogidos, pues si volvía a encontrarlos los pondría en el cuartel por ocho días en el cepo»48. Podrían multiplicarse los ejemplos de unos padres que dejan jugar y correr por las calles a sus hijos, con la posibilidad de que sean agredidos por adultos u otros muchachos, o cometan pequeños delitos, perturbando así el orden público. Para las clases populares, los castigos físicos contra los niños no son evocados, pero sí son denunciados aquellos padres que no cumplen pues con sus obligaciones: alimentar, vestir a los hijos, cuidar de que vayan a la escuela y que no vagabundeen por las calles. Desde esta perspectiva, la negligencia es la más grave forma de maltrato, y no los castigos, y el alcalde, como garante del orden público, les recuerda a menudo a los padres cuáles son sus obligaciones. Cuando no cumplen, los niños son recogidos y entregados al hospicio. Esa norma de educación, que aspira a borrar las violencias, sustituyéndolas por el atender a las necesidades vitales de los niños, el deber de llevarlos a la escuela, el valor del buen ejemplo dado por los padres a los hijos, es la que pretende difundir el alcalde, como voz de un poder que aspira a civilizar a todos, para establecer una convivencia que permita evitar los brotes de violencia. Por tanto, la cuestión de la educación, que pasa por el buen ejemplo que deben dar los padres, viene a ser central en una sociedad que pretende erradicar la violencia. El discurso médico viene a sustentar dicho programa de control de los individuos, aquí a través de la familia, subrayando la nocividad para el orden público y la paz social de la violencia (física y, en cierta medida, psicológica) contra los niños, futuros adultos.
Se puede considerar que la cuestión de los malos tratos a los niños dentro del ámbito familiar, sin que se identifiquen como tales en el siglo 18, nace de la reflexión en torno a la conservación de los niños expósitos, así como, más ampliamente, a la de las criaturas. Estos dos discursos, ambos médicos, son los que permiten definir al niño como un ser en construcción, como algo precioso (por cierto, por razones ante todo económicas), con unas necesidades básicas que deben ser conocidas y asimiladas. Los tratados médicos plantean unas reglas que solo pueden ser cumplidas por los padres acomodados, pero que, en realidad, valen para todos, como lo sugiere el vaivén entre la cuestión de los expósitos y la de los niños en general. La manera de considerar al niño evoluciona, con la toma de conciencia de su individualidad y de su especificidad, de la importancia de su bienestar físico y emocional, y esto sin duda se debe a las advertencias de los médicos. Así es como empiezan a tipificarse los malos tratos: la negligencia, los castigos físicos, el miedo, la inseguridad psicológica y material, la carencia educativa. Sin embargo, detrás de este discurso de protección de los niños, mediante la evocación y la condena de estos malos tratos, puede leerse la voluntad del poder de entrar en las familias, a través de la figura del médico, para mejor controlarlas. Este discurso impuesto desde arriba quizás constituya pues uno de los mayores límites a la aceptación social de un nuevo modelo, que no logró en su tiempo dar visibilidad y voz a la violencia contra los niños en el ámbito familiar.
Sylvie Imparato-Prieur
Palabras clave: violencia, niños, expósitos, médicos, España, siglo 18
Keywords: violence, children, foundlings, medical doctors, Spain, eighteenth century
En este estudio, se muestra cómo, ya en el siglo 18 y desde el ámbito médico, empiezan a cuestionarse los castigos, posibles malos tratos, a los niños, rompiendo con la larga tradición de su valor educativo derivada de la omnipotencia del pater familias. Los médicos que reflexionan acerca de los niños expósitos, así como los cirujanos-parteros, al preocuparse por los primeros años de vida, resaltan la especificidad del niño. Al intentar identificar lo que puede perjudicarle, se evidencia el principio de un rechazo no solo de los castigos físicos, violencia obvia, sino también de todas aquellas violencias emocionales y psicológicas, que hoy en día integran el conjunto de los malos tratos a los niños. Así, se analizan las razones por las cuales se difunde tal discurso, que puede dar cuenta del deseo, desde el poder, de implementar un nuevo modelo familiar, en el que reinen armonía y felicidad, tanto en los grupos sociales acomodados como en las capas más humildes de la sociedad, en un intento de civilizar a los súbditos, como garantía de paz social.
This study shows how, as early as the eighteenth century and from the medical sphere, punishments and possible ill-treatment of children began to be questioned, breaking with the long tradition of their educational value derived from the omnipotence of the pater familias. Doctors reflecting on foundlings, as well as obstetricians-surgeons, in their concern for the first years of life, emphasise the specificity of the child. In trying to identify what can harm the child, they apparently reject not only physical punishment, obvious violence, but also all emotional and psychological violence, which today make up the whole range of child abuse. Thus, we analyse the reasons for the spread of such a discourse, which may reflect the desire of those in power to implement a new family model, in which harmony and happiness reign, both in the wealthy social groups and in the poorest strata of society, in an attempt to civilise the subjects, as a guarantee of social peace.