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Tapa del libro Mujer e identidad en tierras hispanohablantes Show/hide cover

Reinas y sermones

Trabajo elaborado dentro de las actividades patrocinadas por el Proyecto de Investigación: Universidad de Valladolid, Instituto de Historia Simancas.

La figura de la reina es un elemento esencial en la concepción histórica de la monarquía española de la Edad Moderna1. Su caso constituye el ejemplo más relevante de la presencia de las mujeres en el ámbito del poder, en un mundo dominado fundamentalmente por los hombres. Aunque a lo largo de la historia ha habido destacadas reinas propietarias, lo cierto es que durante el siglo 18 y el primer tercio del 19 todas las esposas de los reyes han ejercido el papel de consorte. Algunas, además, desempeñaron ciertas atribuciones políticas, bien por la vía institucional como regentes y gobernadoras (María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel Farnesio), bien por la vía informal de la influencia (María Luisa de Parma).

Una de las formas de acercamiento al estudio de la figura de la reina se puede realizar a través de la literatura efímera. Al igual que las imágenes, los sermones fueron utilizados para modificar y construir identidades2. La imagen de las reinas consortes es una construcción ideada políticamente por la monarquía y sustentada a través de un discurso, copiado e imitado en el tiempo por los predicadores3. Por esta razón, su estudio ha de ser abordado con la cautela que exigen estos documentos que, por norma general, fueron concebidos para alabanza y gloria de la Monarquía y, por tanto, tienen una intención claramente propagandística4.

La oratoria sagrada fue usada durante la Edad Moderna como cauce de expresión, comunicación y divulgación de las virtudes morales y políticas de los gobernantes. Los sermones fúnebres de reyes y reinas se encuadran en la categoría de la predicación circunstancial, ya que vienen marcados por la contingencia del momento, y escapan, por tanto, al marco impuesto por el calendario litúrgico. El propósito de este tipo de sermones es despedir al difunto (en este caso la reina) y honrar su memoria en el contexto de sus exequias. Aunque son muchas las denominaciones que recibe (elogio, sermón, oración, discurso, panegírico, parentación y la combinación indistinta entre todas estas, hasta llegar, incluso, a la redundancia: «oración fúnebre panegírica»), en la práctica no constituyen géneros distintos5. Además de los sermones, otras composiciones poéticas, como los epicedios y odas, contribuían a realzar las celebraciones mortuorias de las reinas6.

El sermón de la reina: elementos comunes

Los sermones contienen, generalmente, dos partes bien diferenciadas, aunque no necesariamente constituyen apartados aislados. Metafóricamente, se denominan «cielo y tierra»; la faceta celestial, que es la más importante, dedica por entero un elogio a las virtudes cristianas de la difunta, aquellas que conducen a la verdadera gloria de la eterna felicidad; en cambio, la parte terrenal se centra en las grandezas humanas alcanzadas en vida. En cuanto al contenido de estos textos impresos, se observa la existencia de tres grandes ejes temáticos comunes: el argumento de la muerte, la narración biográfica y el bloque dedicado a la reina en su faceta de mujer, madre y esposa.

La muerte

Como es sabido, el tema de la muerte está estrechamente ligado a la existencia sacralizada en el Antiguo Régimen. Si bien supone un tránsito obligado para todo ser humano, esta adquiere distinto significado en el caso de un soberano, pues, a diferencia del efímero recuerdo que dejan los hombres corrientes, el de los gobernantes es imperecedero, porque su memoria se perpetúa en el tiempo7. En este contexto, los sermones fúnebres de reyes y reinas aparecen indisolublemente unidos a las exequias que se celebraban en las principales iglesias de las ciudades de la monarquía8, aunque esta obligación afectaba también a las corporaciones o instituciones de patronato regio, como las maestranzas, las universidades, el ejército o las audiencias. A la predicación oral, en ocasiones, le sucede la versión impresa del texto para su lectura y distribución. Como es natural, los sermones contienen numerosas alusiones funerarias y un amplio discurso sobre el deceso particular de la reina, muy adjetivado y recargado con términos como amargura, llanto, desconsuelo, angustia, etc. Es habitual que los predicadores recreen el instante último de la vida. A veces, la muerte es repentina, pero si hay agonía, entonces narran las penalidades de la enfermedad y la recepción de los últimos sacramentos: penitencia, viático y extremaunción; después, se pondera el sufrimiento y la resignación de la reina en conformidad a la voluntad divina (en el caso de Bárbara de Braganza, su agonía duró 33 días9). La reina debe afrontar la muerte con serenidad, especialmente cuando ha llegado a la vejez, como Isabel Farnesio, que vivió 73 años. Otras, en cambio, mueren en la flor de la vida: Isabel de Braganza tenía solo 21 años y María Luisa Gabriela de Saboya y María Josefa Amalia de Sajonia, 25. El mensaje último que se quiere transmitir es el de la religión cristiana como único consuelo: «su alma llena de virtudes habrá volado a las eternas mansiones para tomar asiento entre las reynas bienaventuradas»10.

El componente biográfico: linaje y educación

Todos los sermones contienen una narración biográfica más o menos extensa de la vida de la difunta. Son frecuentes las alusiones realizadas por los predicadores al «origen nobilísimo de su cuna», pues todas las reinas son hijas de reyes o príncipes soberanos. Para reforzar la grandeza de su linaje, algunos oradores recurren a la mitología romana, como hizo Tomás Varó al hablar de Luisa Isabel de Orleans, en 1742:

Nació en cuna, en donde no faltará quien diga que Júpiter la regaló con el poder; Juno la dio el pecho, formando la Vía Láctea de sus felicidades; y no dexó de asistirla Venus, para comunicarle una competente hermosura11.

Otros, en cambio, sustentan sus discursos citando a destacados monarcas de la historia de España en los momentos de máximo esplendor (Reyes Católicos, Carlos I de Habsburgo), pero también de la Antigüedad clásica (Argantonio, Alejandro, Constantino), Israel y Judá (David, Salomón, Manasés, Josías), etc. Estos recursos, en gran medida, persiguen un doble objetivo: reafirmar la monarquía como institución y legitimar la dinastía.

La exaltación, por otro lado, de la procedencia y parentesco con ilustres linajes europeos también se ve reflejada en los textos, especialmente en el momento de la muerte de una reina. De manera simbólica, existe un afán por dejar constancia de la trascendencia del hecho, más allá de las fronteras de la monarquía hispana, como se aprecia en el panegírico que de Bárbara de Braganza hizo Pedro Navarro, en 1758:

Enjutos quedan sus reales ojos a la presencia de tantos nobles semblantes regados de amargas lágrimas; lloran los Grandes; […] estremécese Portugal; brotan sus quinas por las llagas sangre; pierden el color las púrpuras de Babiera; inclina el Austria sus coronas al peso del sentimiento; marchítanse las lyses de Francia; abaten su buelo las águilas de Alemania y de Sicilia; desmáyan(se) los leones de España y de Castilla; quebrántanse las cadenas de Navarra; ceden y se doblan las barras de Aragón y de Mallorca12.

Por otra parte, los predicadores coinciden unánimemente al señalar que las reinas, desde su tierna infancia, han recibido una esmerada educación y que sus padres son personas de gran religiosidad y devoción. No son pocas las exageraciones (interesadas) relativas a su talento precoz. Algunas resultan inverosímiles. Así, por ejemplo, a Bárbara de Braganza, una reina culta, amante de la música y el arte y conocedora de muchos idiomas13, algunos oradores le atribuían un conocimiento profundo de la doctrina cristiana con solo cinco años14. De María Amalia de Sajonia se decía lo siguiente:

El embeleso de la corte de sus padres fue nuestra reyna, según noticias verdaderas. Era cosa de ver quando infantica, quando tan chiquita, que apenas andaba, las claras señas de su gran talento. Decíanle las damas algún donaire para oír de su boca alguna gracia y ella respondía con una seriedad tan magestuosa, con una discreción tan madura, que desmintiendo sus pocos años, no parecía niña, sino anciana15.

La reina como símbolo femenino

La reina era un símbolo femenino por excelencia, en su faceta de mujer, esposa, madre, viuda, buena cristiana y sabia gobernante. La soberana, nos dice el orador, ha de ser afable en el trato, suave en las costumbres, grave en su compostura, pero también «devota sin hipocresía, modesta sin afectación, humilde sin amancillar su grandeza y sobremanera compasiva con los pobres»16. Son múltiples las descripciones de reinas que encontramos en los sermones. Todas persiguen el mismo fin: loar la imagen de la difunta y destacar sus virtudes femeninas y cristianas. Como ejemplo, puede servir el retrato literario de la esposa de Carlos III, fallecida en 1760:

Era ayrosamente gallarda, magestuosamente hermosa, sin arte halagüeña, discreta sin presunción, sin afectación graciosa, por genio dulce, afable, accesible; […] de un entendimiento claro, de un juicio profundo, de unos pensamientos tan noblemente elevados, como religiosamente sometidos a la verdad en obsequio de la fe; de una voluntad recta, desembarazada; señora de sus actos, ordenada en sus afectos, no menos eficaz en la prosecución y amor del bien; […] de un corazón, igualmente que tierno, compasivo, misericordioso, magnánimo, generoso, regio; de una presencia de espíritu y grandeza de alma superior a su sexo; de una prudencia, en fin, consumada17.

La reina como mujer

La reina respondía básicamente a dos modelos de mujer, en ocasiones complementarios. Por una parte, la reina representaba la mujer femenina, dulce y bella, provista de virtudes como el talento, la imaginación, la ternura y la delicadeza; en palabras de Pérez Samper, la reina «encarnaba la cara amable y seductora de la monarquía, atraía la adhesión y fidelidad de sus súbditos, era admirada, respetada y amada»18. Por otro lado, la soberana se identificaba con la mujer masculina, el modelo de la mujer fuerte de la Biblia. En cada una de ellas predominaba una virtud: la soberanía de Sara, la providencia de Rebeca, la mansedumbre de Raquel, la fortaleza de Raab, la prudencia de Abigail, la justicia de Débora, la pureza de Susana, la gallardía de Judith, la piedad y devoción de Esther, etc.

La consorte es también vista como una reina heroína; es el caso de Isabel Farnesio, dotada de virtudes heroicas, como la fortaleza. Los sermones nos recuerdan que fue una mujer fuerte que sufrió la pérdida de su esposo, Felipe V, y vio morir a dos de sus hijos –María Teresa, la delfina de Francia y Felipe de Parma– y a su propia nieta, la archiduquesa Isabel de Borbón y Parma, cuando estaba a punto de ceñir la corona imperial austríaca. Pero, paradójicamente, fue una reina poco querida por los españoles. Aunque suele prevalecer un modelo sobre otro, a veces, algunas soberanas logran alcanzar el difícil equilibrio entre ambos. Fue el caso de María Luisa Gabriela de Saboya; por un lado, fue una mujer atractiva y fecunda, que «cautivó la voluntad del rey y arrastró la de todos sus vasallos»19. Al mismo tiempo, se convirtió en reina heroína durante la guerra de Sucesión española, pues, en su faceta de «mujer varonil supo vencer tanta borrasca»20, granjeándose el afecto del pueblo español.

La reina como esposa

La reina desempeña un papel absolutamente necesario en la continuidad de la monarquía. La boda de la pareja real aparece vinculada sistemáticamente con la función principal de un enlace regio, es decir, la fecundidad y la garantía de la perpetuación de la dinastía, singularmente cuando el esposo es el rey o el príncipe heredero. En este sentido, hay que entender que los acuerdos matrimoniales se realizaban por razón de estado, como un instrumento más de la política monárquica21.

La soberana, como toda mujer cristiana, pero mucho más como reina para garantizar el linaje era y debía ser una esposa casta y fiel. Era condición indispensable que la princesa destinada a reinar llegara virgen al matrimonio (símbolo de pureza), a no ser que fuese ya viuda. A partir de ese momento, se convertía en la fiel compañera de su marido, debiendo dar ejemplo de perfecta casada: era la primera vasalla y como tal debía ser sumisa y obediente a su esposo y rey22. En este sentido, la sumisión es uno de los valores tradicionales que, según los predicadores, han de regir el funcionamiento de cualquier sociedad perfecta, basada en el modelo piramidal. Según esta concepción, los criados deben ser sumisos a sus amos; los hijos a sus padres; las mujeres a sus maridos; todos al rey; y el rey a Dios23. Por eso es fundamental el papel de la reina como esposa, para demostrar su amor al rey, su marido. Como buena ama de casa, la reina también debía poner en práctica una serie de «virtudes domésticas», como las labores propias de su sexo, el cuidado y la administración de la casa y todo lo concerniente al hogar24.

La reina como madre

Además de mujer y esposa, la reina debía encarnar la maternidad de un modo ejemplar25. Su función más importante es la procreación, es decir, dar un heredero a la Corona, ya que es la única forma de garantizar la continuidad dinástica. Como madre de familia, la consorte debía tener muchos hijos, cuantos más hijos mejor, especialmente en una época de alta mortalidad infantil. A menudo, los predicadores elogian la figura de algunas reinas de la historia (Betsabé, Helena, Blanca y Berenguela) que han dado a los tronos Salomones, Constantinos, Luises y Fernandos, todos reyes sabios, virtuosos y santos. El objetivo que se desea es claro: mostrar la maternidad como modelo de inspiración a los súbditos para que aprendan a amar y obedecer al rey, pues la monarquía ha de permanecer unida en concordia.

Entre las principales obligaciones de la madre están la crianza y la educación de los hijos. En los textos impresos de reinas nunca faltan referencias a los valores maternales26, como el amor, la ternura y el cariño hacia su prole, pero también la disciplina y la rectitud. Desde el púlpito, también se predica sobre la importancia de la lactancia de los infantes e infantas a través del elogio de la mujer cananea, la Madre de Dios, que se encuentra presente en el Nuevo Testamento: «bienaventurados los pechos que te alimentaron»27 (San Lucas 11, 27). En sentido figurado, la leche maternal también significa la enseñanza elemental de la doctrina cristiana (1 Corintios 3, 2).

Sin embargo, las oraciones fúnebres mencionan también los casos de aquellas reinas que no han tenido descendencia (Luisa Isabel de Orleans, Bárbara de Braganza, María Josefa Amalia de Sajonia), en cuyo caso han de limitarse a vivir con resignación cristiana una circunstancia personal marcada por la frustración de no haber otorgado descendientes al rey28.

La reina viuda

También la reina fue un símbolo para las mujeres viudas29. En el siglo 18, contamos con dos ejemplos contrapuestos de mujeres que encarnaron la viudez: Isabel Farnesio30 y Luisa Isabel de Orleans. Sobre ambas, disponemos de relatos construidos por grandes y elocuentes predicadores que no dudaron en idealizar su figura. Así, el ilustrado y religioso agustino, Enrique Flórez, nos acerca a la última etapa de la vida de la reina madre Isabel Farnesio, que abandonó la vida cortesana y se retiró al Palacio Real de La Granja de San Ildefonso, en Segovia, para dedicarse a sus tareas privadas, a honrar la memoria de su esposo y a hacer el bien; entre otros actos de caridad, sobresalen los llevados a cabo con las viudas de los hombres al servicio de Felipe V31. El otro modelo, antitético, aparece encarnado por la figura de la consorte viuda y sin hijos, Luisa Isabel de Orleans. Los sermones impresos describen a una reina que practicó las virtudes cristianas en un convento de carmelitas descalzas de París durante algún tiempo, para después pasar al Palacio de Luxemburgo, donde perfeccionó la lengua latina para comprender mejor la lectura de la Biblia y demás libros espirituales32. La realidad fue bien distinta; tras enviudar de Luis I, en 1724, la reina quedó marginada del poder y de toda influencia. Apartada de la corte, fue devuelta a Francia, donde vivió sola y enferma hasta su muerte, en 1742, a los 32 años.

La reina cristiana

La religión es la piedra angular que vertebra todo panegírico, pues es el principio elemental del buen gobierno y la base y fundamento de toda sociedad. La reina debía ser la encarnación del bien: ser buena cristiana era su principal deber. En la soberana confluyen las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza); todas son cualidades del buen cristiano, pero también del buen gobernante33. Entre todas las virtudes, destaca la caridad, por la cual se ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. La caridad es desinteresada y generosa y tiene por frutos el gozo, la misericordia, la benevolencia y la paz. Solo así es posible entender esta práctica del bien, ejercida –dentro del marco cristiano– con los pobres, los presos, los niños expósitos, los enfermos y, de un modo particular, las niñas de los colegios que están bajo el patronato de la reina34. En este sentido, prevalece la imagen de la reina como «asylo de los menesterosos, consuelo de los afligidos [y] alivio de los necesitados»35.

La reina debía reunir otras virtudes: bondad, recato, piedad, generosidad, humildad, etc. Era protectora de sus vasallos, del reino, pero, sobre todo, de la fe, la religión y sus ministros. Las oraciones fúnebres reflejan, habitualmente, algunas costumbres profundamente cristianas de las reinas: oír misa diaria, confesarse, comulgar, rezar el rosario, leer libros devocionales, etc. Así, por ejemplo, María Josefa Amalia de Sajonia tenía por libros principales el Catecismo de la doctrina cristiana, de Ripalda, y la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales36.

Pero en la vida no todo son virtudes y la reina, igual que cualquier mortal, también tiene defectos «inseparables de la flaqueza humana»37. Por norma general, en los sermones, los defectos son silenciados o tienden a ser minimizados, dado que en la vida de una soberana virtuosa no tienen cabida los vicios. Solo unos pocos, los menos, se atreven a mencionarlos y como mucho dedican cuatro líneas imprecisas. Disponemos de tres casos documentados: el primero afirma que no le consta ninguno: «podrán, tal vez, haberse hallado en la balanza del santuario algunos defectos, que no conozcamos nosotros»38. Otro predicador dice que «si hubiere tenido algunas faltas que purificar»39, ya se encargará Dios de borrarlas por medio de la expiación. El último caso, aunque no especifica el defecto, justifica la actuación de la reina al decir que, a lo sumo, sus faltas se pueden comparar a los «defectos de juventud»40 de San Agustín de Hipona. Antes que hablar de defectos, para los predicadores resulta más sencillo citar las dificultades halladas en la consecución de la virtud. Y para ello suelen alegar que no es fácil vivir en una corte, «donde, como en todas las del mundo, el fausto, la pompa, los trenes, las galas, el luxo […], y lo que es más pernicioso, los theatros, las concurrencias promiscuas, las lisonjas de los áulicos»41, obstaculizan el camino de la virtud. Pese a todo, prevalece la imagen de una reina que siempre camina por la senda de la virtud, alejada de la vanidad.

Sabiduría y gobierno en la reina

La sabiduría, adquirida por la vía del estudio o la experiencia, constituye también otra cualidad destacada en una reina virtuosa. Esto se consigue mediante una buena preparación y amplios conocimientos en diversas materias: los idiomas, la historia universal, sagrada y profana, la filosofía, la geografía, la literatura y las artes, especialmente la pintura, la música y la danza. Hubo algunas reinas cultas y preocupadas por la cultura, como Bárbara de Braganza, muy aficionada a la música y conocedora de cinco idiomas: latín, francés, español, italiano y alemán, además de su portugués natal42. A menudo, se solía destacar también la habilidad de las reinas en las labores de manos. De la esposa de Carlos III, se nos dice que,

sin dar lugar al ocio […] ocupaba las horas todas del día […] en esparcir un poco el ánimo con alguna moderada recreación: en bordar y hacer bordar a las infantas preciosos ornamentos para el uso de iglesias pobres y en coser ropa para darla a los hospitales43.

En cuanto a la política, los predicadores discurrieron diversos argumentos para justificar el mayor o menor grado de responsabilidad de las reinas en el ejercicio de las tareas de gobierno. Claro está que no tiene la misma carga una reina propietaria, que una consorte o regente. El criterio suele ser unánime, en el caso de las reinas titulares: su misión es gobernar, pues algunas han logrado «el honor de la diadema con sus talentos y sabias disposiciones»44. En el caso de las consortes, los oradores coinciden al señalar que su función es permanecer al margen de los negocios de estado. Incluso se habla de la imprudencia cometida por aquellas que han osado hacerlo45. Es más, los discursos se refuerzan, a menudo, con citas de eminentes teóricos: «Platón dixo que era propio de los hombres el governar una república; y de las mugeres el govierno puro de una casa»46. Sin embargo, las féminas que contaban con el permiso de su marido podían asistir, en su compañía, al despacho universal del reino, como acostumbraba a hacer Bárbara de Braganza durante el reinado de su esposo, Fernando VI. Pero todo cambia cuando el ejercicio del poder recae en manos de la reina consorte en calidad de regente47. En estos casos, la justificación de su actuación al hacerse con las riendas del gobierno, en ausencia del rey, queda plasmada en los sermones. Es el caso de María Luisa Gabriela de Saboya, que desempeñó dos pequeños periodos de regencia (en 1702 y 1706) durante la guerra de Sucesión, ante la marcha de Felipe V a Italia. Este contexto de inestabilidad política aparece reflejado en un sermón fúnebre de la soberana, compuesto en 1714:

[…] conózcase, pues, nave combatida de trabajos nuestra serenísima reyna; nave agitada del tropel de furiosos vientos de contradicciones; quebrantada de confusas olas de amarguras; y por dezirlo de una, nave bien engolfada con repetidas avenidas de desechas tempestades, pero siempre tan constante, que triunfando su paciencia de las tormentas, podemos creer le conduxo con seguridad a puerto de salvación48.

La metáfora del barco, la navegación y el mar no era en absoluto novedosa. El barco es sinónimo de resistencia, estabilidad y gobernabilidad. Lo mismo ocurre con el reino y la mujer que dirige los designios de sus súbditos en ausencia de su marido. La reina es la personificación de la fortaleza y la constancia, capaz de vencer las adversidades en los momentos de «borrasca» y «zozobra».

El carácter político del elogio fúnebre adquirió mayor relevancia a partir de la segunda mitad del siglo 18. Esto se observa, principalmente, a inicios del siglo 19, tras la guerra de Independencia, en algunos sermones compuestos a la muerte de Isabel de Braganza. En ellos, la figura de Napoleón es claramente denostada («tirano de Europa» y «cruel Herodes»49) por la condición de enemigo de España y otras naciones europeas. Hay que recordar que la invasión francesa de Portugal precipitó la salida de la familia real lusa hacia Brasil. Por otro lado, en muchos de los sermones de María Josefa Amalia de Sajonia (1829) se percibe el alegato reiterado en favor de Fernando VII y la defensa de la monarquía absolutista.

Algunos símbolos y alegorías de la feminidad

Para la composición de sus panegíricos, los predicadores se sirvieron, a menudo, de numerosos recursos simbólicos (árboles y plantas, animales, astros, planetas, objetos, etc.) con el fin de realzar los aspectos propios de la feminidad regia. Es habitual encontrar, por ejemplo, infinidad de metáforas florales en las cuales la reina es representada mediante el lirio, la amapola, la rosa, el clavel, la flor de lis, la azucena, la margarita, etc. Cualquiera de estas flores se identifica con la belleza y la bondad, pero también con las virtudes regias: paciencia, fortaleza, justicia, esperanza50. La rosa, por ejemplo, es una flor hermosa que brilla y crece entre espinas. Y lo mismo sucede con la reina, que comparada con una rosa, progresa en la virtud, entre las tribulaciones. Otra metáfora recurrente es la del jardín y la habilidad del jardinero para hacer florecer su huerto, una idea tradicionalmente asociada al paraíso terrenal del cristianismo, pero también vinculada a la felicidad del reino y al buen gobierno de la monarquía. Asimismo, la abundancia se identifica con los frutos de la vid. Como ejemplo de árbol, cabe destacar el cedro del Líbano, por su altura y frondosidad, símbolo bíblico de crecimiento, fortaleza e inmutabilidad, asociado a la reina Bárbara de Braganza.

En los sermones, al igual que ocurre de forma visual en la emblemática, se percibe la aparición de diversas aves que se identifican con la figura de la reina: águilas, palomas, tórtolas, pelícanos, cisnes y el ave Fénix son utilizados para aludir a las virtudes fundamentalmente religiosas y maternales de la reina. Así, el águila cuenta con diferentes representaciones (águila bicéfala, águila real, águila imperial)51; el ave Fénix simboliza la inmortalidad; el pelícano representa la caridad y la redención52, etc.

Muy recurrente era el empleo de cuerpos celestes (el sol, la luna, las estrellas) en el discurso alegórico y las relaciones de poder. Así, la imagen solar se asociaba al rey y la de la luna a la reina, aunque no por ello se establecía un nivel de igualdad, dado que el sol era el astro determinante y la luna, el astro subordinado53. Pero, también era frecuente el uso de la metáfora solar aplicada sobre la figura inerte de la soberana para ejemplificar la luz y el esplendor de sus virtudes como modelo a imitar no solo en la corte, sino también en todo el reino. La luz solar podía ser aplicada de igual modo a la descendencia de la reina, como en el caso de la prole de Isabel Farnesio, al «ilustrar con los nativos rayos de sus lucientes hijos las cortes de Nápoles, Lisboa, Parma y Placencia, París, Turín, llegando hasta Viena el reflexo esplendor de sus lucidos nietos»54. También las constelaciones del firmamento jugaban un papel destacado en las alegorías regias. Tanto es así, que algunas reinas fueron identificadas con este fenómeno astronómico. Veamos el ejemplo de Luisa Isabel de Orleans, viuda de Luis I:

y si ay una constelación en la esfera, a quien llaman los astrólogos Corona de Ariadna, los españoles confiaron fuese del mismo nombre doña Luisa de Orleans, con cuyos influxos administrase el «hilo de oro», para salir en caso de ofrecerse, de «laberintos» políthicos55.

Como se observa en este fragmento, los predicadores no dudan en recurrir a la mitología clásica y a la astronomía para alabar la figura de la reina difunta; y es que la Corona de Ariadna es una constelación boreal compuesta por estrellas que dan forma a una especie de corona que los griegos atribuyeron a la princesa Ariadna, hija de Minos, rey de Creta, que con gran astucia y un ovillo de hilo ayudó a su enamorado, Teseo, para que pudiese hallar el camino de salida del Laberinto, tras haber matado al Minotauro.

Otro símbolo que siempre está presente en los discursos es la diadema, como joya femenina en forma de media corona abierta por detrás56. Como atributo de los dioses de la Antigüedad, el uso de coronas de ramas de árboles estuvo muy extendido entre las mujeres griegas y romanas para adornar sus cabellos. Con el tiempo, la diadema será asumida como virtud en una mujer gobernante; y también la tiara, como distintivo de la autoridad real. Los predicadores se valen del término «diadema» para ejemplificar las diferentes virtudes: diadema de piedad, diadema de paciencia57, etc.

En suma, el sermón ha de ser entendido como un vehículo de adoctrinamiento religioso, pero fundamentalmente político e ideológico, ya que su concepción, en este caso, se orienta al servicio de los gobernantes y forma parte de la maquinaria propagandística en la exaltación de los valores dinásticos y monárquicos.

De forma especial, la oración fúnebre de la reina sirve para ensalzar su figura como modelo y ejemplo de mujer virtuosa y buena cristiana, buscando inculcar los valores del catolicismo a través de la ejemplaridad como esposa, madre, etc.

Los discursos y sermones, que, a menudo, suelen basarse en la exageración de las bondades y atributos de la reina, permiten reconstruir la imagen propia de la feminidad a través del análisis de virtudes asociadas a símbolos y metáforas (flores, astros, joyas, etc.) para establecer una identidad asignada al papel de las reinas consortes. Estos textos, inmovilistas y conservadores, son el producto del modelo ya existente con anterioridad y en consecuencia no admiten la introducción de novedades significativas. Al mismo tiempo, ofrecen una imagen idealizada que no siempre se corresponde con la realidad, pero contribuyen a perfilar y fortalecer un patrón de mujer cercana al poder.

Referencias

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  • 1López-Cordón Cortezo, 2000; Pérez Samper, 2005, p. 275-307.
  • 2Borgognoni, 2019, p. 353-377.
  • 3La construcción de la imagen de las reinas a través de los sermones fúnebres puede verse en Isabel Mendes Drumond Braga (2015, p. 38-59).
  • 4López López, 1994, p. 197-222; Azanza López, 2011, p. 175-194.
  • 5Urrejola Davanzo, 2012, p. 219-247.
  • 6Como ejemplo de oda y epicedio, señalamos Ignacio López de Ayala (1766) y Mariano Tamariz Moure (1819).
  • 7Varela, 1990.
  • 8Allo Manero (2004, p. 39-94); Torremocha Hernández (2005, p. 339-356); Quijada Álamo (2014, p. 97-121).
  • 9Chacón Torres de Navarra, 1758, p. 25-28.
  • 10Aguado, 1819, p. 8.
  • 11Varó, 1742, p. 15.
  • 12Navarro, 1759, p. 21.
  • 13López-Cordón Cortezo, 2007, p. 117.
  • 14García, 1758, p. 9.
  • 15Trinchería, 1760, p. 8.
  • 16Govea y Ágreda, 1819, p. 14.
  • 17González, 1760, p. 9-10.
  • 18Pérez Samper, 2005, p. 290.
  • 19Flórez, 1790, p. 1.000.
  • 20Pomar, 1714, p. 40.
  • 21Bourgade, 2000, p. 224. González Cruz, 1997, p. 227-261.
  • 22Govea y Ágreda, 1819, p. 16.
  • 23García Zamora, 1819, p. 39.
  • 24Torremocha Hernández, 2015, p. 181-210.
  • 25Rodríguez Salgado, 2003, p. 71-98.
  • 26La protección y los cuidados maternales sobre los hijos son cuestiones que están siempre presentes en los sermones de reinas de otros lugares (Clément, 1747, p. 35).
  • 27García Zamora,1819, p. 43.
  • 28Franco Rubio, 2005, p. 514.
  • 29Calvo Poyato, 2002.
  • 30La figura de la reina madre viuda puede verse en María Ángeles Pérez Samper (2007, p. 30-32).
  • 31Flórez, 1970, p. 1.019-1.020.
  • 32Varó, 1742, p. 32-34.
  • 33Pérez Samper, 2005, p. 295.
  • 34La labor benéfico-asistencial se observa también en Diego Quijada Álamo (2019, p. 74-75).
  • 35Vargas, 1766, p. 3.
  • 36Rodríguez de Carassa, 1829, p. 29-33.
  • 37Pastor, 1829, p. 16.
  • 38Aguado, 1819, p. 19.
  • 39García Zamora, 1819, p. 56.
  • 40Pastor, 1829, p. 17.
  • 41González, 1760, p. 25.
  • 42Franco Rubio, 2005, p. 497-521.
  • 43González, 1760, p. 29-30.
  • 44Cos y Soberón, 1829, p. 9.
  • 45Varela, 1829, p. 34-35.
  • 46García, 1758, p. 13.
  • 47López-Cordón Cortezo, 1998, p. 49-66.
  • 48Pomar, 1714, p. 40.
  • 49Aguado, 1819, p. 6 y 10.
  • 50Monteagudo Robledo, 1995, p. 149-151.
  • 51Rodríguez Moya, 2013, p. 58-75.
  • 52Cancelas Ouviña, 1992-1993, p. 72.
  • 53Mínguez Cornelles, 2001, p. 109-154; 1993, p. 29-46.
  • 54Vargas, 1766, p. 10.
  • 55Varó, 1742, p. 6.
  • 56Sobre joyas de reinas pueden verse los siguientes trabajos de Amelia María Aranda Huete (2001), Luísa Penalva (2000, p. 112-130) y Isabel Escalera Fernández (2020, p. 1.382-1.390).
  • 57Navarro, 1759, p. 13 y 19.
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