Realizado gracias al proyecto HAR-2016/75899P del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España. Agradezco a Margarita Torremocha (Universidad de Valladolid), la oportunidad de participar en esta publicación.
Esta contribución estudia situaciones límite para cualquier mujer y desde luego para las que vivieron en la Edad Moderna. Se trata de los estupros o violaciones, los matrimonios inciertos, cuando la mujer no sabía claramente si estaba casada según ordenaba la Iglesia, y los desafillamientos, que como su nombre indica deshacían el lazo materno-filial. Me centraré en el Aragón de los siglos 16 y 17. Las fuentes son procesos criminales del Archivo Diocesano de Zaragoza (ADZ) y protocolos notariales del Archivo de Protocolos de esta ciudad (AHPNZ), además de las editadas en colecciones documentales. La elección de situaciones límite para la mujer se pondrá de manifiesto a través de estudios de caso, que se pueden considerar excepcionales, aunque en absoluto únicos. Más bien al contrario, son muestra de circunstancias en las que podía verse envuelta la mujer.
El tema del estupro, crimen de especial gravedad para la mujer, ha sido estudiado, entre otros, recientemente en un libro coordinado por Margarita Torremocha y Alberto Corada1. En él se van repasando distintos aspectos relativos a este atentado contra el sexo femenino en el marco temporal de la Edad Moderna. Las diferentes contribuciones analizan el delito desde la perspectiva castellana, aragonesa, portuguesa e italiana y son de notar las diferencias en la consideración de este crimen por parte de unos y otros territorios. En Aragón, se trataba de un delito de violación de mujer doncella (virgen), ejercido con violencia, condición que había de demostrar la muchacha con todo género de detalles y en tiempo limitado, un día después del ultraje padecido. Era juzgado por la justicia ordinaria –desde la justicia de aldea a la Audiencia Real– y por los tribunales diocesanos. Así pues, virginidad y violencia, fueron las características fundamentales para enjuiciar este delito. Con el tiempo fue adquiriendo otras connotaciones. La más importante tuvo que ver con la aceptación del argumento del engaño como factor inductor del crimen, generalmente relacionado con la promesa de un futuro matrimonio. La mezcla del estupro con delitos como el rapto y la influencia castellana, cuyo derecho criminal invade el aragonés desde el 18, explican esta transformación2. Sin embargo, el 18 no solo trajo este cambio. Las voces de los ilustrados se alzaron contra la pena a pagar por el violador, –prisión tras la denuncia hasta la resolución del proceso y embargo de bienes–, presumiendo un aprovechamiento de la situación por parte de la mujer ultrajada. El informe de Meléndez Valdés, que formaba parte del solicitado a los fiscales por Carlos III en 1795, aclara mucho sobre la escasa sensibilidad ilustrada en relación a lo femenino, compartida por otros muchos de sus colegas. Los informes recabados llevaron a prohibir la pena de cárcel para los acusados de estupro, a quienes consideraron indefensos ante la que entendían interesada denuncia de la mujer3.
Sin embargo, no todos fueron de esta opinión. Curiosamente dentro de los informes de los fiscales territoriales, uno de los procedentes de la Audiencia aragonesa fue mucho más considerado con la mujer. Así, frente a Meléndez Valdés y otros, y aun atendiendo a los posibles fraudes que pudieran cometerse, hacía la siguiente reflexión:
¿Y qué razón ni justicia havrá para que, teniendo las leyes las puertas abiertas para el recobro de los bienes de fortuna, se cierren a una tan sola infeliz que tubo la desgracia de sucumbir a las sugestiones de un malvado, que la seduxo con promesas de casamiento? Una injusticia como esta en la balanza del bien público prepondera a los inconvenientes de muchos inocentes, arrastrados a las cárceles por las solaperías de una disoluta. Y este es el verdadero pesso que debe afinar un legislador4.
Es tentador poner en relación este planteamiento con la tradición aragonesa de los siglos 16 y 17. Quizá tuvo algo que ver. En efecto, durante estos siglos, avanzó considerablemente en Aragón la persecución de delitos considerados especialmente graves, entre ellos el del estupro, tipificado en los fueros desde 1247. En tiempos de Fernando el Católico, las cortes de 1510 crearon una figura fiscal de enorme importancia, el procurador astricto, con el fin de que crímenes de esta naturaleza no quedaran sin castigo5. Este oficial, presente en todos los municipios aragoneses, se encargaría de denunciar el delito de violación ante el tribunal ordinario competente y ello independientemente de que lo hiciera la víctima o sus parientes, de manera que por indefensión, vergüenza o dejación el estuprador quedara sin su pena. Ello fue especialmente importante en los casos de víctimas indefensas (huérfanas, pobres, niñas, etc.) ante delincuentes relevantes.
Añadida a esta importante figura fiscal, otro logro en la persecución de este delito en el Aragón del quinientos fue la imposibilidad para el acusado del recurso a la vía privilegiada, norma aprobada en 1592. En efecto, en Aragón existía la posibilidad de zafarse del castigo haciendo uso de los múltiples recursos existentes en los fueros, enormemente garantistas en la persecución del crimen. Desde el año citado, y concretamente para delitos como el estupro, el presunto violador no podrá hacer uso de estos recursos forales y tras la denuncia se le conducirá a prisión hasta sentencia definitiva6. En 1646 se produjo otro logro: los tribunales inquisitoriales aragoneses quedaban privados de la posibilidad de juzgar a quienes, de entre sus filas, hubieran cometido este delito, que habrían de responder ante la justicia ordinaria, como el resto de delincuentes7.
Así pues, durante los siglos 16 y 17, las cortes aragonesas se esforzaron por legislar contra los violadores, insistiendo en la maldad del delito, calificado de atroz, poniendo en manos de oficiales específicos su denuncia y persecución. El 18 no fue de este parecer. Más bien al contrario, la mujer pasó a ser sospechosa y el hombre víctima del engaño. Favorecedor de este sentir, el secreto, que algún corregidor aconsejaba en estas situaciones por evitar según él males mayores8.
No obstante estas medidas, los hombres buscaron la manera de zafarse del castigo inmediato de cárcel y de la obligación de casarse o resarcir a la doncella dotándola para el matrimonio, como prescribía la ley. Y en la búsqueda de estas maneras es donde se descubren situaciones límite para la mujer.
Una de ellas, probablemente frecuente, era el abuso que muchas criadas padecían en casa de sus amos, que por distintos medios intentaban silenciar a la víctima.
El 6 de julio de 1546, ante el notario zaragozano Mateo Villanueva, compareció una muchacha llamada Gracia, de 20 años, criada en la casa de un importante ciudadano de Zaragoza9, y le solicitó que en su protocolo diera fe de un acto público, es decir de una declaración ad futuram rei memoriam, sobre lo acontecido en su persona, aquella misma mañana10.
Según declaró, estaba amasando pan en la casa en que servía, cuando de forma inesperada tuvo el siguiente accidente: al apoyarse en una mesa para alcanzar un cedazo, se le movióla mesa «y se tubo con el un pie arriba y el otro abaxo y un spedo (hierro largo), que estava arrimado a dicha mesa, se le puso de punta por la natura adentro arta parte del y le salió grande cantidat de sangre».
Para probar con mayor cumplimiento lo acontecido, Gracia presentó dos mujeres como testigos de lo sucedido. Una compañera suya, criada en la misma casa, llamada Anna Lagasca, quien contó cómo vio a Gracia subir a la masadería y al poco la sintió llorar, momento en el que corrió a ayudarla, «y allola sola». La otra testigo fue una comadre, que acudió a la casa por mandado de don Miguel de Ara, el amo, evidentemente con premeditada intención.
¿Qué podía hacer Gracia en esta tesitura? Poco, sin duda. Refleja bien este caso lo que podía acontecer a muchas chicas, criadas en casa de gente honrada como ese ciudadano, que lograba transformar un acto miserable en una escritura que le salvaba de todo compromiso y que preservaba su honorabilidad. Hay que decir que el notario, que redactó semejante escritura, también pertenecía a la ciudadanía y que los testigos del acta notarial fueron Lorenzo Villanueva, familiar del notario, y don Miguel de Ara, quien de este modo evitó responder por el delito.
En este caso, sin embargo, existió con el tiempo cierta satisfacción. En 1791, hay un Juan Antonio de Ara, de parecida condición y probablemente familiar del de 1546, al que una mujer, en similar situación que Gracia, reclamó el reconocimiento de su hija. Fue esta última quien finalmente lo consiguió en 1803. En adelante se llamaría Rosa de Ara Lasmarías11.
La autoconsiderada impunidad nobiliar ante este delito, que había de satisfacerse según la ley, ponía de manifiesto toda una serie de confabulaciones, cuya víctima final era la mujer, obligada por las circunstancias a consentir en actuaciones como la siguiente:
En mayo de 1559, Juan de Zamora, vecino de Zaragoza, se obligó ante notario a lograr que su amigo, un tal Miguel Angel, italiano, preso en la cárcel del lugar de Fuentes (Zaragoza), se casara por palabras de presente en facie eclesiae, con María Montayana en cuatro días. De no lograrlo, Juan Zamora se comprometía a satisfacer a la mujer con 500 sueldos. Según se explica en el acto notarial, la voluntad de María es «que sea vuestro marido y deseáis casaros con él» y, en opinión del amigo, «yo tengo por cierto que se casará con vos», el italiano parece que no se oponía al enlace. Según esto, el compromiso de Juan Zamora a pagar a la chica no tiene demasiado sentido. En la escritura, sin embargo, aparece otro personaje que quizá sea el causante de esta violación: el conde de Fuentes, dueño de la jurisdicción del lugar en que ha acontecido el crimen: «y assí casándoos vos (María) con él (italiano) es contento el señor conde de Fuentes», apunta el notario.
Así pues, una circunstancia terrible en la que la mujer no tiene otra salida que consentir en el arreglo en el que intervienen dos hombres, obligados a su vez por el conde de Fuentes que con toda probabilidad es el causante del problema. Para salvar su honorabilidad, el conde carga la culpa al italiano, a quien tiene preso y promete liberar si se casa con la moza, y compromete/obliga al amigo en el pago de los 500 sueldos a la mujer, quien se encuentra en la tesitura extrañísima de tener que aceptar estos tratos con apariencia de justicia12.
En ocasiones la situación límite de la mujer, la llevaba a ser cómplice de estratagemas como la siguiente. Según declaró un mancebo, llamado Pedro de Orideano, en los primeros días de septiembre de 1560, una mujer zaragozana llamada Joanna Valero, le solicitó que se pasara por su casa. Una vez allí, la moza le insistió en que se quedara a dormir con ella. Acostados, al poco llegaron a la casa dos hombres llamados Joan Villar y Joan Royo, vecinos de la ciudad, acompañados de unas diez personas armadas. Una vez dentro, uno de ellos, elevando la voz, preguntó a la moza quién estaba con ella y levantó la ropa de la cama, encontrando al muchacho al que reclamó que se casara con ella so pena de muerte. Pedro de Orediano tuvo miedo y contestó positivamente al requerimiento. Entonces, uno de los asaltantes, tomó una vara y sobre ella obligó a ambos a jurarse matrimonio. Asustado el muchacho con el compromiso contraído, el 6 de septiembre denunció el caso ante la corte eclesiástica, solicitando que el casamiento, «si matrimonio se puede decir», fuera revocado, puesto que lo había hecho «por fuerça y contra su voluntad», por temor a que lo matasen13.
Sobre cuál fuera la realidad del caso, se puede pensar bien un acuerdo entre la moza y la cuadrilla armada o uno de sus componentes, quizá el estuprador, para utilizar la ignorancia pero también el deseo carnal del mancebo, bien que la muchacha, ayudada por esta gente, lograba finalmente que el joven se responsabilizase de un encuentro sexual anterior con ella. En todo caso, lejos de suposiciones, lo cierto es que describe una situación límite para la mujer, que se ve obligada a utilizar todos los medios a su alcance para lograr amparo a su difícil estado.
En definitiva, si bien los fueros aragoneses de los siglos 16 y 17 procuraban que los hombres pagaran por el crimen de violación cometido, frente a un siglo 18 mucho más complaciente con el género masculino, en ocasiones la realidad era otra. Mujeres como las citadas se vieron en la situación de aceptar componendas de sus amos, cuya ascendencia no podían obviar, o de entrar en tramas picarescas con el fin de lograr que alguien se hiciera cargo de su complicada vida.
Otra de las situaciones límite para la mujer era el no saber si realmente las acciones en las que se había visto envuelta eran o no constitutivas de matrimonio. ¿Realmente estoy casada?, sería la pregunta que muchas se harían sobre todo en el periodo de asentamiento de las disposiciones de Trento, las cuales tardaron mucho en ser comprendidas y asimiladas por las gentes de la modernidad.
En relación con ello, hay que decir que la Iglesia no lo ponía nada fácil. Es conocido que los establecimientos del Concilio de Trento sobre el matrimonio, que hay que conectar con toda una serie de disposiciones que se vinieron aprobando desde siglos antes14, eran harto complicados y que desde luego podían confundir a la gente común. Muchos no sabían si se habían casado una vez otorgadas las palabras de futuro, si una vez dadas las de presente o si habían de esperar hasta recibir las velaciones o bendiciones nupciales. Como es bien conocido, los trámites establecidos en Trento eran los siguientes: palabras de futuro también denominadas esponsales; amonestaciones, llamadas asimismo moniciones, denunciaciones o proclamación del matrimonio; palabras de presente y, al tiempo o seguidamente, celebración matrimonial in facie eclesiae o misa nupcial y el último paso, el de las bendiciones o velaciones, que permitía al fin la comunicación sexual. La multiplicación de pasos, que evidentemente confundía a la generalidad de la población, y que no parece que el clero controlara totalmente, llevó a los propios obispos a aclarar en qué consistía exactamente el matrimonio. En 1627, el obispo de Teruel, Fernando Valdés, escribió:
Que el cura párroco les diga a los que se quieren casar que el sacramento del matrimonio se celebra quando, en presencia del cura y de los otros testigos, los contrayentes consienten en el matrimonio por palabras de presente y no quando vienen a recibir las bendiciones nupciales, porque aquéllas son instituidas por una santa ceremonia y solemnidad de la Iglesia15.
Está claro que las incertidumbres en torno al tema fueron mayores en los años previos e inmediatamente posteriores al Concilio, aunque ya anteriormente se manejaban toda una serie de conceptos que finalmente confirmaría Trento. En el periodo señalado tuvieron lugar uniones de pareja, sobre cuya validez ni siquiera estaba seguro el clero más formado, pero que a la población y más concretamente a la mujer, que siempre podía salir más perjudicada, le crearon con toda seguridad periodos de gran desasosiego.
Fueron por ejemplo los casos en que la unión de la pareja se fundamentaba en las palabras de futuro, uno de los pasos del compromiso entre un hombre y una mujer. Como bien se ha señalado en múltiples trabajos, las palabras de futuro o esponsales implicaban una promesa de matrimonio de gran trascendencia, cuya ruptura conducía a múltiples problemas judiciales y religiosos16. Lo más grave del caso es que, en el contexto de los cambios existentes en el asentamiento del sacramento matrimonial y de las polémicas que se cruzaban entre las familias acordes o en desacuerdo con las parejas elegidas por sus hijos, se trataba de compromisos que ni los curas tenían la certidumbre de su significado y alcance. Un proceso criminal de la diócesis de Zaragoza de 1556 explica bien estos asuntos.
El proceso fue contra Juana de Uxue, hija del ventero de Coscón, un lugar cercano a Zuera (Zaragoza), denunciada por Oger del Ferrero, un francés que pretendía haber tenido con Juana palabras de matrimonio. Entendía que ella y su familia habían transgredido el compromiso de casamiento17.
Oger del Ferrero, natural de una localidad del Bearne, se había establecido en Zuera hacía ya años, como muchos de sus compatriotas que buscaban en el país hispano una forma de vivir18. Era pastor, probablemente al servicio de algún ganadero zaragozano, y andando por los caminos había establecido contacto de cierta amistad con Juan de Sandue, alias de Uxue, padre de Juana, que era labrador y ventero de Coscón, donde algunos de los que trabajaban por la zona recalaban para suministrarse de alimentos e incluso para que les sirviera de caja donde guardar sus ahorros. Fue así cómo conoció a Juana, con la que el día de San Martín, 11 de noviembre de 1555, intercambió palabras de matrimonio, jurando ante los santos evangelios, besándose y abrazándose después como marido y mujer. Los testigos que presenciaron este compromiso fueron la criada de la venta, Juana de Albinas, y Juan Vasco, pastor y amigo de Oger. Tras «un ratico» de celebración, los dos pastores volvieron a sus ganados.
A pesar de estas palabras, poco tiempo después Juana de Uxue se comprometió con un tal Antonio de Torres, hermano o hermanastro de la madrastra de Juana. Según testificó la criada, encargada de Juana desde los tres añitos, enterada la madrastra del compromiso con Oger, mandó llamar a un cura (de Villanueva de Gállego) ante quien se juramentaron o casaron Juana y Antonio, en presencia de su madrastra y de Pedro el leñador.
Así las cosas, Oger de Ferrero denunció a Juana ante la corte eclesiástica y luchó por el reconocimiento de su matrimonio, lo cual motivó un proceso en el que merece la pena detenerse. El argumento defendido por su procurador fue que Juana y Oger habían contraído matrimonio legítimo por palabras de presente, en presencia de personas fidedignas y jurando a Dios y los Evangelios. Que Oger era buena gente y que Juana había sido inducida a no efectuar el matrimonio en faz de la Iglesia por la mala voluntad que le tienen al mozo. Presentó a varios testigos, algunos de origen francés y amigos, otros conocidos pero sin gran relación con Oger «más de quando se topa con él vays con Dios». Preguntados, coincidieron en que Oger era trabajador y cabal persona. De los testimonios favorables a Oger sobresalen las deposiciones de la criada Juana Albinas y de Juan Vasco, testigos presenciales del cruce de palabras entre los presuntamente casados. La criada refirió lo acontecido en la venta entre la pareja y añadió que advirtió a Juana de Uxue cuando su madrastra pretendió casarla con el otro pretendiente. Según su testimonio le dijo: «mira lo que haces, questás casada con Oger de Ferrero». A lo que la chica respondió: «pues qué queréis que yo haga, que mi madrastra me maltrata». Lo mismo hizo Juan Vasco, quien abundó en lo que se decía en el pueblo y entre los parientes de Juana: «cómo la madrastra lo revuelve todo porque se case con un hermano o hermanastro suyo». Hay que referir el testimonio de Martin de Recordín, labrador, quien relató que Roger y Juana habían acudido al guardián del monasterio de San Francisco de Zaragoza para que les «desengañase acerca del casamiento». Según este testigo, el guardián les interrogó y ambos manifestaron que dieron su consentimiento a que «nos tomaríamos por esposos».
El procurador de Juana insistió en que el guardián de San Francisco les desengañó, pero en un sentido diferente. Interrogados, «cada qual de ellos por sí, dixiese las palabras que entre ellos habían pasado», les aseguró que se trataba de palabras de futuro y que no era matrimonio. De ahí que Juana se casara con Antonio Torres y se encontrara embarazada. Además, hizo hincapié en la catadura moral de los testigos presentados por Oger –la criada, borracha, y Juan Vasco, hombre de mala fama y vida– y en la del propio Oger: era francés, de una localidad del Bearne, donde se había casado hacía diez o 12 años y donde dejó un hijo; de una condición social muy inferior a la de Juana de Uxue, con la que, engañándola, había celebrado un matrimonio clandestino, aprovechándose de la amistad con el padre de la chica.
El tribunal llamó a diferentes testigos y les interrogó acerca de las cédulas presentadas por ambos procuradores. Sus testimonios se inclinaron hacia una u otra de las partes. El francés Joannes de Aux, aclaró que Oger de Ferrero no era el descrito, sino un chico francés sin compromisos previos y buen trabajador. Pero lo más importante que declararon los testigos se refería a las dudas generadas en torno a si las palabras intercambiadas entre la pareja eran o no constitutivas de matrimonio. Para ello se explayaron en las consultas realizadas a los monjes del monasterio de San Francisco de Zaragoza, adonde se dirigieron los protagonistas de la historia para cerciorarse del significado de su compromiso. Los testigos manifestaron que el problema estaba en las palabras, si eran de futuro o si eran de presente. Uno de ellos, Pedro Navarro comentó el enfado de Oger cuando el guardián del monasterio, don Francisco de Mendoza, tras escuchar a las dos partes y lo que entre ellos aconteció, dijo «no eran palabras de presente». Otro, sin embargo, deposó que nunca dijo el guardián que aquellas palabras no fueran matrimonio «antes bien, quedó en dubio por las muchas palabras que habían pasado». Un tercero añadió información: el vicario de Nuestra Señora del Pilar había afirmado que aquello no era matrimonio y que la acusada, Juana, se podía casar con quien quisiera. Por su parte, el guardián de San Francisco anotó las palabras que se habían dado entre ellos y les indicó que «las llevasen a personas letradas para que determinasen si era casamiento o no». Y en efecto, al parecer fueron consultados algunos de los más importantes juristas zaragozanos de entonces, Andrés Serveto de Aniñón Martín de Orera y Miguel Don Lope, quien opinó que no era matrimonio19.
Finalmente, en diciembre de 1556, un año después del comienzo del proceso, la corte eclesiástica dictó sentencia a favor de Oger: «Declaramus […] fore et ese contractum verum leggitimum et indubitatum matrimonium». La sentencia añadía el requisito de que este verdadero matrimonio había de ser solemnizado in faccie ecclesiae. El procurador de Juana de Uxue, que fue condenada a pagar las costas, apeló incluso a Roma, pero no obtuvo respuesta.
En definitiva, el proceso describe a la perfección las dudas en torno a cuándo se podía decir que había o no matrimonio, los cambios de pareceres y sobre todo la inseguridad eclesiástica. Y mientras, una mujer al límite de los nervios.
Justo después del Concilio de Trento, las cosas no habían mejorado. Siguieron los casos en que la unión de la pareja se fundaba en lo que denominaban juramentarse ante notario, procedimiento que tiempo atrás la Iglesia reconocía pero que terminó persiguiendo. El caso de Catherina de Arellano, que acusó a su marido por abandono ante el tribunal diocesano de Zaragoza en 1575, permite comprobar este tipo de hechos y la escasa certeza ofrecida por la Iglesia.
Se había juramentado con Juan Ribera, ante un notario de Zaragoza, en torno a 1569. Desde entonces vivían como marido y mujer. Posteriormente la pareja se había amonestado, pero todavía no habían celebrado su unión en la Iglesia. En 1575, el novio pretendió romper el compromiso y, alegando que Catherina era una cantonera, solicitó del tribunal eclesiástico licencia para casarse con otra mujer. El 10 de septiembre de 1575, el tribunal eclesiástico liberó a Juan Ribera del juramento de contraer matrimonio con Catherina, no obstante las disposiciones del Concilio de Trento, y le concedió licencia para contraer matrimonio libremente con quien prefiriera. Consecuentemente, el 7 de octubre de 1575 el procurador fiscal eclesiástico, parte en la acusación contra Ribera, se apartó del caso. Sin embargo, bien porque la resolución planteara dudas, bien porque Catherina persistiera en la acusación, la corte diocesana reconsideró el tema y finalmente Juan Ribera fue condenado a oír misa nupcial, según ordenaba Trento, con Catherina de Arellano «su legítima mujer»20.
En los siglos 17 y 18 se siguieron dando presuntos casamientos con palabras de futuro o juramentos ante notario, sin cumplir los requisitos establecidos por la Iglesia para el matrimonio. En este tiempo, ya asentado Trento, lo que las parejas intentaban con estos mecanismos era evadir la oposición de los padres a su matrimonio.
La tercera de las situaciones estresantes para la mujer fue la relacionada con los desafillamientos, que consistían en desahijar al hijo: en 1520, María López, viuda, desafilló a su hijo, «que desta ora delante no lo quería aber por fixo, antes bien dixo […] tenía al dicho Ximeno Gil por hombre estrangero». No se trataba de abandonarlo o entregarlo a otra familia, situación sin duda penosa y frecuente en la Europa del Antiguo Régimen. Tampoco era sinónimo de desheredamiento, aunque generalmente el hijo desafillado no heredaba a no ser ab intestato. El desafillamiento era otra cosa. Se trataba de un procedimiento que permitía que los progenitores dejaran de ser legalmente padres de sus hijos.
El desafillamiento fue propio de la legislación aragonesa21. Desde el siglo 12 en fueros locales, pasó en 1247 a la compilación foral del reino. La influencia progresiva del derecho romano contaminó este fuero con el de desheredamiento («De exheredatione filiorum»), pero alguna de las observancias, normas también forales, conservaron su primigenio sentido como la titulada «Ne pater vel mater pro filio teneatur» («Ni el padre ni la madre respondan por el hijo»)22. Esta observancia contiene la clave de esa figura foral: «Item, de consuetudine Regni non habemus patriam potestatem». Es decir que si en Aragón se podía desafillar era porque en este reino no existía patria potestad al estilo romano. Esta tradición foral ha llegado hasta nuestros días: en el Código de Derecho Civil Aragonés actual se habla de autoridad familiar, mientras que en el Código Civil Español se prefiere patria potestad23.
Se tiene constancia de desafillamientos hasta el primer cuarto del 17, si bien entonces la figura había decaído en beneficio del desheredamiento. Se trataba de un acto público entre vivos y había de hacerse ante notario o juez.
El desafillamiento lo llevaban a cabo los padres conjuntamente o por separado una vez viudos. En el primer caso, desconocemos hasta qué punto la madre podía ser arrastrada por una decisión paterna. Petriz Abarca, en 1452, redactó la escritura y prometió «fer loar y aprobar a su muller […] todo lo aquí contenido». De la misma manera, resulta extraño que en 1535 el tejedor Domingo de Vic y su esposa María de Arce desafillaran a sus seis hijos por «deshobedientes, virgulosos y escandalosos»24. Se puede también dudar del papel de la mujer casada en segundas nupcias y con hijos del anterior matrimonio mal avenidos con el padrastro. De responsabilidad única de la mujer son los casos de la madre viuda. Mal comportamiento social («no spero sino que me traygan cada dia del algunas malas nuevas»), desatención y maltrato («me deshonra y me tracta mal de palabra y de fechos») y desobediencia en la elección de pareja fueron las razones alegadas por la madre viuda25.
Pero había más. Aunque el título de la observancia Ne pater vel mater hacía referencia a padre y madre, el contenido se dedica esencialmente a la madre viuda, con la finalidad de proteger su hacienda de los desmanes del hijo, posibilitando con el desafillamiento que no tuviera que responsabilizarse de sus crímenes, como era su obligación, a no ser que el hijo estuviera casado.
Y en efecto, así fue utilizada. Incluso forzando la norma, el desafillamiento podía esconder una especie de alzamiento de bienes en beneficio del hijo y, consecuentemente, de la propia madre. En 1529, Pedro del Pont vendió todos sus bienes a su madre viuda, Juana, que seguidamente y ante el mismo notario lo desafilló «para que de aquí adelante no tenga […] parte alguna en mis bienes más que si fijo mío no fuese», arguyendo mal comportamiento, desobediencia y maltrato. En 1533 y ante un notario diferente, Juana revocó el desafillamiento efectuado de Pedro del Pont26. Así pues, no todo era malo en esta situación que en principio se puede percibir como desesperada para la mujer.
Mujeres al límite recoge algunas de las situaciones que se pueden entender angustiosas para la mujer en el marco aragonés de los siglos 16 y 17. Ser violada, tener que demostrar la virginidad previa y la violencia masculina, ser consciente del aprovechamiento del amo, aceptar o buscar arreglos extraños con el fin de encontrar cobijo eran situaciones enormemente penosas para la mujer. ¿Haberse dado palabras de matrimonio de futuro?, ¿de presente?, tener la incertidumbre del acuerdo de pareja realizado sin que la Iglesia lo supiera resolver, mientras la madrastra o los parientes obligaban a otro casamiento. Desafillar a un hijo por desobediencia, por malos tratos, por mala vida y desde entonces tenerlo por extranjero. Es difícil ponerse en la piel de estas mujeres que, no obstante, tenían ciertos recursos a los que acudir. Porque todas estas circunstancias se contemplaban en la legislación aragonesa de los siglos 16 y 17, que podía ayudar a la mujer. Otra cosa era el manejo de los hombres para salir impunes y las complicadas normas de la Iglesia en materia matrimonial.
Código de Derecho Foral de Aragón, Boletín Oficial de Aragón 29-3-2011, artículos, 63-65, 71-73 y 90.
Jarque Martínez Encarna, 2018, «Y sobre todo pido justicia. El delito de estupro en Aragón (Siglos XVI y XVII)», en
Archivos
Archivo Histórico Protocolos Zaragoza:
Alfajarín Juan de, 1533;
Arruego Juan de, 1529;
Malo Bartolomé, 1559;
Oseñaldes Antonio de, 1535;
Sancho Pedro, 1560;
Villanueva Mateo, 1546.
Archivo Diocesano de Zaragoza:
Procesos Criminales, C-28/14 y C-36/10.
Esta contribución estudia situaciones límite para cualquier mujer y desde luego para las que vivieron en la Edad Moderna. Se trata de los estupros o violaciones, los matrimonios inciertos, cuando la mujer no sabía claramente si estaba casada según ordenaba la Iglesia, y los desafillamientos, que como su nombre indica deshacían el lazo materno-filial. Me centraré en el Aragón de los siglos 16 y 17. Las fuentes son procesos criminales del Archivo Diocesano de Zaragoza y protocolos notariales del Archivo de Protocolos de esta ciudad, además de las editadas en colecciones documentales. La elección de situaciones límite para la mujer se pondrá de manifiesto a través de estudios de caso, que se pueden considerar excepcionales, aunque en absoluto únicos. Más bien al contrario, son muestra de circunstancias en las que podía verse envuelta la mujer.
This contribution studies extreme situations for any woman and of course for those who lived in the Modern Age. These are the violations or statutory rapes, the uncertain marriages, when the woman did not clearly know if she was married as ordered by the Church, and the breakdowns, which, undo the bond between mother and child. I will focus on Aragon and the 16th and 17th centuries. The sources used are criminal proceedings of the Diocesan Archive of Zaragoza and notarial protocols of this city, in addition to those published in documentary collections. The choice of extreme situations for women will be revealed through case studies, which can be considered to some extent exceptional, although not at all unique. On the contrary, they are samples of circumstances in which the woman could be involved.