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Tapa del libro Mujer e identidad en tierras hispanohablantes Show/hide cover

Identidad femenina y espiritualidad franciscana en la Península Ibérica durante la Edad Moderna

El presente trabajo forma parte del proyecto de investigación HAR2017-82473-P titulado «Clero y sociedad en el noroeste de la Península Ibérica (Siglos 15-19)», financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.

La religiosidad barroca y el despertar de la orden francisca secular

La Venerable Orden Tercera de San Francisco tiene sus orígenes en los siglos medievales. Dejando al margen la controversia de la participación directa o no del «Poverello» en la fundación de este movimiento, su reconocimiento canónico no se produjo hasta la aprobación de su regla por parte del papa Nicolás IV en 1289. A partir de entonces se extendió con fuerza por toda la Europa católica, al rebufo del desarrollo de la orden de los frailes menores. Este momento de esplendor dio paso, a finales de la Baja Edad Media y comienzos del Mundo Moderno, a una franca decadencia, motivada por diferentes factores: los propios problemas internos del franciscanismo por entonces, la configuración de las nuevas monarquías, que limitaron notablemente sus exenciones, la relación de algunos terciarios con determinadas prácticas heterodoxas o el impacto de la reforma protestante.

Sea como fuere, lo cierto es que, en el caso específico peninsular, a lo largo del siglo 16, el otrora pujante movimiento, si no había desaparecido completamente, estaba en una situación muy próxima a la extinción. Sin embargo, el impacto del reformismo tridentino y la reorganización del franciscanismo peninsular en torno a la observancia propició el resurgimiento de la Tercera Orden a partir de comienzos del siglo 17. El poder de persuasión desde el púlpito de los frailes menores desempeñó un papel crucial en este proceso de recuperación que trajo consigo la rápida extensión de este movimiento religioso desde su epicentro en el eje Madrid-Toledo-Segovia a todos los rincones de la Península, incluido el reino de Portugal, por entonces gobernado por la propia Monarquía Hispánica. La presencia terciaria se dejó sentir primero en los principales núcleos de población del territorio, en el que se asentaron sendas fraternidades y, más tarde, en otras localidades de menor tamaño o incluso en ámbitos rurales, a través de las misiones populares. Pero la creación de esta densa red de comunidades terciarias no se limitó a la metrópoli: las posesiones ultramarinas de la monarquía, tanto en América como en África o en Asia, también asistieron a un proceso semejante, desempeñando un papel de gran relevancia en la vida religiosa de aquellos territorios.

En buena medida, la clave del éxito de la fórmula terciaria procedía de sus propias peculiaridades en el seno de la Iglesia. Como señala su propio nombre, el movimiento era considerado una orden religiosa, por lo que su estatus y prestigio eran superiores al de una cofradía convencional. Esa posición un tanto ambigua, a medio camino entre las órdenes regulares y las asociaciones religiosas seculares, le permitió acumular a lo largo de sus siglos de existencia un sinfín de privilegios temporales y espirituales. Si bien los primeros fueron severamente recortados con el desarrollo del Estado Moderno, no sucedió lo mismo con los segundos. Este último aspecto resultaba crucial para una sociedad sacralizada como la tridentina, en la que la obsesión por la búsqueda de seguridades para la salvación estaba a la orden del día. Los terciarios pues acumulaban indulgencias a través del ejercicio de una religiosidad intensa, tutorizada en todo momento por los frailes menores. Si a ello le añadimos su preeminencia con respecto a otras asociaciones –ya fueran cofradías u otras órdenes seculares, como la dominica, la servita o la carmelita– podemos entender su capacidad de atracción en la sociedad de la época.

A ese encanto por la regla terciaria no solo sucumbieron los sectores privilegiados sino también las clases populares que podían abrazar dicho modo de vida, compartiendo beneficios espirituales con nobles y clérigos. Asimismo, la regla y sus posteriores constituciones y estatutos permitían la toma del hábito también a las mujeres. Precisamente, nuestra intención en este estudio es analizar la importancia desempeñada por las terciarias en el conjunto general del movimiento franciscano secular. Para tal fin, trataremos de medir su peso cuantitativo en las diferentes fraternidades, el papel desempeñado en la vida interna de las mismas, la relevancia de otras fórmulas específicamente femeninas también bajo el amparo del hábito terciario –las beatas– o, finalmente, las pautas de comportamiento femenino que se trataban de inculcar dentro del movimiento.

El papel de las mujeres en la Venerable Orden Tercera (VOT)

Los principales propagandistas del franciscanismo secular mostraron en sus obras impresas una imagen idílica del funcionamiento de sus fraternidades. La inclusión en las mismas de hombres y mujeres de diferente procedencia social las acercaban, según ellos, a las primitivas comunidades cristianas que se narraban en los Hechos de los Apóstoles. Las fraternidades pues constituían un bastión frente al pecado, catapultando a sus integrantes a la obtención de la tan ansiada salvación de sus almas. Así lo indicaba a finales del siglo 17 uno de sus más ardientes defensores, el franciscano aragonés Fray Antonio Arbiol:

Esta Santa Orden fue la Ciudad fuerte de refugio común para todos los Fieles, porque en ella dexó el Alférez de Jesu Christo Francisco puertas patentes, y francas, que a ninguno, como fea fiel Católico, y quiera hazer verdadera penitencia de sus pecados, se le niega la entrada, ancianos, jóvenes, casados, libres, virgines, sacerdotes, legos, ricos, pobres, poderosos, desvalidos, nobles, plebeyos, doctos, ignorantes, grandes, y pequeños, santos, y pecadores, de todos estados, hombres, y mugeres, como se quieran reducir a salvar sus almas: todos tienen cabida en esta Orden Sagrada, que con mandato de Christo se instituyó para remedio de todos1.

Sin embargo, aunque a la hora de obtener los tan preciados beneficios espirituales sí existía una cierta igualdad entre todos los integrantes de la comunidad tercera, no sucedía lo mismo en lo que tenía que ver con su gobierno temporal. En él, por descontado en una sociedad marcada por el patrón masculino, las mujeres mantenían una posición subordinada a la autoridad de los varones que regían la fraternidad y que, en aquellas más populosas, solían proceder de los sectores privilegiados.

Por otra parte, el propio hecho de querer abrazar el modo de vida tercero, por muy voluntario que fuera, comportaba la necesidad de obtener la pertinente licencia de la autoridad masculina que regía en el ámbito familiar en el que viviese la postulante. En efecto, en todos los textos normativos vigentes en el territorio peninsular durante la Edad Moderna, comenzando por las Ordenaciones de Fray Bernardino de Sena y continuando con los Estatutos Generales, se especificaba claramente la necesidad de que las mujeres casadas contasen con la licencia de su esposo, circunstancia por otra parte lógica para aquellos tiempos, teniendo en cuenta el hecho de que las mismas necesitaban también de ese requisito, por ejemplo, para acudir a los tribunales2. De igual forma, aunque en estos textos generales no se especificaba claramente, era habitual que en los estatutos particulares se señalara la necesidad de que las solteras o célibes si no vivían solas, contasen con la pertinente autorización de su padre, como sucedía, por ejemplo, en la fraternidad de Salamanca3.

A esos primeros requisitos se unían otros más importantes. Atendiendo a la regla y normativa general, aquellas mujeres interesadas en vestir el hábito terciario debían de superar la preceptiva información de vida y costumbres, a fin de calibrar tanto su calidad moral como su limpieza de sangre, aspecto este último consustancial a las sociedades ibéricas del Antiguo Régimen. Ciertamente esa exigencia no era exclusiva para el sexo femenino, pero en su caso revestía un carácter relevante, sobre todo para aquellas no casadas. En un mundo como aquel en el que primaba la desconfianza hacia las mujeres que no se hallaban bajo la autoridad de un varón, contar con el aval de la posesión del hábito terciario, desde luego, podía aportar un interesante marchamo de calidad. Si a ello le añadimos el amplio abanico de gracias espirituales que ofrecía la orden, podemos entender la atracción que suscitó el movimiento entre las mujeres de todo estado y condición en los reinos peninsulares. Sin olvidar los beneficios asistenciales que podían alcanzar, ya fuera en forma de auxilios médico-sanitarios –en especial en aquellas fraternidades que contaban con hospital–, en asistencia económica –de la que podían disfrutar, aunque de un modo puntual– o en solidaridad de tipo espiritual –a través de los sufragios y ceremonias fúnebres–, aspecto ciertamente relevante en una sociedad como aquella auténticamente angustiada ante su destino en el Más Allá.

En consecuencia, eran muchas las fraternidades españolas y lusitanas en las que el número de terciarias superaba con creces al de sus hermanos: así sucedía, entre otras, en las portuguesas de Lisboa, Soure o Ponte de Lima o en las gallegas de Ferrol, Padrón y Viveiro4. Del mismo modo, cuando los religiosos del convento franciscano de «Domus Dei» de la villa burgalesa de La Aguilera decidían, en abril de 1750, fundar una pequeña fraternidad terciaria, acudían a su llamado doce hombres y veinticuatro mujeres5. Curiosamente, unos años antes, en 1692, el padre Fray Manuel Ricio, misionero franciscano del colegio de predicadores de Sahagún, al fundar la fraternidad de San Estevo de Valdeorras, disponía en sus ordenaciones particulares la obligatoriedad de la existencia de un número inferior de mujeres que de hombres. Así, si el tope de ingresos de los primeros se fijaba en 100, las hermanas terciarias no podían superar las 806. No obstante, estas limitaciones, que tengamos constancia, no fueron un comportamiento generalizado, a juzgar por los datos anteriormente mostrados. De hecho, incluso en aquellas fraternidades en las que el número de varones era mayoritario, el peso de las hermanas seguía siendo ciertamente relevante. Sirvan como ejemplo, los casos de Braga o León, dos ciudades de carácter levítico, en las que la impronta del clero secular entre los hermanos era importante, o la real villa de A Graña, localidad de marcada especialización castrense. En todos estos espacios, las fraternidades contaron con un peso mayoritariamente masculino a lo largo del siglo 18, pero la presencia femenina nunca bajó del 40 % del total, hallándose de hecho mucho más próxima al 50 %7. Esa tendencia al equilibrio entre varones y mujeres también se aprecia en el caso de la poderosa fraternidad portuguesa de Oporto8.

La importancia del número de mujeres que decidían vestir el hábito tercero y participar en la vida comunitaria de la orden explica la existencia de una verdadera organización paralela dentro de la fraternidad que, si bien operaba bajo la vigilancia del discretorio masculino y del padre visitador, contaba con ciertas dosis de autonomía. Quizás este peculiar organigrama interno pudo significar también un acicate para el incremento de las vocaciones femeninas. De todos modos, siendo reseñable su existencia, no debemos magnificarla en exceso ni descontextualizarla de la sociedad en la que estaba inserta. La creación de una estructura organizativa femenina no tiene, ni mucho menos, connotaciones heterodoxas, sino que responde a un criterio utilitarista. Su existencia marca una necesaria segregación que responde a las características propias de la religiosidad barroca en general y del carisma terciario franciscano en particular. La separación de sexos en las ceremonias religiosas se hacía imprescindible en el caso de algunas propias del franciscanismo secular, especialmente significativas. Era el caso, por ejemplo, de la práctica de la disciplina, aspecto básico en una orden de penitencia como esta y de la que, obviamente, las mujeres quedaban apartadas. De este modo se señalaba nítidamente en todos los textos normativos y así se cumplía9, salvo con alguna que otra excepción, rápidamente atajada por las autoridades religiosas. Así sucedió en la tardía fecha de 1862 en Pontevedra, cuando el visitador franciscano de la fraternidad debía actuar ante el peligro que suponía para la moral la asistencia de mujeres a esos actos:

Estando S. P. muy satisfecho de la exactitud y edificación de los santos ejercicios que se hacen al anochecer en los lunes, miércoles y viernes de adviento y cuaresma, ejercicios a que de tiempo inmemorial asistían solamente los hombres, ha llegado a noticia de S.P. que hace algún tiempo se admiten mugeres y por cuanto no hay ejercicio por más santo que fuere que la malicia e flaqueza humana no pueda hacerle pretesto para cosas malas y que con motivo de asistir a ellos mugeres y especialmente jóvenes se han notado algunos desórdenes y motivos de quejas y disgustos entre los hermanos, S.P. prohibe severamente sean admitidas mugeres cualesquiera que sean a dichos ejercicios de noche10.

Las prácticas devocionales terciarias demandaban pues de la existencia de espacios diferenciados por sexos, a fin de preservar en especial la calidad moral de las hermanas. Algo parecido sucedía con el proceso de formación de las mismas durante su etapa de noviciado. A lo largo de este período de aprendizaje, los textos normativos fijaban nítidamente que la labor de vigilancia recayese en manos de una terciaria de intachable conducta, la maestra de novicias. De este modo se evitaban indeseables contactos con miembros del otro sexo de la fraternidad, cortando de raíz cualquier comportamiento disonante. Obviamente, como máxima autoridad religiosa, el padre visitador supervisaba el proceso, pero delegando en las hermanas los progresos diarios. Tal separación, que se marcaba en el templo de un modo claro en aquellas celebraciones que compartían los terciarios de ambos sexos, también se extendía a las prácticas caritativas, por ejemplo, en lo que respecta a la visita de enfermos y moribundos. En los estatutos municipales de la de Barcelona de 1704, las autoridades franciscanas consideraban conveniente «escusar que nuestras hermanas suban a los dormitorios de los hombres» en las visitas a los enfermos que desarrollaba la fraternidad, haciendo lo propio con ellos en las realizadas a las terciarias convalecientes11.

Si la fraternidad se hallaba bajo la autoridad del hermano ministro, aconsejado por un limitado número de discretos, las hermanas terciarias contaban con su propio discretorio presidido por una ministra. Este gobierno paralelo, obviamente, tenía unas competencias muy limitadas, restringiendo su marco de acción al desarrollo de las prácticas religiosas propias, a la formación de las novicias – siempre bajo la tutela del padre visitador –, a la asistencia de los hermanos enfermos cuando así fuera menester y al cuidado y limpieza del templo en donde se desarrollaban los actos religiosos, en este caso bajo la supervisión del vicario del culto divino. Estas funciones específicas explican también la existencia de una serie de oficios femeninos dentro de la orden que se hallaban bajo el control de la hermana ministra de un modo inmediato, aunque, como ya hemos señalado, siempre bajo la supervisión masculina.

Dado que la ministra ostentaba la más alta representación del nutrido sector femenino de la fraternidad, fue habitual, al menos en el mundo urbano, que dicho oficio recayese en una integrante de las elites. En primer lugar, porque respondía a los parámetros vigentes en una sociedad marcada por el privilegio y en segundo, porque al propio prestigio personal había que unir cierta fortuna económica para asumir algunas de las obligaciones que comportaba el oficio. En el caso de las fraternidades portuguesas de Caminha, Ponte de Lima o Viana do Castelo, se abogaba porque este oficio femenino lo ostentase una mujer de similar estatus que el ministro, prefiriéndose pues a las más distinguidas12. Esas preferencias también se constatan en las fraternidades españolas del momento, en especial en las ubicadas en ámbitos urbanos. Así, por ejemplo, en las ordenanzas de la fraternidad de León, de mediados del siglo 18, se señalaba que tanto la ministra como su viceministra debían ser elegidas de entre «las más celosas, prudentes y respetosas»13. En la andaluza de Estepa durante la primera mitad de aquella centuria fue elegida ministra en varias ocasiones doña María Luisa Centurión, marquesa de Estepa y Armuña y esposa del señor de aquella villa14. Algo similar sucedió en el Ferrol del último tercio de siglo con la marquesa de San Saturnino, una de las representantes más cualificadas de la nobleza del entorno. En otras fraternidades, como la barcelonesa, desde comienzos del siglo 18, además de la distinción social, que siempre estaba presente, se incluía la necesidad de que la ministra fuera de estado viuda «para que assi esté mas desembaraçada para la assistencia i cumplimiento de su oficio»15.

Con respecto a su capacidad adquisitiva, conviene señalar que fue costumbre asentada y generalizada en casi todas las fraternidades españolas y portuguesas que la ministra, como también hacía su homólogo masculino, asumiese el coste de alguna de las ceremonias religiosas que se desarrollaban a lo largo del año. En especial, existió una fuerte vinculación con la celebración de la fiesta de Santa Isabel de Hungría, patrona de la orden junto a San Luis Rey de Francia y en cuya festividad era frecuente se desarrollase el capítulo electivo. Las evidencias al respecto son abundantes. Por ejemplo, en la junta general celebrada por la fraternidad de la villa gallega de Ares en 26 de junio de 1745, se estipulaba la obligación de ambas celebraciones, corriendo a cargo de dichos gastos los respectivos ministros16. Lo mismo sucedía en la fraternidad de Pontevedra durante aquella misma centuria. En sus ordenanzas particulares de 1732 se especificaba que, si bien los gastos que comportaba la asistencia de los frailes menores a la función de la santa corrían a cuenta de la fraternidad, los derivados de la predicación y de la cera consumida en dicha solemnidad se recomendaba fueran asumidos por la hermana ministra. Y así se continuaba realizando a finales de la centuria, como se puede constatar en la lectura de su contabilidad17. Las constituciones particulares de la fraternidad de la ciudad de A Coruña de 167318 o de la villa de Viveiro de 171619 van en la misma dirección. Sin embargo, en algunas fraternidades portuguesas las obligaciones económicas de la ministra no se vinculaban a dicha celebración. Por ejemplo, en la de Caminha costeaba el sufragio que se organizaba anualmente por los difuntos de la orden20. O en la vecina de Melgaço, el sermón del día de la Inmaculada Concepción, por ser la patrona de la misma21.

Amén de estas contribuciones regulares, tampoco era extraño que las ministras asumieran algún gasto extraordinario o incluso que donasen ciertas cantidades de dinero en calidad de limosna. Este comportamiento era usual, por ejemplo, en la fraternidad de la ciudad de León durante el primer tercio del siglo 19. Así, en 1824, la ministra saliente, doña Josefa García Sánchez, depositaba en las arcas de la orden 160 reales. En 1830, hacían lo propio la ministra doña Gabriela Fernández y su viceministra, con 100 reales cada una, similar cantidad a la ofrecida un año más tarde por su sucesora doña Escolástica Ferreras22. En la de Ferrol, doña Petra de Aparicio, que ejercía por entonces el ministerio, amén de sostener la tradicional función en honor a Santa Isabel, donaba un hábito bordado en oro con toca y adornos para la imagen de la patrona23.

Las funciones del oficio de ministra quedan netamente perfiladas en las ya citadas ordenaciones particulares de Pontevedra que, en esencia, se pueden extrapolar al resto de fraternidades del momento:

Pertenece a su empleo el assistir a todas las funciones públicas y también a dar hábitos y professiones a las mugeres; pertenécele también el registrar la ropa blanca de la sacristía para disponer se componga, labe o compre la necessaria. Debe también corregir las hermanas que hallare ser defectuossas y de las incorregibles e indecorosas dará quenta al padre vissitador y señor ministro para que en junta se determine lo más conveniente24.

La ministra pues contaba con cierta autoridad con respecto a las mujeres de la fraternidad, presidiendo las funciones religiosas, dando los hábitos a aquellas que habían superado el período de formación o vigilando por el cumplimiento de la regla y de las conductas del grupo, aunque las decisiones disciplinarias las asumía en última instancia el ministro y el padre visitador. A estas importantes funciones se unían otras relacionadas con su sexo, desde la perspectiva de entonces, y que se vinculaban fundamentalmente con el aseo y limpieza de las prendas litúrgicas o del templo en donde se desarrollaba la vida religiosa.

En los estatutos generales se recomendaba que el oficio tuviese una duración de un solo año, aunque este espacio temporal podía ampliarse en caso de existir una «urgente causa». Lo cierto es que esta recomendación se cumplió por lo general en todas las fraternidades de la Corona de Castilla de las que tenemos constancia documental, si bien, como también sucedía en el caso de los ministros, no fue infrecuente que algunas de estas hermanas repitiesen oficio a lo largo de su vida, bien por las dimensiones humanas de la fraternidad –en el caso de comunidades pequeñas– bien por el ya señalado prestigio social. En otros ámbitos peninsulares hubo diferente comportamiento. Así, por ejemplo, en Barcelona las terciarias elegían a su ministra cada tres años «insiguiendo en esto la misma forma i orden de nuestros padres observantes»25.

En cuanto a la elección de este importante oficio, el tutelaje masculino era evidente. En algunas fraternidades era el propio ministro el encargado de presentar una terna de candidatas para que después las terciarias electoras votasen. Así sucedía, por ejemplo, en la ciudad de León26. En otras, como la de Viveiro, era la ministra saliente la que proponía dicha terna. Sea como fuere, lo cierto es que la intervención del discretorio masculino fue constante, condicionando el resultado de las elecciones, lo que llegó incluso a provocar en ocasiones tensiones con las hermanas. En 1754, en la propia fraternidad viveirense, el día de la elección de la nueva ministra se produjo, en palabras del padre provincial Fray Lázaro Fernández, un «gran disturbio», provocado por las terciarias «por no querer éstas consentir en que dicha elección la presidiese el hermano ministro, como debe ser y manda el estatuto»27.

A veces las desavenencias podían originarse entre las propias hermanas, o bien las mismas fueron instrumentalizadas por las autoridades masculinas como excusa para socavar su autonomía. En la visita efectuada a la fraternidad coruñesa por el provincial franciscano Fray Antonio de Velasco, en diciembre de 1685, se esgrimían tales argumentos para suspender el proceso de elección de la ministra tal y como se desarrollaba hasta entonces, dejándola en manos de los hermanos varones28.

Aun teniendo en cuenta esa marcada sumisión a las autoridades masculinas, lo cierto es que las mujeres de la orden sabían hacer valer sus derechos y prerrogativas cuando así era menester. En la década de los cuarenta del siglo 18, algunas terciarias ferrolanas, amparadas por el padre Dávila, visitador de la fraternidad, acudían al provincial franciscano solicitando la anulación del proceso electivo de la nueva ministra por «no averse echo según la formalidad acostumbrada y desde antiguo de las señoras hermanas, pues es la eleccion de ellas». La máxima autoridad de los frailes menores en la provincia de Santiago les dio la razón, obligando a la repetición del capítulo. Tal decisión levantó ampollas entre los terciarios varones, hasta el punto de reflejar su frustración con un lenguaje muy poco apropiado en el libro de elecciones29.

La ministra, al igual que la máxima autoridad masculina, contaba para cumplir con sus obligaciones con el auxilio de un discretorio, cuyas dimensiones variaba en función de la pujanza de la fraternidad de turno. Este órgano directivo debía contar siempre con una o varias viceministras, proministras o coadjutoras –el término variaba en función de las fraternidades–, que la sustituían en aquellas ocasiones, debidamente justificadas, en las que ella no podía presidir un determinado acto. El padre Arbiol, cuya obra tuvo gran influencia en las fraternidades españolas y portuguesas, recomendaba la existencia de dos, amén de un número indeterminado de discretas que debía fijar el padre visitador en función de las necesidades30.

Sin embargo, salvo la excepción de localidades especialmente populosas, lo cierto es que la norma general fue la existencia de una sola viceministra. Así sucedía, por ejemplo, en la fraternidad de la ciudad de A Coruña, según sus constituciones particulares de 1673. En ella la ministra contaba con el auxilio de una vicaria para cubrir sus ausencias, cuatro discretas, una secretaria y dos celadoras, además de las enfermeras31. Por su parte, en la villa de Colmenar Viejo, según sus estatutos municipales de 1743, a la ministra le asistía una coadjutora, dos consiliarias que hacían también las funciones de celadoras, una enfermera mayor, dos menores, una maestra de novicias, además de contar la fraternidad con otros oficios menores32. En la de Porto do Son a finales del siglo 18 también la ministra contaba con una sola coadjutora amén de dos celadoras, una camarera de la Virgen, dos enfermeras y dos hermanas encargadas de «pedir para los pobres»33.

En consecuencia, como señalaba el propio Arbiol, aunque existían unas recomendaciones fijadas en los estatutos y ordenaciones generales, las peculiaridades de cada fraternidad y cada pueblo exigían su adaptación que, por lo general, se fijaba a través de sus estatutos particulares. Asimismo, junto a los llamados oficios mayores, que constituían el discretorio, existían otros menores de notable importancia para el correcto desarrollo de la vida interna de la fraternidad, caso de las llamadoras, sacristanas, enfermeras menores, camareras, limosneras, etc. Como en el caso de los anteriores, su número variaba en función de las necesidades de cada comunidad tercera.

Fuera cual fuera la configuración del discretorio y la distribución de los oficios mayores y menores, de lo que no hay duda es de la importancia que se le otorgaba en todos los textos normativos a la figura de la maestra de novicias. De su buen hacer dependía la adecuada formación intelectual y comportamiento moral de aquellas mujeres que querían ingresar en la orden. Este aspecto resultaba crucial de cara al fortalecimiento del prestigio de la VOT que en ningún caso podía permitir la pertenencia a la misma a terciarias que mostraran alguna mancha. La trascendencia de su misión explica el hecho de que, en fraternidades como la leonesa, se prefiriera para este oficio a alguna exministra o, en su defecto, a una hermana de las más antiguas34 o que en la de Pontevedra fuese la propia proministra la encargada de tal labor35. Su función consistía en la instrucción de las novicias en el conocimiento de la doctrina cristiana, la regla, los estatutos y las ordenanzas particulares de la orden, advirtiendo en todo momento a las autoridades de aquellas «mal assistentes o defectuossas»36. En lo que tenía que ver con la formación religiosa, no olvidemos que era necesario antes de la profesión superar un examen de los rudimentos de la fe y la espiritualidad franciscana que realizaba a tal efecto el padre visitador. Por tanto, el aprendizaje de las futuras hermanas se encaminaba especialmente a superar ese requisito imprescindible para poder vestir el hábito. En cuanto a la calidad moral de las terciarias, sin duda, era un aspecto que se trataba de cuidar con esmero por las repercusiones que tenía en el propio prestigio de la orden y, cómo no, por la función que debía cumplir la misma en el ambicioso programa de reforma de las costumbres auspiciado a partir de Trento.

Exigencias morales y proyección social

La Venerable Orden Tercera de San Francisco constituía pues el mascarón de proa de la acción reformadora franciscana entre los seglares, en el contexto de efervescencia religiosa propia del mundo barroco. Y, en este sentido, los frailes menores, fueran de la rama que fueran, pusieron especial cuidado en el control moral de las hermanas. La natural desconfianza hacia el género femenino propio de la época, reflejado hasta la saciedad en los textos de los moralistas o en la propia literatura de esparcimiento, hacía especialmente necesario acometer un programa específico de adoctrinamiento para las mujeres que las encauzara hacia sus destinos ideales: el matrimonio o la religión. En buena medida, la organización paralela dentro de la VOT ya analizada, facilitaba el desarrollo de las acciones programadas, al intensificar el grado de control de las hermanas con la existencia de oficios específicos que, siempre bajo la autoridad masculina, intensificaban la vigilancia de comportamientos indeseables y estimulaban el desarrollo de determinadas prácticas devocionales.

En cuanto a las cuestiones de carácter moral, si la honra constituía el principal aspecto para juzgar a las mujeres en el Antiguo Régimen, obviamente la vigilancia de los comportamientos femeninos debía ocupar un lugar central dentro de la Orden Tercera, tanto por el desdoro que podía provocar a su prestigio la pertenencia a la misma de mujeres de vida desordenada, como por el ya mencionado cariz reformador del movimiento terciario. Las ordenanzas generales de Fray Bernardino de Sena como otros textos normativos posteriores trataron de subrayar la calidad de los integrantes de la orden con la aplicación entre los requisitos de ingreso de la pertinente averiguación o informe secreto que certificase las buenas costumbres de los postulantes así como la limpieza de su sangre37. De este modo se especificaba, por ejemplo, en las constituciones particulares coruñesas de 1673:

Que cualquier hermano que quisiere serlo desta orden, se haga información de su vivir y estado de costumbres de tal suerte que si es persona escandalosa, sea ombre o muger, no sea admitida, salvo que se reconozca tal mudanza que puedan vien esperar que servirá a nuestro Señor en dicha orden dando buen ejemplo38.

El fragmento resulta especialmente revelador del papel que quería desempeñar la orden como instrumento de reforma: aquellas mujeres que, a pesar de su mala fama se hubieran corregido, podían optar a la vida tercera, pues su enmienda se convertía en ejemplo y fortalecía el prestigio de la VOT. Lo señalado en esas constituciones particulares herculinas se inspira en las recomendaciones reflejadas en las obras de los más prominentes teóricos franciscanos y, por ello, se pueden localizar en otras de fraternidades españolas o portuguesas, caso, por ejemplo, de las de Ponte de Lima de 177939. En esta misma línea se ha de encuadrar la existencia de los conventos de recogidas, lugares en donde se trataban de reencauzar a mujeres descarriadas y que adoptaban la regla de la Tercera Orden. Conocido es el caso del de la calle Hortaleza en Madrid, fundado bajo la significativa advocación de Santa María Magdalena40.

En el envés de la moneda se situaban aquellas otras fundaciones auspiciadas también por la orden al objeto de dar respuesta a determinadas situaciones de precariedad económica que podían precipitar a las hermanas a la mendicidad, comportamiento especialmente grave en el caso de aquellas que portaban hábito descubierto. De este modo se comportaron los terciarios de Oporto, fundando en 1686 un «Recolhimento» bajo la advocación de Santa Isabel de Hungría, a donde eran enviadas aquellas hermanas de hábito descubierto que no contaban con medios de subsistencia41. Y es que el empleo del hábito como medio de vida había sido duramente condenado desde el resurgir del movimiento en la primera mitad del siglo 1742. De hecho, los terciarios, de la mano de su visitador general Fray Pedro de Frías, obtuvieron en 1628 del Consejo de Castilla el amparo del brazo secular a la hora de obligar que aquellos hombres o mujeres que portasen dicho hábito de modo indecente o fraudulento fueran despojados del mismo43. O, años más tarde, en los estatutos generales de 1686, se fijaba claramente que en caso de hallarse con un hermano o hermana de hábito descubierto practicando la mendicidad se obligara a quitárselo44.

En efecto, la posibilidad de portar de modo público el hábito de la tercera orden era un privilegio que se podía conceder tanto a hombres como a mujeres. En el caso de estas, sobre todo si se trataba de célibes o viudas, podía resultar un interesante distintivo de cara a la sociedad, al consagrar públicamente su calidad moral y su compromiso religioso. Empero, los peligros, que podía reportar a la VOT un uso indebido del hábito y la ya señalada natural desconfianza hacia el género femenino, incrementaron notablemente las precauciones de las autoridades franciscanas a la hora de concederlos a mujeres. El franciscano Fray Gabriel de Guillistegui en su famosa Apología de 1643 se quejaba del exceso de celo que seguían al respecto los visitadores de la orden45.

A pesar de lo señalado, no fueron pocas las hermanas que gozaron de esa gracia, para las que necesitaban cumplir una serie de requisitos claramente especificados en los estatutos y ordenanzas generales. Se hacía necesario, en primer lugar, destacar por una conducta intachable, es decir ser «de buen exemplo, de conocida modestia e virtud». A ello, había que añadir algunas exigencias propias de una sociedad de Antiguo Régimen. Así, no se permitiría portarlo a aquellas mujeres que desarrollasen, en palabras de las ordenanzas de Fray Bernardino de Sena, «oficio baxo ni exercicio ni ocupación indecente a la modestia de la orden»46. Aunque en las normativas generales no se especificaban exactamente qué oficios se incluían en esa denominación, es obvio que los mismos eran fácilmente reconocibles. Por otro lado, existían otros dos elementos de especial importancia a la hora de conceder el hábito descubierto: la edad y el estado civil. Así se especificaba, por ejemplo, en las ordenanzas pontevedresas:

Iten, ordenamos, que a ninguna persona casada se le dé hábito descubierto sin licencia expresa de su consorte, como tampoco se dará a ninguna muger soltera, no teniendo con qué passar la vida y quarenta años de edad y si con alguna se dispensare en esto, sea por cierto conocimiento de su especial virtud y por estar próxima a la dicha edad47.

La posesión del hábito descubierto se vinculaba, sobre todo, a las mujeres viudas o a las solteras de edad provecta – que contasen con más de 40 años –, a fin de minimizar posibles comportamientos escandalosos propios de la juventud. Ciertamente podían existir excepciones a esa regla general y de hecho abundan los testimonios en los libros de tomas de hábito de las diferentes fraternidades. Por ejemplo, en marzo de 1698, recibía el hábito de beata de la fraternidad de Albacete, Felipa Espinosa «doncella y vecina de la ciudad de Chinchilla», tras la pertinente licencia de las autoridades franciscanas, al constatar que cumplía con todas las exigencias fijadas en las constituciones48. Un año más tarde, hacían lo propio en la gallega de Viveiro otras dos mozas solteras, María Basanta y Antonia López de Castro49. De igual modo, en diciembre de 1691, otra mujer soltera presentaba ante el discretorio de la fraternidad de A Coruña un memorial solicitando el hábito exterior. En este caso, aunque la pertinente información de usos y costumbres efectuada por el hermano celador constató su intachable moral, se hallaron ciertos reparos en lo que tenía que ver con sus limitados caudales «por donde bendria en desdoro del avito acaso la suma pobreça». Aun así, la solicitud fue aceptada, a condición de que antes de tomar el hábito fuera «instruida de lo que deve obrar»50. Y es que, como ya hemos podido comprobar, la existencia de un patrimonio suficiente resultaba un requisito necesario, salvo contadas excepciones, para alejar el fantasma de la mendicidad.

Tomaran el hábito externo o el más común interno, lo cierto es que todas las mujeres debían superar una etapa de noviciado, a fin de avalar su adecuación al modo de vida terciario. Ciertamente, aunque este proceso era también una exigencia para los hombres, se volvía más estricto en el caso femenino, por la natural desconfianza hacia su teórica mayor propensión a los desvíos morales. En esta línea, el papel de la maestra de novicias resultaba de gran relevancia, de ahí que, como ya hemos señalado, en muchas fraternidades fuera desempeñada por una ministra saliente, una viceministra o por una discreta de especial prestigio. La maestra debía tutelar tanto de la formación intelectual como de la calidad moral de las aspirantes a terceras, siempre bajo la supervisión de los ministros y el padre visitador. Pero incluso una vez superado este período formativo, la vigilancia sobre las actitudes religiosas y morales de las hermanas permanecía abierta. Además de la constante labor que debía desarrollar la ministra y el visitador, existía la figura de la celadora, que podían ser varias en función del número de integrantes de la fraternidad. Su misión era informar en todo momento a las autoridades de los comportamientos impropios de las hermanas profesas, bien en lo que tenía que ver con el grado de cumplimiento de las obligaciones religiosas de la orden, bien en lo que se refería a sus actitudes morales.

Para aquellas que se desviaban de los patrones impuestos existían sanciones que iban desde la reprobación pública ante el resto de hermanas hasta, incluso, su expulsión de la orden. En el caso español, lamentablemente, son limitados los ejemplos de este tipo de prácticas que han llegado a nosotros, pues la discreción de las mismas hacía que no se reflejaran, salvo en ocasiones muy particulares, en los libros de la fraternidad. No sucedió lo mismo en Portugal. En el vecino reino, la existencia de otros mecanismos de vigilancia a nivel diocesano con una marcada orientación pública, facilitó la existencia de registros específicos en los que se inscribía a las hermanas que habían sido reprobadas. En este ámbito, al menos en lo que atañe a las fraternidades vinculadas a los descalzos, el control moral tanto de las hermanas como de los hermanos se fortalecía a través de la existencia de visitas anuales acometidas por el padre comisario. En ellas, siguiendo la estela de las conocidas visitas pastorales diocesanas, los hermanos podían acusar anónimamente a aquellas y aquellos «viciosos o inobedientes», lo que significaba un giro de tuerca más en el programa de reforma religiosa y de las costumbres auspiciado en Trento y en el que la VOT franciscana quería desempeñar un papel relevante. No hay duda de que ese carácter reformista, unido al fomento del carisma franciscano, son los elementos más relevantes del movimiento y, también, dos aspectos que potenciaban su prestigio en una sociedad marcada por el privilegio. En un contexto en el que las mujeres se hallaban en inferioridad de condiciones, la Orden Tercera Franciscana les ofrecía un marco ideal para poder desarrollar una religiosidad más intensa y, también, les otorgaba un nada despreciable marchamo de calidad moral a los ojos de su vecindario. Las ventajas eran lo suficientemente interesantes como para no dejarlas pasar por alto.

Referencias

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Archivos

Archivo Diocesano de Astorga:
Libro de la Santa Horden Terzera de La Villa deste lugar de San Estevan de Valdeorras.

Archivo Histórico Nacional:

Clero, Libro 10.262, Libro de cuentas de la Venerable Orden de Penitencia de Pontevedra, 1776.

Clero, Libro 28, Albacete: Libro de la Tercera Orden, 1688-1733.

Sección Gobernación, Leg. 575, «Resumen de las Sociedades de todas clases existentes en España en el día 1º de enero de 1887, con expresión de su objeto según los datos oficiales facilitados a esta Dirección General».

Arquivo Municipal de Caminha:

Estatuto da Ordem III da Penitencia de N.S.P.S. Francisco, estabalecida em o convento de S. Antonio de Caminha,1769.

Arquivo Municipal de Melgaço:

Orden Terceira de S. Francisco, Libro de Eleiçöes.

Arquivo Municipal de Ponte de Lima:

Venerável Ordem Terceira de S. Francisco. Estatutos e Regla da Venerável Ordem Terceira do seráfico Padre S. Francisco da villa de Ponte de Lima novamente reformados por orden de Su Magestade,1779.

Archivo Parroquial de Ares:
Libro de acuerdos de la Venerable Orden Tercera de Ares.

Archivo de la Venerable Orden Tercera de A Coruña:

Libro 1° de Acuerdos, 1673-1724, Constituciones de la Orden Terçera de nuestro padre San Francisco de la ciudad de La Coruña ordenadas por el Padre Fray Antonio de la Cruz, lector de theología moral de dicho convento y visitador nombrado por nuestro Reverendo Padre Fray Andrés de Tejeda, guardian del.

Archivo de la Venerable Orden Tercera de Ferrol:
Libro de acuerdos, 1772-1871.
Libro de elecciones, 1744-1870.

Archivo de la Venerable Orden Tercera de León:
Libros de entradas de hermanos.
Libro de cuentas, 1820-1833.

Archivo de la Venerable Orden Tercera de Pontevedra:

Libro de la regla y ordenanzas generales y particulares de la V.O.T. de Pontevedra, inventario de alhajas y nichos y sepulturas.

Archivo de la Venerable Orden Tercera de Viveiro:
Carpeta nº 6: Inventarios, correspondencia y papeles varios.

Constituciones de la V.O.T. de N.S. P. San Francisco de la villa de Vivero en 1716, Carpeta 9.

Constituciones y escrituras de propiedades.
Libro de actas de la VOT de penitencia de la villa de Vivero
, 1754-1851.
Libros de tomas de hábitos de la VOT de Viveiro, 1729-1795 y 1796-1907.

Arquivo da Veneravel Ordem Terceira de Viana do Castelo:
Estatutos da Veneravel Ordem Terceira da Penitencia desta villa de Viana.

  • 1 Arbiol, 1724, p. 37.
  • 2Sena, 1719, p. 4.
  • 3Imprenta de Sancha, 1792, p. 27.
  • 4Todas las órdenes terceras y en especial la franciscana fueron enormemente populares en la Lisboa del siglo 18 y comienzos del 19. En ese contexto, el número de mujeres que abrazaron este modo de vida fue notablemente superior al de los varones. Por su parte, la pequeña fraternidad de Soure estaba conformada en 1721 por un total de 351 hermanos de entre los cuales el 74,1 % eran mujeres. En el caso de Ponte de Lima, los porcentajes femeninos oscilaban entre el 57,8 % y el 69,5 % desde finales del siglo 17 a mediados del 18. En Padrón, se alcanza el 65 % a finales del 18, logrando porcentajes todavía más altos en el 19. Los resultados de la fraternidad viveirense para la segunda mitad del 18 son muy parecidos a los anteriores –63,2 %–, apreciándose de igual modo un notable incremento en la siguiente centuria. En el caso ferrolano, para el último tercio del 18, arrojan un porcentaje del 55,1 % (Araújo, 1997, p. 323; Ribeiro, 1952, p. 298-299; Rey Castelao, 1999, p. 3-47 y p. 22; Martín García, 2014, p. 517-556 y p. 535; Martín García, 2005, p. 92; AVOTV, Libro de tomas…, 1729-1795 y 1796-1907).
  • 5Carrión, 1949, p. 329-349, p. 330.
  • 6«Aviendose visto el numero de terzeros y terzeras de la horden de nuestro P. S Francisco me parezió que para mexor observanzia y quietud quedasse numero determinado» (ADA, Libro de la Santa Horden Terzera, f. 4).
  • 7Los porcentajes más bajos los hallamos en el caso bracarense, con un 41,3 % de mujeres para el período 1674-1822. Por su parte, en León el peso femenino era ligeramente superior, alcanzando el 45,7 % entre 1736 y 1773. En la localidad gallega de A Graña la importancia de las hermanas osciló entre el 48,8 % de 1754 y el 46,9 % de 1761 (AVOTL, Libros de entradas; Moraes, 2009, p. 127; Martín García, 2005, p. 87).
  • 8Entre 1699 y 1730 las mujeres terciarias representaban el 49,97 % del total de la fraternidad (Rêgo, 2005, p. 111-133 y p. 127).
  • 9Sirva como ejemplo de lo señalado, lo reflejado al respecto en los estatutos particulares de la fraternidad de San Estevo de Valdeorras (1692): «se tendra disciplina solo los domingos de Quaresma, para lo que se echaran fuera de la iglesia a todas las mugeres y en esto se pondrá espeçial cuidado» (ADA, Libro de la Santa Horden Terzera, f. 2).
  • 10AVOTP,Libro de la regla, f. 55v.
  • 11Esteva, 1739, p. 314.
  • 12AMC, Estatuto da Ordem III…, 1769; AMM, Orden Terceira de S. Francisco…, f. 5-6; AVOTVC, Estatutos…, f. 377.
  • 13Cano, 1758, p. 30.
  • 14Jordán Fernández, 2006, p. 343-352, p. 350.
  • 15Esteva, 1739, p. 319.
  • 16APA, Libro de acuerdos…, Clero, Libro 10.262, f. 16.
  • 17AHN, Clero, Libro 10.262, f. 2; AVOTP, Libro de la regla...
  • 18En las mismas se establecía la obligatoriedad de que todos los hermanos asistieran a las festividades de San Luis y Santa Isabel –22 de noviembre– y «aya sermón en las dos festividades, la de San Luis corra por cuenta del hermano ministro y oficiales y la de Santa Isavel por la de la hermana ministra y ofiçialas» (AVOTC, Libro 1º …, 1673-1724).
  • 19Así se indica en el punto 15 de las mismas (AVOTV, Constituciones...).
  • 20AMC, Estatuto da Ordem III…, 1769, f. 74.
  • 21AMM, Orden Terceira de S. Francisco, f. 5.
  • 22AVOTL, Libro de cuentas, 1820-1833, f. 7, 47 y 50v.
  • 23AVOTF, Libro de acuerdos, 1772-1871.
  • 24AVOTP, Libro de la regla,f. 27.
  • 25Esteva, 1739, p. 339.
  • 26Cano, 1758, p. 22.
  • 27AVOTV, Libro de actas…, 1754-1851, f. 13v.
  • 28AVOTC, Libro 1º…, 1673-1724, f. 168v.
  • 29Este comentario fue posteriormente tachado (AVOTF, Libro de elecciones, 1744-1870).
  • 30Arbiol,1724, p. 35.
  • 31AVOTC, Libro 1º…,1673-1724.
  • 32Fernández Suárez, 2013, p. 265-313, p. 297.
  • 33Rodríguez Pazos, 1972, p. 29-67, p. 46.
  • 34Cano, 1758, p. 30.
  • 35AVOTP, Libro de la regla…, f. 27.
  • 36Arbiol, 1724, f. 27v.
  • 37Sena, 1719,p. 20.
  • 38AVOTC, Libro 1º…, 1673-1724, Punto I.
  • 39AMPL, Venerável Ordem Terceira de S. Francisco…, 1779, f. 58.
  • 40Pérez, 1920, p. 503-554 y p. 504.
  • 41Jesús, 2005, p. 35-154.
  • 42«Y ordenamos que no se de hábito encubierto, ni descubierto a persona alguna, que no tenga hazienda suficiente o oficio con que poder passar honradamente, sin que se pueda temer venir por su pobreza a mendigar; porque de dar este hábito a semejantes personas se han experimentado grandes inconvenientes, por no recibirle los más de ellos con zelo de su bien espiritual, sino para tener inhonesto título de andar mendigando» (Sena, 1719,p. 29).
  • 43Ibid.,p. 43.
  • 44Arbiol, 1724, f. 12.
  • 45Guillistegui, 1643, f. 70v.
  • 46Sena, 1719, p. 39.
  • 47AVOTP, Libro de la regla…, f. 12v.
  • 48AHN, Clero, Libro 28, 1688-1733.
  • 49AVOTV, Carpeta n°6.
  • 50AVOTC, Libro 1º…, 1673-1724, f. 216.
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